En torno a las razas, el racismo y la Tradición católica
‘El discurso de la sangre’ de la España imperial o el de la Europa del siglo XVI es una narrativa política en torno a la ‘casta’, no la ‘raza’
Estos días pasados se ha producido una polémica exacerbada en nuestro país y en la mitad del globo en torno al racismo que habría sufrido el jugador del Real Madrid, Vinicius Jr. En las redes sociales, como no podía ser de otro modo, este debate ha tenido especial virulencia. En una de estas redes, Twitter, me posicioné como historiador de las ideas tratando de explicar que no había ‘racismo’ ni en la mentalidad tradicional española, ni en la Hispanidad, ni tampoco en la civilización europea premoderna. Más allá de los numerosos ataques recibidos en esa red social a raíz de ese tuit, tanto por los odiadores de España como por los defensores de ese oxímoron que es una España racista, algunos, no fueron pocos, limitaron su réplica a tuitear un famoso cuadro, el que representa las castas de la América virreinal española, con todas las posibles combinaciones étnicas: criollo, mestizo, zambo, mulato…
En ese momento caí en la cuenta de que una red social no es el lugar más adecuado para explicar, desde el punto de vista de la historia de las ideas, qué es y no es el ‘racismo’ con los matices y prolijidad necesarios. Y el resultado es este artículo, donde espero poder argumentar de forma convincente que, a pesar de las apariencias, el racismo es una idea muy reciente y que no es una categoría aplicable a las sociedades tradicionales anteriores a las revoluciones liberales.
Por supuesto, todo parte del equívoco en torno a la palabra ‘raza’. Este equívoco uno se lo encuentra incluso en muchas traducciones del Evangelio para palabras griegas como ethnos o genos, o el latín gens que no tienen nada que ver con la raza biológica. Tomemos, por ejemplo, la famosa expresión, ‘raza de víboras (o serpientes)’. En el pasaje de la Vulgata se dice en latín serpentes genimina (gr. ὄφεις γεννήματα). Aquí traducir por ‘raza’ es un recurso literario, más exacto sería decir ‘Linaje de víboras’. Luego hay que estar muy alertas con los anacronismos de las traducciones.
De hecho, no existía la palabra ‘raza’ antes del siglo XV, momento en que llega a la lengua francesa. Significativamente, la palabra francesa (de donde la toman prestada el resto de lenguas europeas), procedía del ámbito de la cinegética y la cría de animales. Era una palabra reservada hasta ese momento a las razas de perros y caballos, un uso que todavía se mantiene. Su extrapolación al ser humano, debido a la enorme influencia del biologismo aristotélico, fue, a mi juicio, un primer indicio de cierta animalización de lo humano en perjuicio de la anterior hegemonía indiscutible de los criterios sobrenaturales.
Con todo, el concepto de ‘raza’ de la Edad Moderna tampoco era igual al del siglo XIX, cuando el cientifismo, el darwinismo, el eugenismo y la biopolítica lo alteraron. A pesar del nazismo, todavía hoy día el concepto de ‘raza’ sigue operativo en la percepción popular, sobre todo en los Estados Unidos, a pesar de que el concepto de razas humanas no es científico, sino ideológico. Por ejemplo, la ‘raza blanca’ es un invento ideológico, ningún antropólogo o etnólogo serio lo considera un término científico.
Por otro lado, las políticas raciales están ligadas a fenómenos contemporáneos tales como la biopolítica y la ingeniería social. La biopolítica hace su entrada en escena en Europa con la monarquía absoluta en los siglos XVII-XVIII. En cuanto a la ingeniería social, esta no aparece hasta la Revolución Francesa. Luego atribuir a los Reyes Católicos o a los Austrias Mayores una biopolítica o ingeniería social racista no deja de ser un tremendo anacronismo.
Salvo algunas excepciones, como, por ejemplo, Rodrigo De Zayas (Les Morisques et le racisme d’État, La Différence, 1992), la mayor parte de los especialistas coinciden en que la monarquía autoritaria y la absoluta no practicaron el ‘racismo de Estado’. Lo que se practicaba era, si queremos hablar con rigor, una política de castas (‘casticismo’), que tenía un fundamento religioso, estamental, genealógico y de linaje (nunca de raza biológica). Mutatis mutandis, esta política de castas del Antiguo Régimen era similar, salvo en lo tocante al intervencionismo del Estado absolutista, a la practicada por el Islam y la Cristiandad medievales, con su segregación social y espacial en castas de base religiosa (que no étnica ni, por supuesto, racial).
Ciertamente, las infames leyes de limpieza de sangre que se universalizaron en la Monarquía Hispánica a partir de mediados del siglo XVI parecen contradecir esta afirmación. Comencemos por precisar que estas leyes rompieron con mil quinientos años de tradición cristiana, pues negaron la eficacia salvífica del sacramento del bautismo, que, en San Pablo, los Padres y Santo Tomás, era la consideración que primaba sobre cualquier otra. La Cristiandad de la Antigüedad Tardía y la Edad Media era el cuerpo político de los bautizados. Sin lugar a ninguna otra consideración. Esto no comenzó a cambiar hasta finales del siglo XV con las leyes de limpieza de sangre.
