Fundado en 1910

DescivilizaciónEFE

El Debate de las Ideas

«Descivilización», el concepto de moda del que todos hablan

Una cosa es constatar el auge de la barbarie y otra muy diferente es tener la valentía de llegar hasta el fondo del análisis, detectar el origen de este proceso y actuar en consecuencia

Sucede con cierta regularidad: alguien acuña o populariza una expresión, un concepto que pretende describir algún fenómeno social y que cuaja y se incorpora al marco en el que pensamos. Desde «fin de la historia» a «invierno demográfico» pasando por «detransición». La última nos llega desde Francia y lleva el nombre de «descivilización».

Ha sido Emmanuel Macron quien la ha llevado a las primeras páginas al afirmar, en referencia al clima de violencia generalizada en que se halla sumida Francia que «Ninguna violencia es legítima, ni verbal ni contra las personas. Tenemos que trabajar a fondo para contrarrestar este proceso de descivilización». Las críticas no se han hecho esperar. ¿El motivo? Renaud Camus, el escritor que ya acuñó el concepto de «gran reemplazo» para describir la sustitución de la población autóctona europea por población no europea, publicó precisamente un libro en 2011 titulado Descivilización. Algo que desde la izquierda no perdonan a Macron, acusado de normalizar a un pensador de «extrema derecha».

Pero lo cierto es que el concepto es útil para describir determinados fenómenos que ya no pueden negarse por más tiempo. El hecho de ponerle la etiqueta de «extrema derecha» a algo para demonizarlo y sacarlo del debate público cada vez funciona menos y si hay que buscar un precedente a Camus bien podemos referirnos al sociólogo judío y alemán Norbert Elias que escribió, desde su exilio en Inglaterra en 1939, un libro titulado El proceso de la civilización en el que ya analizaba el fenómeno inverso, la descivilización. Una posibilidad muy real que viene a confirmar una de las convicciones en que se funda la mentalidad conservadora: la civilización es una conquista frágil y provisional, sedimentada durante siglos, pero que puede desmontarse en cuestión de días. De ahí la necesidad de cuidarla y preservarla con diligencia.

La realidad en Francia (y cada vez más también en nuestro país) es que se suceden las agresiones de baja intensidad, crece la delincuencia y el consumo de drogas, la pornografía se consume desde edades cada vez más tempranas, los espacios comunes se degradan y se evapora la educación más elemental. Aventurarse en el metro parisino en según qué momentos del día se ha convertido en una actividad de alto riesgo, sobre todo para las mujeres jóvenes, por no hablar de darse un paseo por las banlieues de las principales ciudades galas. Una tendencia que no es exclusiva de nuestros vecinos. Recientemente Gregorio Luri describía así su experiencia en un tren de cercanías a una hora un poco tardía: «Sin apenas darme cuenta me vi rodeado de jóvenes del área metropolitana de Barcelona que podían ser mis nietos… no creo que tuviesen más de 16 años. Sí, viajaba en el surrealista tren de las discotecas del Maresme. Aquellas criaturas rebozadas en maquillajes, llevaban, si eran chicos, ropas que parecían dos tallas más grandes que las que necesitaban y, si eran chicas, dos tallas más pequeñas. Sin ningún sentido del pudor, nada más subir al tren comenzaban a beber alcohol fuerte y barato, mientras comentaban a gritos quién llevaba «polvos mágicos» y «pastillas». Hablaban de sexo, de palizas y de celos y reían mucho, con una risa un poco falsa que intentaba aparentar que cada uno se lo pasaba mejor que los que estaban a su lado».

Los ejemplos son múltiples y las respuestas oficiales nos hablan de falta de medios (con más presupuesto en educación, en trabajadores sociales, en lo que sea, todo se arreglaría) o de casos puntuales exagerados y descontextualizados por quienes quieren sacar provecho electoral de ellos. Pero estas excusas cada vez son menos creíbles. Hay algo más en este fenómeno que está sucediendo ante nuestros ojos.

Elias, Camus y muchos otros insisten en advertirnos de lo costoso que es levantar una civilización. Una mirada a la evolución de las costumbres en Europa nos muestra el largo y arduo camino por el que el cristianismo fue suavizando los usos socialmente admitidos. Desde la lucha por erradicar la esclavitud a los esfuerzos por limitar la violencia en caso de guerra (paz y tregua medieval, distinción entre beligerantes y civiles, leyes de la guerra…) pasando por la erradicación de los duelos, la fe cristiana fue conformando una civilización que comportó una nueva manera de comportarse, de relacionarse y de establecer lo que está o no admitido socialmente.

