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El escritor y poeta Álvaro PetitPaula Argüelles

Álvaro Petit: «La poesía no admite la mentira, pero buscar la verdad es cosa de filósofos»

Un libro de poemas escrito tras la muerte del padre. Un poemario que ensalzan Julio Martínez Mesanza, Jorge Freire, Luis Alberto de Cuenca y Enrique García-Máiquez

Álvaro Petit Zarzalejos (1991) es un experto en periodismo y comunicación que ha trabajado en casi todos los ámbitos e instituciones, y que colabora en medios como Nueva Revista, Vozpópuli o El Español. Pero eso es definirlo sólo conforme a una profesión, un oficio, un modo de ganar dinero para pagar facturas. Hay otro modo de definirlo: poeta. Aunque esto suene impostado o presuntuoso.

De entre sus publicaciones, llama la atención el accésit del Premio Adonáis 2017, obtenido con el poemario Que aún me duelas (Rialp, 2018). También ha sido partícipe de la traducción y edición de una antología poética de C. S. Lewis en Ediciones Encuentro. Ahora le llega el turno a Lograr el amor es alcanzar a los muertos (Isla de Siltolá). De este libro dice Julio Martínez Mesanza: «Quizá, desde la posguerra española y algunas de sus obras más significativas, y ya ha pasado mucho tiempo, no se abordaba de manera tan absoluta el tema de la muerte».

Enrique García-Máiquez lo animó y convenció para que este nuevo poemario –que es más que una elegía al padre– fuese una obra unitaria que refleja las tres fases del luto. Álvaro, entre los gorriones y cervezas del Café Gijón, frente a las casetas de la Feria del Libro Antiguo y de Ocasión del Paseo de Recoletos, nos invita a un aperitivo y nos aconseja no idealizar el pasado.

Álvaro Petit es autor del poemario 'Lograr el amor es alcanzar a los muertos' (Isla de Siltolá)

–En el libro se atisba un recorrido implícito. Desde Bilbao, donde usted nace, hasta el cementerio de San Fernando en Sevilla, y luego Cádiz, donde termina de escribirse. De una punta a otra de España. ¿Cómo afecta este recorrido físico al recorrido vital y al recorrido del duelo?

–Hay un recorrido vital que comienza con el que llevan a cabo los padres. Mis hermanos y yo nacimos en Bilbao, porque, aunque mi padre era de Sevilla, llevaba trabajando en Bilbao mucho tiempo. Luego nos trasladamos a Madrid. Ese cambio, para un niño, es muy intenso, porque Bilbao, siendo uno de los mejores lugares que hay en el mundo, no deja de ser una ciudad pequeña. Y, de repente, Madrid es un mundo distinto. Yo aluciné con el metro. El metro es una ciudad debajo de la ciudad, me impresionaba mucho. En este sentido, la figura del padre (particularmente la del padre) se realzó. Aquel era un cambio muy drástico que nos sometía a cierta intemperie que quedaba resuelta gracias a que mi padre ejercía de gran techo bajo el que nos cobijaba durante todo ese proceso. Por otro lado, la conexión con el cementerio de San Fernando en Sevilla se debe a que mi padre, como alguien lo definió, era el sevillano más vasco y el vasco más sevillano. Él siempre nos inculcó un profundo amor a Sevilla y sus tradiciones; en el fondo, suponía meternos de lleno en su propia infancia y juventud. Para nosotros, Sevilla es una geografía de paraísos particulares. Y uno de los grandes regalos que puede hacer un padre o una madre es dar y ser un sitio al que volver.

–Hay un verso al comienzo del libro que dice: «No te vayas, padre; no aún que te estoy acumulando». En una cultura freudiana que aspira a matar al padre y destronar la autoridad paterna, usted, a lo largo del libro, le pide al padre que continúe y le muestra su agradecimiento. ¿No resulta contracultural?

