El Debate de las Ideas
El boom de la inteligencia artificial
Los economistas y sociólogos han llamado «cuarta revolución industrial» a este proceso: máquinas gobernadas por computadoras nos van desplazando del mercado laboral
Para los avisados y curiosos esto de la Inteligencia Artificial arranca de muy atrás. Por los años cincuenta del siglo pasado un grupo de gurús en la materia planeó todo lo que con el tiempo hemos conocido. Algunos precursores ya habían decretado el ABC de lo que más tarde otros desarrollarían hasta agotar el alfabeto. Sobre algunos de ellos, como Alan Turing o John von Neumann, se han relatado historias (verídicas en proporción variable) acerca de su aptitud, gracias a una incipiente IA, para desencriptar los mensajes de la armada alemana o vencer los obstáculos que impedían fabricar armas atómicas. Son los mitos fundacionales de un movimiento que con el tiempo permitió a uno de sus representantes, Marvin Minsky, anunciar a bombo y platillo que los robots iban a heredar en un plazo no muy lejano la Tierra. ¿Qué robots? Los concebidos por nuestra declinante especie con ayuda de la IA y dotados ellos mismos de una inteligencia años luz más avanzada que la nuestra.
A pesar de todos los pesares, el pueblo soberano apenas se dio por aludido hasta que una de aquellas maquinitas fue capaz de vencer al campeón mundial de ajedrez, hazaña repetida más tarde por otras hermanas suyas en competencias aún más sofisticadas. El escándalo que aquello produjo no deja de sorprender, porque para las necesidades de la existencia es mucho más importante aprender a sumar que saber dar un jaque mate. Sin embargo, desde que aparecieron los primeros ábacos, sabemos que realizan la adición aritmética con mayor rapidez y eficacia que un avezado contable. ¿Por qué asombrarse de que también haya artefactos que muevan alfiles, torres y caballos con más destreza que los hijos de Eva? Poca duda cabe de que la derrota de su paladín ha supuesto un serio revés para los profesionales del juego en cuestión. Pero al común de los mortales, ¿qué le va en ello? En su momento también supuso una grave contrariedad para los prácticos en el arte de tejer descubrir que su actividad era susceptible de automatización. No obstante, desde entonces la humanidad pudo vestir dignamente a bajo coste.
Disgustos como los comentados se explican por el —sólo a primera vista— antipático hallazgo de que no son tan inasequibles tareas antaño juzgadas dificultosas, y que de hecho siguen siéndolo, aunque sólo para nosotros cuando las abordamos a cuerpo limpio. El mentado Minsky llamó «racista» al periodista que se atrevió a cuestionar la dignidad de los aparatos más avanzados, y algo de eso hay, porque en efecto nos molesta sobremanera que tales artefactos efectúen sin aparente fatiga tareas que a los homínidos exigen sangre, sudor y lágrimas. No obstante, ya deberíamos estar acostumbrados, porque nuestro destino siempre ha sido salir adelante endosando la parte más penosa del trabajo a los frutos de nuestra creatividad, costumbre inalterada desde que acertamos a tallar las primeras hachas de piedra. En la lucha por la vida hemos triunfado a pesar de nuestros débiles músculos, miopes miradas, deficiente audición, etc., gracias a que nos hemos aliado con los productos de un ingenio que, a fin de cuentas, resulta que tampoco era tan inimitable.
El sorprendente progreso de la inteligencia artificial ha invadido todos los aspectos de la vida social y también de la personal, de suerte que amenaza con no dejar piedra sin remover. Los economistas y sociólogos han llamado «cuarta revolución industrial» a este proceso, que no es sino un encono de la tercera: máquinas gobernadas por computadoras nos van desplazando del mercado laboral, puesto que cada vez hay menos cosas que no logren hacer mejor y más barato. Nuestras pecadoras manos lastran en cambio todos los cometidos en que intervienen. Se explica que los transhumanistas clamen para que discretamente hagamos mutis por el foro, dejando el planeta en poder de los algoritmos y jubilando la especie del homo [presuntamente] sapiens de una vez por todas. Nick Bostrom, en su libro sobre Superinteligencia, explora la amenaza de que, si no lo hacemos de grado, tal vez tengamos que salir a la fuerza del escenario. Incluso una máquina programada para una tarea tan inofensiva como fabricar clips metálicos, podrá (y tal vez incluso querrá) quitarnos del medio si juzga con infalible diagnóstico que somos un estorbo para optimizar su producción: como estará conectada a internet y sabrá descifrar todos los códigos que permiten controlar los servicios públicos, los transportes e incluso el armamento, también podrá impunemente desencadenar el cataclismo final. Si tal fuera el caso, ¿por qué no nos apresuramos a quitar a las máquinas inteligentes el control que les hemos ido dando? La triste respuesta es que por desgracia ya no es factible: el mundo sólo puede seguir girando gracias a su imprescindible asistencia.
En definitiva: el sueño del progreso amenaza con convertirse en pesadilla. Pero después de todo, quizá no sea para tanto. Es posible que la sangre no llegue al río y nuestra existencia no esté tan comprometida. Con algo de suerte las criaturas de silicio seguirán siendo obedientes y consideradas; tan solo constituirán una amenaza creciente para nuestros deseos de trabajar. ¿Acaso es tan indeseable la perspectiva de una civilización del ocio y del dolce far niente? ¿Se nos pagarán en adelante sustanciosos salarios tan solo para consumir productos y viajar a destinos que ahora únicamente están al alcance de privilegiados? Lo dudo mucho. No hemos sido concebidos para ser única y exclusivamente entes lúdicos. Es probable que nuestra progenie quiera seguir fiel a la tradición del homo faber: el principal lujo y placer del porvenir será precisamente… el trabajo. La primera y más importante tarea consistirá precisamente en descubrir terrenos donde seamos superiores a cualquier máquina construida o por construir, dicho sea con toda consideración hacia ellas.
Como filósofo, la enseñanza que extraigo del boom de la IA es que la inteligencia es una facultad que ha sido sobrevalorada. No la inteligencia misma, por supuesto, sino la versión del concepto que lo descarga de todo lo que no se presta a programación informática e implementación robótica. Se trata de una inteligencia purgada de la dimensión sapiencial que antaño constituía su más preciado núcleo. Los ingenieros del Silicon Valley están tan obsesionados con la empresa de artificializar esta particular versión de la inteligencia, que para nada contemplan la posibilidad de hacer otro tanto con la libertad, la bondad o la sabiduría. Seguramente evitan comprometerse con un empeño semejante porque no son tontos y saben de sobra que un desafío así carecería por completo de viabilidad. Y ahí precisamente están los frentes donde los humanos deberíamos afanarnos, sin miedo alguno a ser suplantados por las dichosas maquinitas. Y en cuanto a las estrategias para solventar las tareas repetitivas y rutinarias, sigamos la inspiración de Unamuno y proclamemos sin temor: ¡Qué inventen ellas!