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Marcello Mastroianni en 'La Notte' (1961) de Michelangelo AntonioniGTRES

Mastroianni recuerda, y nosotros el mejor cine con él

Sí, ya me acuerdo, las memorias dictadas poco antes de morir por el actor italiano, el protagonista de grandes éxitos del cine como La Dolce Vita o Matrimonio a la italiana, ven la luz en español

El rodaje de La Dolce Vita debió haber sido una gran fiesta, tanto o más interesante que las que se reflejan en la obra maestra de Federico Fellini. «Los mejores seis meses de mi vida de hombre», reconoció su protagonista, Marcello Mastroianni. Cuando se apagaba el motor de la cámara ocurría lo verdaderamente relevante. Como aquella ocasión en la que tras una eterna noche de copas, el director le pidió a su su álter ego (hasta en cinco de sus obras maestras) que lo acompañara al aeropuerto, en las afueras de Roma. Aún los periódicos no habían llegado a los quioscos, y allí se encontraban los dos hombres, consagrados al ejercicio de «una verdadera y hermosa amistad basada en una desconfianza total y recíproca», como la describió el propio realizador. Fellini estaba empeñado en dar una vuelta por la Ciudad Eterna en el helicóptero que sale en una de las escenas de la película, cuando transportan una estatua de Cristo por el aire. Tuvieron que sacar de su cama al piloto del aparato, encantado de complacer a una gran personalidad del espectáculo, y allí se fueron los tres a sobrevolar las terrazas romanas con un objetivo primordial: apreciar en todo su esplendor los cuerpos dorados al sol de las chicas recién levantadas, alguna incluso íntima amiga del actor.

Sostengo que este oficio está hecho para divertirseMarcello Mastroianni

«Sostengo que este oficio está hecho para divertirse», afirma Marcello Mastroianni (1924-1996) en Sí, ya me acuerdo, una suerte de autobiografía que estos días acaba de editarse en español (Plataforma Editorial). Como aquella ocasión en la que Lawrence Olivier le echó la bronca a Dustin Hoffmann cuando su joven colega apareció demacrado en el rodaje de Marathon Man, tras una intensa noche de carreras y bailes, sin dormir, para dar mayor realismo a su personaje en una escena en la que debía salir exhausto («creí que se trataba de actuar», le lanzó a modo de dardo el príncipe del los actores británicos), Mastroianni tampoco le concedía gran credibilidad al «Método». Eso se lo dejaba a Brando, Pacino, Day-Lewis y otros intensos de manual.

Si consideramos este oficio un juego, ¿a qué viene ese tormento, ese sufrimiento?Marcello Mastroianni

El protagonista de El demonio de los celos representaba la antítesis de esos intérpretes que necesitan largarse al Tíbet para meditar antes de sumergirse en la piel de un nuevo personaje, cuando no se pasan un año despiezando bueyes en algún remoto almacén para luego ponerle rostro a un carnicero. «Si consideramos este oficio un juego, y nos acordamos de cómo jugábamos de niños a policías y ladrones… ¿A qué viene ese tormento, ese sufrimiento?», se preguntaba. En realidad, el mito sobre «los padecimientos del actor» sería una estratagema elaborada para burlar al público y la crítica. «Porque si uno lo suelta así, a la brava, y dice que dedicarse a este oficio es divertido, te toman por el pito del sereno. En cambio, si dice: ‘He tenido que estudiar seis meses…’»

¿Y qué decir de esos actores que se llevan el trabajo con ellos, después de una función o rodaje? «Cuando llegas a casa por la noche, ¿qué haces? ¿Sigues con esto? ¿Y tu mujer no te escupe en la cara? ¿Qué haces, sentarte a la mesa y seguir haciendo lo que atormenta al personaje? Sinceramente, me parece un poco excesivo», sostiene Mastroianni para luego rematar: «Este oficio es maravilloso: te pagan por jugar. Y todos te aplauden. Si tienes un mínimo de calidad, claro. ¿Que más se puede pedir?».

El cine te lleva a donde ninguna agencia de viajes te aconsejaría irMarcello Mastroianni

En realidad, las casi doscientas películas que llegó a rodar hasta su desaparición, en 1996, con setenta y dos años, pueden entenderse, más que para dar salida a una imperiosa necesidad de expresión artística, casi como un pretexto para aplacar a una naturaleza inquieta, ávida de experiencias vedadas al hombre común, «ver y hacer cosas que ni siquiera le están permitidas al Presidente de la República». Como la vez en que rodando en el castillo donde había nacido Churchill se apoderó de su cama, protegida por un cordón rojo indicativo de la prohibición de tocarla, solo por darse el gusto de dormir, durante un par de días, en el lecho que había sido del gran líder político británico.

