El tenor Roberto Alagna hace del Hotel Santa Catalina de Las Palmas un delicado epicentro lírico
III edición del Santa Catalina Classics, el festival de verano canario con vocación y maneras de gran evento
El 'sonido de los cantos' se apagó, los «cantos» del público emocionado con la aparición del tenor Roberto Alagna. «¡Qué empiece el combate!», escribió Ernest Reyer, y así empezó el franco-italiano enmarcado por el entorno incomparable del Hotel Santa Catalina de Las Palmas de Gran Canaria, del grupo Barceló. Una particular arena de Verona isleña, no multicentenaria, pero sí más que centenaria. Balconadas de madera por cuyas vetas se filtraba Meyerbeer en el mundo nuevo que le pertenecía a la poderosa voz de Alagna, un Soprano honrado de la lírica.
Y después a La Farandole de Bizet, dando saltos de alegría al poema triste de El Cid de Massenet con una serena mezcla de potencia, dominio y delicadeza. El sonido de la mandolina shakesperiana apareciendo, el lirismo antes del exotismo cascabelero de La Bacanal de Saint-Saens, rotunda, ligera en la Sinfónica de Gran Canaria dirigida por el gibraltareño Karel Mark Chichon que se fue meciendo con la brisa canaria, y los árboles y las palmeras como miembros de la orquesta, instrumentos de viento que a duras penas les seguían el paso a las cuerdas orientales llenas de vida, incluso pizpiretas en su subir y bajar.
Le cantó después Alagna a su hermano David y al terminar se santiguó: era 'El último día de un condenado' con el que terminó la «parte francesa», justo antes de desencadenarse el 'Infierno' de Verdi en su Simon Boccanegra, el lamento de amor hermoso que precedió al amor siciliano de la obertura de I Vespri Siciliani y sus delicados primeros violines refrescando la orquesta y las almas. Alagna volvió para removerlas con un Pagliaccio non son de Leoncavallo desgarrado, tan lleno de sentimiento, que soliviantó algún corazón desprotegido. La Boheme y la escena final del acto IV. Una nana magistral que retumba en su final entre violines.
El verdadero soldado de Giordano le cantó a la patria. Y La Danze delle ore de La Gioconda trajo a Ponchielli, que pareció componer esta melodía deliciosa para que Tom persiguiera a Jerry y los niños, todo el público, sonrieran de felicidad. Para entonces Alagna ya se había roto en Giordano y en el amor. El timbre enorme, ya hecho con el toro negro de Otelo, que lloraba en el tenor desesperado por su Desdémona muerta, muerto él, agonizante en escena, suspirando por otro beso imposible. Desde la muerte la orquesta volvió a la alegría en los bises. Granada perfecta, entera de dicción y técnica, sonreía ya Alagna, pletórico, en medio de la interpretación con sus solapas de diamantes.
Era español y napolitano. Un genio de las nacionalidades y de las octavas. Personalidad para hacer suya Cielito Lindo, regustándose, saliéndose de tenor para hacerse mariachi, subiendo montañas preciosas, llegando desatado el gran tenor de La Scala a cumbres blancas a bordo del Funiculi, funiculá de Luigi Danza en el que público se marchó, ya de regreso no del Vesubio, sino hacia los balcones de madera del Hotel Santa Catalina.