Ahora bien, conviene precisar algo: aquellos autores y autoridades, como Alfonso de la Espina en su Fortalitium Fidei (1458) o el Arzobispo de Toledo Juan Martínez Silíceo, que impusieron la mentalidad y las leyes de limpieza de sangre, con la idea de mancha de sangre imborrable, negaron la base de la res publica christiana medieval: esto es, que la gracia del bautismo es más poderosa que cualquier otro factor, no solo en el orden sobrenatural sino en el orden político. Fue por ello por lo que San Ignacio de Loyola se opuso siempre a las leyes de limpieza de sangre y su sucesor como General de la Compañía de Jesús, Diego Laínez, procedió de una familia de judeoconversos. Fue una batalla perdida por los Jesuitas, pero el hecho es que la dieron.
Para entender la lógica sobrenatural bautismal de la res publica christiana anterior a las leyes de limpieza de sangre la referencia obligada es la obra del historiador austríaco Walter Ullmann (Historia del pensamiento político en la Edad Media, Ariel, 1984). Este autor explica cómo la concepción paulino-agustiniana de la comunidad política medieval solo aceptaba el criterio del ‘hombre nuevo’ limpiado por el bautismo de cualquier tipo de ‘mancha’ anterior. «No hay judío ni gentil», dice San Pablo. Por eso, el judeoconverso bautizado en el Medievo no tenía trabas sociales: hay ejemplos de pontífices (Anacleto II, nieto de un banquero judío), obispos (la dinastía judeoconversa episcopal de los Santa María, iniciada por la espectacular conversión del Rabino Mayor de Burgos), inquisidores (Torquemada) y aristócratas de sangre judía en gran cantidad y en toda Europa.
Cabe aquí añadir que esto también se aplicaba a los negros. El hecho de que, en la Alemania de los Otónidas, en el siglo X, comenzara a retratarse en el arte y la literatura a Baltasar como un monarca negro (anteriormente era representado como lo que era, un astrónomo persa), o que en esa misma época se proclamara Santo Protector del Reich a un santo negro, San Mauricio (representado invariablemente como un negro africano), resulta muy indicativo de que no había prejuicio racial más poderoso que la idea fundante del cuerpo místico de bautizados.
Resulta significativo a este respecto que otro de los factores que jugaron un papel clave en los orígenes de la mentalidad racial y el racismo fuera la ‘racialización’ de la esclavitud en la Edad Moderna. En efecto, los millones de africanos víctimas del tráfico negrero entre el siglo XVI y el XIX fueron un factor decisivo en el hecho de que el negro y el esclavo fueran vistos como una y la misma realidad, contribuyendo al desprecio en el Nuevo Mundo por las gentes de color. Anteriormente, en la época clásica y medieval, el esclavo podía pertenecer a cualquier etnia, siendo indistinguible físicamente del dueño. Un dato llamativo en este sentido lo encontramos en el hecho de que la palabra actual para esclavo proceda de los eslavos (esclavus), una etnia europea cuyo nombre sustituyó a la palabra servus, que era como se denominaba a los esclavos en latín clásico. El color de la piel de los eslavos no tuvo nada que ver en su caracterización como esclavos. Lo decisivo aquí fue paganismo inicial. Del mismo modo, cabe mencionar las bulas de varios pontífices de finales del XV y comienzos del XVI dirigidas a los traficantes negreros, insistiendo en que a un africano bautizado no se lo podía esclavizar. Bulas que fueron sistemáticamente ignoradas por los portugueses.
Con todo y con ello, a pesar de que esta mentalidad de la limpieza de sangre supuso una ruptura con la tradición cristiana anterior, sin embargo, hay que insistir de nuevo en que ‘el discurso de la sangre’ de la España imperial o el de la Europa del siglo XVI, es una narrativa política en torno a la ‘casta’, no la ‘raza’. Cuando usan la palabra ‘raza’, en los siglos XVI y XVI, ésta todavía tiene un sentido de ‘linaje’ o ‘estirpe’, no de raza biológica.
Pero hay una segunda consideración, más allá de la cuestión de la ‘raza’. La cuestión de cómo la sociedad estamental y su sistema de castas excluía el racismo de Estado por su propia esencia corporativa y holística. Para que haya racismo de Estado tiene que haber una sociedad de individuos, una sociedad hija de la Revolución Francesa, por eso la biopolítica racial no hará su aparición hasta el siglo XIX, primero en las colonias de ultramar, luego en el continente europeo.
Esta conexión entre individualismo y racismo la ha explicado mejor que nadie Louis Dumont en sus muy recomendables Ensayos sobre el individualismo (Alianza, 1987). Démosle la palabra al antropólogo francés: «Es la lucha de todos contra todos - y por lo tanto el individualismo - la que está en el origen de la raza, y no a la inversa (…) Una representación muy difundida del sentido común individualista moderno, la ‘lucha de todos contra todos’, obligó a Hitler a considerar la raza como el único fundamento válido de la comunidad global y, en general, como la única causa de la historia. El racismo resulta aquí de la disgregación de la representación holista por el individualismo» (pp. 182-83).
En definitiva, Dumont argumenta que los orígenes del racismo europeo hay que buscarlos en la crisis de la representación holista y jerárquica de los tres estamentos del Antiguo Régimen, con su organización corporativa de la sociedad por encima de las características étnicas de cada individuo (p. 186). En consecuencia, a nuestro juicio cabe concluir que una premisa básica para que comenzara la discriminación racial y el racismo fue el fin de las anteriores discriminaciones/privilegios: las del estamento y las de la casta.