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'Turandot', en el Teatro RealJavier del Real | Teatro Real

Puccini puede con todo, no siempre

Abucheos mezclados con aplausos para la producción de Robert Wilson de Turandot, que se desprende deliberadamente de las emociones, en el Teatro Real

Llevarle la contraria a Puccini no es una buena decisión. Posiblemente pueda funcionar con Berio, cuyas óperas apenas se representan, pero con el autor de Tosca, nunca. El público adora sus dramas próximos, construidos con personajes de carne y hueso, que aman y sufren envueltos en melodías directas de una belleza que admite pocos reparos en su conmovedora sencillez. Incluso con Turandot, su última obra maestra, inconclusa, en la que cobra vida un cierto simbolismo de raíces freudianas, el público espera casi siempre lo mismo, aquello por lo que ha pagado, la ilusión casi infantil, la fantasía desbordante de la vieja fábula, como las de Las mil y una noches, perfumada de exóticas fragancias orientales, lunas siempre llenas, sedas suntuosas y palacios de ensueño con escaleras infinitas.

Y más o menos hasta los 90 era así. Todas las producciones de esta ópera solían recrear, hasta entonces, un Pekín imaginario, con multitudes callejeras que se agolpaban para intentar vislumbrar las vidas fastuosas de sus caprichosos mandatarios, emperadores inalcanzables en su poderío divino, hasta convertir los escenarios en réplicas de aquellos imponentes decorados como los que se veían en los grandiosos filmes de Cecil B. DeMille.

Pero entonces llegó una nueva generación de directores de escena decididos a «cortar por lo sano», extirpando la grasa acumulada tras tantos años de glotonerías, a la vez que proponían novedosas lecturas acerca de la creación pucciniana impregnadas de inciertos simbolismos que sirvieran para reinterpretar los comportamientos de los personajes a la luz de teorías que podrían encuadrarse desde el marxismo hasta el lacanismo, con algunas virutas de posmodernidad. Un rollo patatero, las más de las veces.

'Turandot', en el Teatro RealJavier del Real | Teatro Real

La lectura que Robert Wilson sirvió para el Teatro Real hace cinco años, y que estos días se repone con diecisiete funciones que apelan, más que al tirón del director americano, a la eterna música de Puccini, bebe de ese cierto despojamiento, aunque sin extraviarse demasiado a través de vanos vericuetos pseudo-intelectuales. En realidad, su enfoque responde totalmente al estilo que Wilson ha convertido ya en su propia marca de fábrica, muy rentable, y que suele colocar en teatros y festivales como expresión máxima de lo sofisticado: un acercamiento minimalista, que sustituye los grandes decorados por un hábil empleo de la luz, con fines expresivos, y la contenida gestualidad de los cantantes-actores que ha depurado a lo largo de los años como resultado de sus investigaciones sobre las técnicas empleadas en el teatro oriental, mayormente el japonés.

Una 'Turandot' que no encandila

Aplicada la receta wilsoniana a esta Turandot, la apuesta, como hace un lustro, sigue sin convencer demasiado a ese grupo nutrido de espectadores que abandonaron el patio de butacas, como almas que llevara el diablo, coincidiendo con el último acorde de la obra, ni a aquellos del otro grupo que aguantaron hasta que el reconocido director, muy mermado físicamente, apareció en escena solo para dedicarle una buena ración de abucheos. No, esta Turandot no encandila, y no porque falte la escalera, si no porque la fórmula aplicada, que quizá funcione bien con el más austero Gluck, aquí se lleva por delante la materia prima fundamental con la que Puccini construye sus elaborados dramas: la pura emoción.

Su monolítica puesta en escena prescinde de las relaciones entre los personajes, desdibujándolos en esa suerte de oratorio en el que queda convertida la ópera, limitando sus expresividad o retorciéndola: la expresión de panoli de Calaf durante casi toda la acción (como en la crucial escena de los enigmas), por ejemplo, convierte al héroe melancólico que decide arriesgar su vida en un intento por afirmar su propia personalidad al margen de la subordinación a los deseos paternos (Freud) casi en otra absurda marioneta como las máscaras, esos Ping, Pang y Pong aquí privados de toda su ironía.