Así, por la vía de la interiorización de las restricciones sociales, floreció nuestra civilización. Es, en definitiva, lo que ya vio y explico Donoso Cortés con su metáfora de los dos termómetros, el que mide la represión interior y el que lo hace con la represión exterior. A mayor represión interior, individual y religiosa, menor represión exterior, colectiva y política, y viceversa. Llevamos ya bastantes años rebajando cada vez más la represión interior y elevando la represión exterior, pero ahora vemos que, llegados a un cierto punto, ni siquiera la represión exterior es capaz de mantener el correcto funcionamiento social. Frente a la vulgar brutalidad (¿o era la brutal vulgaridad?) que se apodera de nuestras sociedades, nuestros gobiernos se muestran cada vez más impotentes. Aparecen entonces cuadros como los descritos anteriormente, una degradación acelerada de la vida en común protagonizada por la aparición de comportamientos violentos y vandálicos para los que el concepto de descivilización encaja como anillo al dedo.

En palabras de Eugénie Bastié, la descivilización en curso hoy en día se debe a una «relajación de todas las restricciones sociales como consecuencia de un individualismo hiperexacerbado, una liberación de todos los impulsos en nombre de la sacralización de las libertades individuales». Y concluye: «como ya no tenemos costumbres, nos dedicamos a hacer leyes. El mercado y la ley ocupan el lugar de los hábitos y las costumbres. Y una sociedad que se ha dado como único objetivo la deconstrucción contempla, consternada, su desintegración».

Quien también se ha sumado al debate en Francia ha sido Mons. Matthieu Rougé, obispo de Nanterre, quien ha afirmado que es incoherente tratar de combatir el proceso de descivilización con una mano mientras se autoriza el suicidio asistido con la otra. Si el origen de la descivilización es una voluntad que no reconoce ningún límite a sus deseos, que no se siente vinculada a nada, que no admite ningún tipo de restricción a sus pulsiones, ¿no serían precisamente las leyes de ingeniería social que se han desplegado en Occidente en base a este presupuesto ideológico uno de los factores esenciales a la hora de impulsar este proceso de descivilización? En palabras de Mons. Rougé «la experiencia demuestra que la pretendida regulación de una transgresión no es otra cosa que el caballo de Troya de esa transgresión». Y ya hemos dejado entrar a muchos, demasiados caballos de Troya, en la ciudad.

En esta línea de pensamiento aparece como especialmente lúcida la reflexión con la que Chantal Delsol se ha unido al debate. Para la pensadora existen dos tipos de barbarie, la «barbarie de los sentidos» y la «barbarie reflexiva». La de los sentidos es la de los salvajes que aún carecen de civismo, la del cíclope de los antiguos griegos, un ser tosco de gestos violentos y sentimientos simples, un ser humano que aún no ha sido civilizado por completo. La barbarie reflexiva, en cambio, es propia de quien ha sido civilizado pero distorsiona el sentido de las cosas, deconstruye los significados, niega la realidad del mundo en que vivimos. Ambas barbaries estarían actuando a la vez en el proceso de descivilización que vivimos.

Para Delsol hay barbarie del primer tipo cuando los profesores de instituto ya no pueden hablar de ciertas cuestiones en clase o cuando en ciertos barrios no se permite a las mujeres entrar en las cafeterías: «Mantenemos en nuestro suelo (por falta de valor para integrarlas adecuadamente) poblaciones salvajes, es decir, poblaciones incivilizadas, en las que no se educa a los jóvenes sino que se le cría como a un pequeño cíclope, presto a la violencia porque ignora las palabras y los ritos». Pero también estamos ante un avance de la barbarie, añade Delsol, «cuando los profesores pueden proponer a los niños cambiar de sexo como si cambiaran de restaurante, y cuando el odio y la violencia impiden que hablen quienes ven en ello una mentira criminal que produce enfermos de por vida. Si los defensores de estas prácticas fueran personas civilizadas, aceptarían el debate, que es precisamente lo propio de la civilización».

Y es que una cosa es constatar el auge de la barbarie, algo imposible de ocultar por mucho que nos intenten convencer de que reconocer que nuestro momento histórico se caracteriza por la descivilización es hacerle el juego a la extrema derecha, y otra muy diferente es tener la valentía de llegar hasta el fondo del análisis, detectar el origen de este proceso y actuar en consecuencia. Por volver una vez más a Donoso, sigue plenamente vigente aquello de levantar tronos a las causas y cadalsos a las consecuencias.