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César Wonenburger
HISTORIAS DE LA MÚSICACÉSAR WONENBURGER

Riccardo Muti dice adiós al béisbol

El legendario director de orquesta italiano se despide en unos días de la Sinfónica de Chicago, una de las mejores del mundo, con su último descubrimiento, la Missa Solemnis de Beethoven

Casi una vida entera le ha llevado a Riccardo Muti penetrar en el arcano de la grandiosidad de la Missa Solemnis, una de las obras más enigmáticas de L.V. Beethoven. El maestro napolitano sabe perfectamente que podía haberla dirigido en cualquier momento de su larga y prestigiosa carrera, pero a veces no basta con interpretar lo que está escrito en la partitura. Agazapados en los silencios entre las notas, se hallan en ocasiones ignotos secretos, matices inesperados que solo comienzan a revelarse con la luz de la sabiduría acumulada a partir de las múltiples asociaciones que a lo largo de una vida plena pueden llegar a establecerse entre esta y aquella experiencia, miles de horas de lecturas e interpretaciones de un vasto repertorio, que no solo incluye al autor de referencia. Muti precisó de todo su bagaje personal e intelectual, y de un tiempo añadido como el que le concedió la pandemia, lejos de compromisos urgentes, para desmenuzar los entresijos de la obra beethoveniana a través del tiempo conquistado para la introspección, la calma que permite la búsqueda sosegada que precede a los logros sustanciales.

Por ello no resulta sorprendente que de entre todas las páginas que podía haber elegido del compositor alemán (una de sus lecturas de la célebre Novena, con esta misma orquesta, ha alcanzado los 44 millones de visionados en YouTube), hubiera sido precisamente la Missa Solemnis la escogida para despedirse en los próximos días de los abonados de la Sinfónica de Chicago. «Sin duda la mejor orquesta de Estados Unidos», qué otra cosa podía afirmar si no el que ha sido su director titular durante las últimas trece temporadas.

A punto de cumplir 82 años, Muti comienza a despedirse, aunque quizá sea aún demasiado pronto: ha tenido un par de sustos, pero en general la salud le ha respetado. Su escasa figura aún se mantiene erguida, la legendaria media melena resiste imperturbable, la espalda (auténtica cruz para los directores) no parece doblegarlo, el corazón aguanta a pesar de un par de amargas sacudidas y su cabeza conserva toda esa envidiable lucidez que suele traducirse, de vez en cuando, en declaraciones cargadas de razón y atendibles advertencias para señalar algunos de los grandes males de nuestro tiempo, como el desprecio y la beligerancia de los políticos actuales frente a cualquier atisbo de pensamiento crítico.

En un par de semanas, este alumno aventajado del compositor Nino Rota abandona las responsabilidades que le ataban profesionalmente a un conjunto histórico por su peculiar sonido clásico, modelado a partir de la broncínea solidez de su sección de metales, que es el que mejor traducen las grabaciones históricas de dos de sus mayores perfiladores, Fritz Reiner, el halcón a cuya mirada inquisitiva, severa no se le escapaba ni un detalle, procurando siempre ese sonido espacioso, abrumador, hedonista tal como se percibe en sus registros de los poemas sinfónicos de Richard Strauss. Y, de otro lado, el apasionado sir Georg Solti, aquel boxeador indómito que con sus golpes secos, contundentes, lanzados al aire, solía moldear interpretaciones plenas de vigor, rozando la violencia en ocasiones, coloristas, dotadas de una brillantez no exenta de cierta superficialidad, pero jamás aburridas.

Muti, que «heredó» Chicago de Daniel Barenboim cuando, a los 69 años, y sin haber aún digerido del todo su traumática salida de La Scala milanesa, no parecía particularmente interesado por bajar a la arena orquestal, teniendo que ocupar mucho de su tiempo en pesadas tareas burocráticas, percibió el flechazo con los norteamericanos en una serie de conciertos celebrados durante 2007. «En cierto sentido era como si me hubieran estado esperando durante todo ese tiempo», dijo en una ocasión sobre el interés de los músicos por vincularlo a su día a día. El idilio ha cristalizado luego, madurando durante todo ese tiempo, tal como se antojaba en aquellos primeros días de ilusiones recobradas. John Sharp, chelista principal de la agrupación, ha resumido la experiencia vivida con el director: «Los cielos nos sonrieron» cuando decidió firmar el contrato. «Él es uno de los muy, muy pocos maestros de la orquesta, de la dirección, de la música, en todos los aspectos. Hemos sido muy afortunados».