–Sí, es lo contrario a Freud. Cuando era adolescente, y supongo que como todos los adolescentes, no quería ser como mi padre. Después, cuando me fui haciendo mayor, entré en una inquietud muy dura: querer ser como mi padre, pero veía que ni en el mejor de mis momentos vitales le llegaría a la suela de los zapatos. En los últimos años, y ahora que ha muerto, me doy cuenta de que lo que hizo mi padre conmigo y con todos mis hermanos durante toda su vida no fue pretender que fuéramos como él, sino que se dedicó a educarnos, a darnos las herramientas, el cariño, el afecto y el calor para hacer lo que cada uno debiéramos. Ese verso en que digo «te estoy acumulando» está dentro de un poema escrito justo después de enterrar a mi padre. Me surge la necesidad de acumular todo cuanto yo había vivido con mi padre. Porque, al morir mi padre, perdí todo recuerdo. No me acordaba de nada, salvo de su última semana de vida. Y, tras el entierro, empiezo a desvelar mi propio recuerdo y me entra esa ansiedad por acumular cuanto he vivido con mi padre.

Al morir mi padre, perdí todo recuerdo. No me acordaba de nada, salvo de su última semana de vida

–En este libro hay momentos de dolor, pena, desasosiego, pero mi impresión es que hay más de admiración y cercanía. ¿Es una impresión distorsionada, una lectura errónea?

–No, no. Es correcta. Es un libro muy doloroso, pero no hay un intento de emplear la poesía para regodearme en el dolor; ni siquiera para buscar un consuelo que la poesía no puede dar. Sí hay un acompañamiento de la poesía a un proceso personal; primero, de asimilación del duelo, y luego de asimilación de la propia figura del padre.

–En otro verso del libro leemos: «Ahora soy tu muerte y el presagio de la mía».

–El pórtico a la madurez es la asunción de la propia muerte. Hay dos pasos definitivos a la madurez. Uno es pagar impuestos [bromea]. Y el segundo –y ya hablando en serio– asumir que uno va a morir y que, por tanto, tiene que hacer algo con su vida. Y la muerte del padre es especial, porque un padre, aun cuando uno tenga la vida hecha, siempre es una red. Tengo que añadir que mi padre era un firme defensor del derecho de los hijos a fracasar. Pero al perder esa red es cuando te asomas al abismo de tu propia mortalidad. Sin que se pierda la profundidad y dolor de la muerte, se puede vivir de manera esperanzada, que es otro de los regalos que me dio mi padre. Tengo claro que he de morir algún día, y querría morir como murió mi padre.

La poesía puede acompañar, pero no puede ofrecer un consuelo profundo, porque este sólo lo concede la esperanza

–A largo del libro apenas hay referencias puntuales a la fe o la vida posterior a la muerte. ¿Tiene que ver con que no es un libro de consolatio, sino centrado en el padre y el proceso del duelo?

–Sí, sí. Y es deliberado. Porque hay una cosa terrible e inútil, que es pedirle a la poesía o a la creación artística algo que no puede hacer nunca. La poesía puede acompañar, puede ayudar a comprender, puede ayudar a clarificar, pero no puede ofrecer un consuelo profundo, porque el consuelo profundo sólo lo concede la esperanza. La esperanza sólo es posible declinarla teniendo la vida posterior como referencia. Es, básicamente, creer que hay vida después de la muerte. Pero la esperanza, en el caso del libro, se formula no desde la consolación, sino desde la reorganización vital, el rearme de la estructura de mi propia vida. Eso sí, en mi caso, la esperanza está intermediada por la fe.

–En la «Nota final» de este poemario, junto con los agradecimientos, señala: «Han pasado cinco años desde mi última entrega poética y algo más de tres años sin que escribiera un solo verso; tuvo que morir mi padre para que volviera a hacerlos». ¿En qué ha cambiado este acontecimiento su modo de entender la poesía?

