El 'Toro salvaje' de Scorsese y De Niro arremete contra el cine actual
La obra maestra de Martin Scorsese, emblema referencial del cine de los 80, regresa estos días a las pantallas con mejor calidad de imagen, como un inesperado regalo de primavera
Sobran los motivos, seguramente se tratará de algún aniversario. La cultura estos días parece haber quedado reducida al mero recuento de glorias pretéritas, puntuales efemérides que nos rescatan del compromiso de comentar una actualidad cada día más gris y uniforme: todo es un gran acontecimiento, hasta que el último fenómeno literario, artístico, musical o cinematográfico muestra sus cartas. Apreciado el enésimo engaño, volvemos al punto inicial, a la espera de esa gran obra que nos agite por dentro. Y no es que la oferta de lo que ahora se denomina «contenidos» haya menguado. Los estrenos de películas, sin ir más lejos, aunque de una relevancia a la par de estos tiempos vulgares, se mantienen obedientes a la cita semanal, quizá en menor medida que antes. Como algunos críticos venían predicando desde los tiempos de Los Soprano, lo que en su momento solían representar los filmes, se ha convertido en esas series, casi todas idénticas, que con similar periodicidad inundan la oferta televisiva.
Mascagni y la 'Cavalleria Rusticana'
Por eso no es mal asunto, sean cuales sean los motivos, que ahora se reestrene en las salas una de esas grandes obras que justifican una carrera como la de Martin Scorsese. Ha vuelto Raging Bull, aquí traducida como Toro salvaje. La copia se ha restaurado y mejorado el sonido, aunque esto último no me lo ha parecido. Mascagni suena a lata vieja, pero la emoción que el Intermedio de Cavalleria Rusticana añade a las imágenes se conserva intacto. Cierto que en la sala no había mucha gente, pero me llamó la atención que en una de las filas hubiese tres chicos que no superarían los quince años. Una noticia estimulante. Al final hasta me quedé con las ganas de preguntarles si les había gustado la peli, pero de pronto me imaginé en la comisaría de Las Rozas acusado de alguna forma de hostigamiento vinculado con instintos pedófilos y decidí obviar cualquier aproximación, aunque pudiera ampararme en la investigación periodística, que siempre ha dado mucho juego.
A pesar de haber sido estrenada en 1980 se rodó en glorioso blanco y negro
Quizá algún padre, nacido durante el «baby boom», o incluso abuelo, podría intentar sacarse de la manga el siguiente cambalache: un leve incremento de la paga semanal a cambio de hacerse acompañar de alguno de sus retoños adolescentes para ver juntos el filme, que a pesar de haber sido estrenado en 1980 se rodó en glorioso blanco y negro (que nadie se ofenda). Ya sabemos que la chiquillada de hoy siente una suerte de temor ancestral ante todo aquello que no se consuma rápido y en colorines. En realidad, la coima no sería necesaria, en circunstancias ideales debería bastar con el consejo paterno para animar a los jóvenes de la casa a dejar los videojuegos para salir y disfrutar de algo verdaderamente hermoso y, además, en su contexto natural, como si se tratara de observar las evoluciones de un león en sus recorridos por la sabana, en lugar de un zoo. Pero a veces un soborno a tiempo puede resultar recomendable, para reforzar el argumento.
Antes de volver a reencontrarme con una obra que por edad (soy un «boomer», pero no antediluviano) yo solo había logrado ver en alguna pantalla doméstica, más amplia que la tele, es verdad, pero menor en dimensiones que la de una sala con todas las de la ley, me sumergí otra vez en las Crónicas americanas de Pauline Kael, en edición francesa y con prólogo del que durante muchos años actuó como mandarín supremo del Festival de Cannes, Gilles Jacob. El libro lo adquirí, en su día, durante algún viaje parisino, porque en España no me consta que se haya publicado una obra de tanta enjundia, que reúne algunos de los ensayos que esta influyente crítica (la «maestra» de cine de Quentin Tarantino, pues se formó con sus escritos), dedicó a algunas de las obras más reveladoras del Séptimo Arte en las supremas páginas de The New Yorker. Recordaba vagamente que así como otra joya de Scorsese, Taxi Driver le había gustado mucho, Toro Salvaje se llevaba un buen mandoble de tan venerada señora.
Jake LaMotta
No me equivocaba. Para Kael, la biografía en imágenes del campeón mundial de los pesos medios, Jake LaMotta, tenía varios defectos insoslayables. En uno de los señalados, al menos, he estado de acuerdo al regresar ahora a ver la película. Es cierto que resulta difícil establecer una correspondencia entre las dos partes en las que se divide la vida del púgil. Si Scorsese, fiel con sus intenciones, presenta desde el inicio a LaMotta como un animal sin collar, un ser primitivo desprovisto de cualquier actitud reflexiva y guiado únicamente por una naturaleza violenta que le lleva a actuar en todo momento dirigido por sus instintos, resulta muy complicado imaginar a este zote, en el último tramo de su vida, reconvertido en un showman animador de salas de fiesta que, según consta en los anuncios de sus apariciones, tanto recita a Shakespeare como a Tennessee Williams.
