Fundado en 1910

«El aristócrata de espíritu se reconoce hijo»Unsplash

O hidalgos o egodalgos

Presumimos y asumimos de nuestros mayores sus virtudes, su legado cultural, sus biografías y sus ejemplos

Me ha pasado ya varias veces. Si, contra el creciente hundimiento, hablo de la nobleza de espíritu, mis interlocutores entienden a la primera su perentoria necesidad: política, comunitaria, moral, personal, intelectual… Por el lado del problema, no hay problema. Lo difícil es la solución. ¿No sonará –me advierten– demasiado aristocratizante o snob tanta defensa desvergonzada de la nobleza? Siendo una llamada que tiene uno de sus lemas en el aforismo de S. J. Lec: «Urge popularizar el elitismo», y que blande como dos de sus grandes valedores a JRJ y su «aristocracia de intemperie» y a Albert Camus y su proyecto de escribir un urgente «tratado de la aristocracia cotidiana», yo diría que no.

Pero si se lo sigue pareciendo a algunos, no importa. Frente al problema de una sociedad sin espinazo moral se han presentado una batería de soluciones y cada cual puede escoger la que le parezca más afín con su carácter. La ejemplaridad que propone Javier Gomá, o las reglas para la vida de Jordan B. Peterson, o el Hazte como eres de Jorge Freire, entre tantas otras. Y tampoco habría que escoger: todas hacen falta.

Al viejo ideal de la aristocracia de espíritu yo le veo, sin embargo, seis o siete ventajas específicas, empezando, precisamente, por su provocación, y siguiendo por su antigüedad, que se remonta como mínimo a Sócrates. Otra de sus principales aportaciones resulta de poner el acento en el ámbito familiar, hoy tan devaluado e indefenso. Que la meritocracia es tan imprescindible como peligrosa ya nos lo han explicado. La conciencia de ser herederos desactiva su lado más orgulloso y lo cambia por una virtud tan necesaria como el agradecimiento. Mientras que el meritócrata se considera hijo de sus obras y hecho a sí mismo (un «egodalgo», diríamos), el aristócrata de espíritu se reconoce hijo. Primero, de unos padres; a través de ellos, de toda una tradición cultural. Renuncia a ser un menesteroso cultural, ese tipo humano cada día más extendido en Occidente, como denunció Bellamy en su ensayo titulado, precisamente, Los desheredados. El heredero es, etimológicamente, un hidalgo.

Queda un escollo. Alguien puede considerar que sin bisabuelos ilustres no puede arrogarse la condición de hidalgo. Error. Obsérvese que la preciosa palabra española habla de «hijo», que lo somos todos, y de serlo de «algo», con un evidente retintín menor, casi irónico, si se lee textualmente. La clave está en asumir la condición de heredero con sus gozosas obligaciones de emulación y asombro.

El ejemplo más imperioso nos lo da un emperador. Marco Aurelio empieza sus Pensamientos con la exposición de su orgullosa genealogía, pero en ella los títulos heredados de sus mayores son virtudes concretas: «De mi abuelo Vero heredé un carácter afable y poco dado a la cólera. De mi padre, la modestia y la hombría, que son las virtudes que mejor recuerdo de él. De mi madre, en cambio, heredé la religiosidad, la generosidad y una tendencia a no obrar mal, a ni siquiera pensar mal; y también a llevar una vida frugal y poco apegada a las riquezas. De mi bisabuelo heredé la costumbre de no discutir en público y de frecuentar los mejores maestros, consciente de que en tales asuntos no conviene reparar en gastos». Todos podemos repasar así nuestra ascendencia, digna de un emperador, y detectar qué bondades familiares queremos heredar. Marco Aurelio no se paraba a repasar títulos o propiedades. Aunque no tienen nada de malo, por otra parte, no son lo prioritario en la nobleza de espíritu. Presumimos y asumimos de nuestros mayores sus virtudes, su legado cultural, sus biografías y sus ejemplos. Somos hidalgos.