Por no hablar de unos enigmas carentes de misterio y tensión; del aquí apenas sugerido suicidio de Liù, desprovisto de dramatismo, o de ese dúo final en el que la pareja, unos segundos antes de que Turandot alcance el objetivo largamente perseguido de su libertad: poder amar a otra persona en igualdad de condiciones sin tener que someterse a ella por violencia u obligación, apenas se mire. La liberación de ambos a través del amor (una suerte de «liebestod» wagneriana, que a Puccini le obsesionaba), con toda su carga erótica, queda difuminada. Sin entrar a fondo en detalles sonrojantes, como el vuelo del ánade o el baile del «pasito p'alante, pasito p'atrás», casi más propios de una gala de fin de curso.

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Con esos mimbres, la propuesta musical tampoco funcionó del todo, a partir de una dirección, a cargo del sobrevalorado Nicola Luisotti, escasamente fantasiosa. Y no, no vamos a hablar aquí de Toscanini, el encargado del estreno, al que por razones obvias no vimos dirigir esta obra, ni dejó testimonio sonoro alguno. Pero no hay que remontarse hasta Arcadias ignotas para haber disfrutado, recientemente, y sin salir de España, de lecturas plenas de imaginación, arrojo, brío, misterio y auténtico vuelo lírico. Lorin Maazel y Zubin Mehta, con este mismo título, en Valencia (antes de que prescindieran de ambos por caros), hicieron crepitar el suelo bajo las butacas del Palau de Les Arts.

Su sentido del espectáculo, con esa manera de escanciar los finales de acto, calibrando intensidades y ritmos, haciéndolos avanzar en un crescendo emocional que desembocaba en necesaria catarsis, está muy lejos de la ausente planificación de un Luisotti que parece limitarse a llegar a la conclusión, sin que casi nada relevante pueda ocurrir en una obra de tan rara perfección que admite mil enfoques, hasta el expresionista, menos el aburrido. Tampoco es que la Sinfónica de Madrid sea la de la Wiener Staatsoper, pero hemos visto lo que Bychkok nos regaló con esos mismos mimbres en su fabuloso Tristán, casi lo mejor de esta temporada. Faltan, desde luego, batutas de primerísimo nivel, capaces de extraer la mayor calidad.

El equipo de cantantes, al menos en el estreno, no supera al reclutado en su momento. Anna Pirozzi es una buena soprano, honesta, con un material interesante, pero carente de carisma como para galvanizar una función que arrancó gélida, con unos breves aplausos en el final del primer acto. Su mejor momento llegó en el esperado In questa reggia, seguido de los enigmas. Los agudos no son estiletes proyectados hacia el infinito, como aquí se requiere, pero aunque en algunos momentos resultasen agrios (dúo final), se mostró valiente y decidida. La caracterización del personaje apenas se intuye, no existe evolución.

Su compañero Calaf, Jorge de León, se vio perjudicado por una arbitraria decisión de Luisotti. Al terminar el célebre Nessun dorma, cantado sin apenas esfuerzo, aunque su fraseo resultase más bien marmóreo, suele ser costumbre que la orquesta se detenga si el aplauso se prolonga. Para ser el único momento de auténtica celebración del público «a escena abierta», lo lógico es que así hubiera ocurrido, pero el director le echó la orquesta encima sin aguardar a que cesara el tributo. Fue un gesto muy poco elegante. Hasta ese momento, De León había dejado pasar buena parte de las mejores frases de su heroico rol (no se fue al agudo opcional en Tutta ardente) con un canto avaro en el matiz, pero efectivo.

A Salomé Jicia le tocó el papelón de reemplazar a la previamente anunciada Nadine Sierra, que se había comprometido a debutar el rol de Liú en Madrid y era la principal estrella. En la estática concepción de Wilson su personaje resulta uno de los más perjudicados. Pero no se puede negar que Puccini le regaló dos de sus mejores arias. En la primera pasó sin pena ni gloria ante el glacial silencio del público, que aquí siempre suele aplaudir. No obstante se recompuso algo y en la segunda cantó con aplomo y dejó un par de filados de buena ley. Insustancial el Timur de Adam Palka, al que le falta toda la nobleza del personaje, sobre todo al glosar la muerte de la criada. En cambio, adecuado el Altoum de Vicent Esteve y excelentes el Pang y Pong de Moisés Marín y Mikeldi Atxandalabaso y el mandarín de un Gerardo Bullón que va a debutar Scarpia, nada menos, en uno de los principales teatros alemanes (va siendo hora de que apueste en serio por una carrera de verdad, medios no le faltan). Gran prestación, tras un inicio algo destemplado, del coro Intermezzo. Su director hasta hoy, Andrés Máspero, se marcha habiendo realizado una magnífica labor. Ya puede estar satisfecho.