–Bueno, ha cambiado mi modo de entenderlo todo, el orden de prioridades. Ha cambiado todo porque es un acontecimiento, no es una cosa que sucede. Yo nunca he dejado de leer poesía. Soy un escritor lento de poemas, bastante obsesivo, tardo mucho, les doy muchas vueltas a los poemas. Me hago esquemas, y escribo de memoria y andando. No escribo con borradores, sino andando. Rehago mucho, corrijo a veces hasta cargarme poemas que eran buenos en origen. Pero sí ha cambiado. En mi anterior libro ya había contado lo que consideré que tenía que contar, y no me quedaba más. Y de repente, al morir mi padre, redescubro los años anteriores, los años que van desde mi último libro hasta este, y veo que tenía cosas que contar. De modo que vuelvo a escribir, aunque en este libro sólo incluyo unos poemas concretos. Este acontecimiento me ha forzado para volver a lo que para mí era natural, que era la mirada poética.

Uno de los grandes regalos que puede hacer un padre o una madre es dar y ser un sitio al que volver

–¿Es el amor la verdad que nos lleva a hablar de verdad, y ese modo de hablar de verdad sería la poesía?

–La poesía no admite la mentira. Un buen poema nunca puede ser mentira; puede ser ficción, no mentira. En el poema no cabe la mentira, si bien tampoco es un artefacto que un señor crea para buscar la verdad. Eso es cosa de filósofos, no de poetas. Sin embargo, es un campo en el que uno descubre dimensiones nuevas de las palabras. La poesía sirve para descubrir algo más en palabras que creíamos que tenían un significado único o limitado, y mediante el significado de las palabras, la realidad propia. Porque nosotros estamos hechos de palabras. Pensamos con palabras. Amamos con palabras, sufrimos con palabras, rezamos con palabras, nos enfadamos, odiamos con palabras. Sin el idioma, no somos nada. Sin la capacidad de articular la palabra, no somos nada. Según redescubres el propio idioma y la propia palabra, descubres la realidad, amplías las dimensiones, que es algo que a los filósofos les toca mucho las narices, porque los filósofos viven con categorías y el poeta no. Y un poeta sin matices es un barco sin vela.

–¿También se trata de ampliar los significados?

–Sí. Dotar a las palabras de significados me parece una enorme genialidad. En el poema que abre este libro se emplea la palabra «nación», que en el lenguaje habitual, en términos políticos, históricos, tiene una connotación evidente. Pero los muertos son una nación, nuestros muertos conforman una nación. Hay una nación que no es terrena, que tampoco es supraterrena, en la que estamos todos juntos, que es la memoria, que es el recuerdo, que es el amor y que son cosas muy sencillas. Por ejemplo, voy caminando por Sevilla y paseo junto al bar al lado del cual pasábamos andando mi padre y yo. Él todos los años me decía: «En este bar desayunaba Juan Belmonte». Pues bien, cada vez que paso por ahí, me sigo acordando. Y cuando llevo a algún amigo a Sevilla, le digo lo mismo que mi padre me decía a mí: «En este bar desayunaba Juan Belmonte».

Estamos hechos de palabras, amamos con palabras, sufrimos con palabras, rezamos con palabras, odiamos con palabras

–¿Otra herencia de su padre es la afición taurina?

–Sí, y hay un buen número de poemas taurinos que no he incluido en este libro, pero que están escritos tirando de ese hilo. Ahora que estamos en Feria de San Isidro, no hay tarde que me siente a ver los toros que no me acuerde de mi padre. Lo echo mucho de menos. Desde que murió, tengo la sensación de no hacer otra cosa que echarle de menos. Porque pienso en el comentario que haría mi padre a cada lance de la faena. No concibo ver los toros solo. Y, cuando llevo a amigos a los toros, me encuentro diciendo exactamente las mismas frases con las que mi padre me enseñó a ver los toros. Eso es una nación, una tradición particular que se transmite, que conlleva una forma de entender la vida, unos valores con los que uno se conduce en la vida.