Con él, la Sinfónica de Chicago no parece haberse dejado por el camino la leyenda de su formidable metal, pero en cambio el conjunto ha adquirido una nueva riqueza y variedad en el sonido. A sus músicos les faltaba cantar, algo que un italiano lleva en la sangre. Por eso Muti les hizo tocar más óperas que ningún otro de sus anteriores titulares, hasta seis de sus títulos verdianos preferidos programó en concierto, más el Réquiem y otra debilidad personal, la Cavalleria rusticana de Mascagni, cuya grabación se puede apreciar en la nueva plataforma de Apple Music. «Creo que ahora, alrededor del mundo, se sigue reconociendo la calidad de nuestros metales, pero también ahora, al mismo tiempo, se reconoce la calidad de las cuerdas», ha afirmado el director, que como fórmula inspiradora para sus músicos incluyó además en su particular dieta todas las sinfonías de Schubert, «un compositor cantante».

Pero si la alargada huella que Muti lega a una de las mejores agrupaciones sinfónicas entre todas las existentes se refleja en su modo de tocar en la actualidad, de enriquecer su fraseo, tornándolo más dúctil y flexible, en cierto modo un aspecto de su inmejorable colaboración también le ha servido a él para estrechar los vínculos con sus integrantes y la sociedad que les cobija. Quién se habría imaginado que este director, modelo de elegancia, llegaría a enfundarse una camiseta de los Chicago Cubs, el legendario equipo de béisbol de la ciudad, para grabar una versión sinfónica del clásico Take me out to te ball game como inspiración para disputar las series mundiales de 2016, que el conjunto terminaría conquistando ese año. O bromeando después de que más de tres mil personas, mayormente afroamericanas, de la periferia suburbial, apretadas en la Iglesia Apostólica de Dios, interrumpieran con aplausos su interpretación de la Quinta de Beethoven justo después de sus cuatro primeras notas. «Este es un inicio complicado, así que me estáis forzando a intentarlo otra vez. ¿Podemos probarlo una vez más?», les dijo. Para más adelante añadir la obertura Leonora número 3 del mismo autor, «porque su mensaje de libertad y fraternidad está desapareciendo del mundo».

El maestro, que durante su periodo como titular también llegó a ofrecer conciertos en las cárceles y abrió los ensayos generales de sus actuaciones a los estudiantes y personas mayores, es consciente de la inaplazable necesidad que la música tiene de volver a conectar con la gente, sobre todo más joven. O desaparecerá. Y por eso mismo, a pesar de provenir de otro mundo y tiempo, como uno de los últimos genuinos herederos de la gran tradición, ha asumido en su mandato artístico estos y similares compromisos, no como otra tarea ingrata más de cuantas deben acometerse en virtud del cargo y su generosa retribución, si no como una poderosa señal enviada a los responsables de las instituciones musicales sobre la necesidad de esforzarse en salir de sus torres de marfil para intentar pescar en nuevos caladeros (algo, por suerte, cada vez más común estos días).

«Me marcho sabiendo que he dado lo mejor», acaba de apuntar como colofón de su periplo americano, que aún no ha concluido. Aunque no ha tenido ninguna responsabilidad en la elección de su sucesor, todavía no desvelado («Muchos directores, incluso famosos, no logran llenar los auditorios. Necesitáis a alguien que tenga un nombre, que sea carismático, conozca el repertorio y sepa lo que significa ser un director musical», les ha aconsejado), seguirá vinculado a la orquesta, quizá como su director emérito, dirigiendo varios programas al año en Chicago, pero ya sin tantas responsabilidades. Incluso llevará a cabo con ellos su próxima gira internacional, que a principios del próximo año cobrará un significado muy especial para él: dirigirá un programa sinfónico en La Scala, en su regreso al lugar donde en su momento no le mostraron tanto cariño, admiración ni respeto como en su última parada en la ciudad ventosa. Con frecuencia los de casa suelen ser los peores, pero quizá ahora el camino de la reconciliación que propicie un regreso para volver a dirigir en el templo milanés algún título, se encuentre definitivamente pavimentado. Todos saldrían ganando.