Cubierta de 'Sí, ya me acuerdo' (2023), las memorias de Marcello MastroianniPlataforma Editorial

«El cine te lleva a donde ninguna agencia de viajes te aconsejaría ir». Para Mastroianni, al que no le avergonzaba declarar que no poseía «una gran riqueza espiritual, cultural», su gran museo, espacios que aborrecía, era ese lugar al que el séptimo arte le transportaba, una suerte de refugio contra los fracasos, el tedio o la crueldad. De niño había sido el sitio donde se podía soñar con todas aquellas reinas inalcanzables, Dietrich o Garbo, o emocionarse hasta el llanto persiguiendo las sombras que Fred Astaire y Ginger Rogers dibujaban sobre la sábana de plata, mientras devoraba el bocadillo de la merienda. Luego, tras una breve transición, las películas se convirtieron en su particular santuario. Comparaba su universo prefabricado al hilo de la imaginación con el interior de un huevo en el que permanecer temporalmente resguardado frente a todo mal. «Vivir en una fortaleza inaccesible mientras fuera se matan, lanzan bombas y violan es un gran privilegio, especialmente en el mundo de hoy. Dentro de esas cuatro paredes nosotros seguimos contando fábulas, unas veces sentimentales, otras incluso trágicas, pero en cualquier caso historias inventadas».

Yo he hecho carrera trabajando en mi oficio, no haciendo de pisaverdeMarcello Mastroianni

La leyenda de Mastroianni, la máscara del «latin lover» que lo torturaba («yo he hecho carrera trabajando en mi oficio, no haciendo de pisaverde»), aunque llegara a procurarle el favor de señoras tan estupendas como Catherine Deneuve, no se forjó de un día para otro en las marquesinas de las salas cinematográficas. Su ascensión se coció a fuego lento, a partir de aquellas primeras obras teatrales en las que intervino para matar el tiempo de su adolescencia en la parroquia del barrio, seguidas de unos años en las aulas universitarias. Al final de aquel trayecto formativo, llegaría a protagonizar montajes de su adorado Chéjov («me gusta ese pequeño mundo humilde, poblado de personajes perdedores, pero llenos de sueños, ilusiones») o Tennessee Williams, Goldoni y Arthur Miller, tras la primera oportunidad importante que le concedió Luchino Visconti para trabajar en Un tranvía llamado deseo.

A Mastroianni le gustaba, sobre todo, competir con Fellini a la hora de exhibir coche nuevo

El perfeccionista, exigente y disciplinado Visconti, de acuerdo con el retrato del propio actor, algo interesante debió ver en él, pues cuando años más tarde rodó Noches Blancas lo contrató, y ese fue su pasaporte para dejar a un lado los personajes de taxista de sus primeras comedias. Desde entonces, con cierta asiduidad, también supo encarnar como casi nadie otro tipo con el que se le identifica, ese modelo que Tom Ford emularía más tarde en «Un hombre soltero» a través de Colin Firth, la sutil encarnación de una cierta masculinidad ambigua, sofisticada y frágil, animada de una íntima melancolía teñida de ansiedad, propia de los tiempos modernos. Lo cual resulta evidente en papeles como los que le regalaron sus amigos Fellini (Ocho y medio), Ettore Scola (Una jornada particular) o Marco Ferreri (No tocar a la mujer blanca), tres grandes maestros del cine italiano como su también admirado Vittorio de Sica, que igual que él también hizo filmes en los que no creía porque a veces había deudas que pagar: en el caso del director de Matrimonio a la italiana («¡qué hombre tan ingenioso! ¡Qué maestro!») mayormente en los casinos; a Mastroianni le gustaba, sobre todo, competir con Fellini a la hora de exhibir coche nuevo («¿se puede ser más cretino?», afirmaba al final de su vida sobre esta pequeña «flaqueza»).

La ilusión de ser cada vez distinto (…) no es más que una simple ilusión, porque más de la mitad de su personalidad es siempre visibleMarcello Mastroianni

Posiblemente haya habido tantos Mastroiannis como los personajes que interpretó a lo largo de una carrera infinita, bendecida por el mayor de los éxitos, antes de que el cine se hubiese transformado en «una cosa para hombres pequeños, para películas pequeñas»: alcanzar destellos de felicidad haciendo aquello que más le satisfacía. Su afortunada vida, como el mismo relató, era casi más lo reflejado en la gran pantalla que aquello que llegó a ocurrirle a veces, en los breves momentos, entre rodaje y rodaje, en los que permanecía alejado de los platós, de su oficina principal, Cinecittà.

El piloto ávido de placeres sensuales de La gran comilona, el hombre torturado por la imposibilidad de consumar su virilidad que retrata El bello Antonio o el artista reflexivo sobre su propia condición sin hallar respuestas para sus inquietudes existenciales a través de sus «Ocho y medio» filmes son, de algún modo, inseparables del propio hombre que los encarnó. Por más que su oficio consistiera en contar fábulas «sin verse nunca implicado verdaderamente en ellas», al final, como él mismo reconocía refiriéndose a la tarea del intérprete: «La ilusión de ser cada vez distinto (…) no es más que una simple ilusión, porque más de la mitad de su personalidad, de su naturaleza permanece siempre, es siempre visible».