Cuando el hombre, ya una caricatura de sí mismo, declama ante el espejo de su camerino las célebres líneas de Marlon Brando en La Ley del Silencio (aquel ya clásico «I could have been a contender…»), surgen dudas razonables. Desde luego, en el curso de una vida completa cualquiera puede llegar a experimentar las más insólitas redenciones, pero este aspecto particular, referido a LaMotta, chirría en el relato fílmico organizado por Scorsese. Nada hay en la presentación del personaje, ni durante su inmediato desarrollo, que nos conduzca a pensar que en el último y definitivo acto se alcance a verificar tal suerte de transformación. Jamás hasta entonces lo hemos visto cerca, si quiera, de un libro o preocupado de otra cosa que no fuese luchar por mantener el peso adecuado para sus combates, intercambiar gritos y algo más con sus esposas (guiado en el caso de la segunda por unos celos infantiles) y repartir estopa en los cuadriláteros. Ningún atisbo de cualquier inquietud de tipo intelectual o interés por el mundo del espectáculo, ni esbozo de simpatía personal. Ni siquiera podría afirmarse que leyese esos mismos periódicos que daban cuenta de sus hazañas deportivas en primera página.
El poderoso retrato que tanto el guionista principal, Paul Schrader, como el director, Scorsese, trazan del descenso al abismo de este hombre condenado
En cualquier caso, este punto negro, que bien podría atribuirse a la economía de medios que a menudo impone el hecho de contar una historia en imágenes (el nivel de detalle, el ritmo es muy distinto al literario), resulta algo irrelevante a la hora de juzgar el poderoso retrato que tanto el guionista principal, Paul Schrader, como el director, Scorsese, trazan del descenso al abismo de este hombre condenado desde el principio por la actuación incontrolada de sus propios demonios internos. Y cuya única vía de expiación se le ofrece en el solo lugar en el que es alguien, ese mismo cuadrilátero donde en ocasiones, cuando la culpa y el remordimiento le atormentan hasta límites insoportables, se entrega ritualmente al castigo de los golpes que le proporciona el adversario. En esos deliberados baños de sangre se verifica su particular calvario, una especie de misticismo que seguramente resultó uno de los principales atractivos de su historia para el propio director (y el guionista Schrader), siempre obsesionado con la religiosidad, hasta el punto de haber ingresado en el seminario durante su juventud.
Tan fuerte en el cuadrilátero como débil para la vida
Donde no puedo congeniar con Kael es en sus particulares apreciaciones sobre el sentido de «Toro salvaje» cuando sostiene que el filme representa una fantasía para ciertos hombres sobre «la pesadilla del macho», citándolo como uno de sus aspectos negativos. A la escritora le molesta, particularmente, que el personaje que interpreta la carnal Cathy Moriarty, un mujerón que en cualquier momento podría plantarle cara a su torturado esposo, tan fuerte en el cuadrilátero como débil para la vida, se mantenga casi hasta el final del trayecto junto a él, pese a los malos tratos y todo lo que comportan. Le parece inconcebible. Bueno, a cualquier espectador medianamente sensible la situación de la pareja puede plantearle seguramente las mismas dudas y reparos, pero ni Scorsese parece tomar partido en ningún caso por el hombre ni la actitud de la mujer, como tantas otras ayer (y aún hoy), puede servir no ya para para avalar el comportamiento de su cónyuge, sino incluso más allá, como justificación sobre la que erigir un cierto modelo de masculinidad desviada, de poderoso atractivo para algunos «machos reprimidos», según la idea que desliza Pauline Kael. Todo eso puede ser cierto, pero desde luego no parece que el moralista Scorsese avale con su filme un pensamiento semejante, esa no es desde luego su intención.
Aún apreciada hoy Toro salvaje es de esas películas que, con todas sus aristas, nos hacen interrogarnos sobre nuestras propias ideas y juicios, confrontándonos de un modo directo sobre esta y otras más de las cuestiones que interesan al espectador menos conformista. Es por tanto una gran obra viva, tan sugerente como hace cuatro décadas, que contrasta con la inanidad de gran parte de las propuestas que hoy pasan por originales y modernas, suscitando otra vez la cuestión eterna de si «todo pasado fue mejor», al menos en el cine. Más que nada, nos sigue deslumbrando por la honda cultura de su director, su capacidad de buscar referencias en otras películas señeras (no recordaba la escena que evoca la más célebre de La dama de Shanghai : así como Tarantino suele trazar inspiración en algunos autores del montón, Scorsese se mide con Orson Welles); su preciso sentido del pulso narrativo; la deslumbrante estética cinematográfica al servicio de la historia y esa capacidad para bucear en el interior de sus personajes simplemente a través de algo ya casi olvidado en el cine como el hondo poder de la mirada (magistral Joe Pesci). Del peso de De Niro (el gran actor de su generación), mejor hablamos otro día. Antes que él ya lo había hecho Maria Callas.