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El escritor británico G. K. Chesterton

En casa (II) | Chesterton sobre el hogar: el trabajo en casa en la era de los narcisos

El hogar es lo más nuestro que tenemos, mucho más que cualquier puesto y despacho

En la primera parte de este artículo veíamos cómo algunas ideas de Chesterton sobre el hogar y la doméstico resultaron proféticas señalando cuestiones que hoy algunas tendencias y movimientos han vuelto a poner en la palestra. Entre otros, citábamos esa «vuelta a casa» que analizaban Susan Matcher en Homeward Bound (La vuelta a casa. Por qué las mujeres están abrazando la nueva domesticidad) o Shanon Hayes con su Radical Housewives (Amas de casa radicales).

Ambas autoras escriben sobre cierta reacción que se está produciendo en EE.UU. tras décadas de «trabajo fuera de casa». En el caso de Hayes, apunta a los excesos de una sociedad individualista y consumista y constata que esa vuelta es una opción no vergonzante ni «retrograda» –como algunos medios quieren presentarlo en España–, sino una alternativa liberadora y humana, una rebeldía frente al mundo corporativo o la injerencia estatal.

La diferencia borrada

Sin embargo, ambas norteamericanas no llegan a discernir las posibles razones de fondo, antropológicas, que el autor inglés asumía como la principal razón del papel que la mujer juega en la familia, en el hogar. Porque esa es quizás la causa real que puede alimentar ese deseo de la «vuelta a casa» de algunas: mujeres y hombres somos iguales en dignidad, pero diferentes biológica y psíquicamente; por lo tanto, nuestros papeles en la familia y en el hogar no tienen que ser idénticos, intercambiables, sino complementarios.

Éste es precisamente el tema crucial más difícil de abordar actualmente. Nos hace replantearnos primero en qué medida somos realmente diferentes hombres y mujeres o si se trata de un mero constructo social –cultural– que pueda y deba ser modificado; y, tras ello, si fuéramos diferentes … ¿implicaría necesariamente que una mujer –madre– «no» deba trabajar fuera de casa?

Si respecto a lo primero, Chesterton creía, como cualquier hombre (y mujer) corriente de su época, con algunas excepciones, en la diferencia entre hombres y mujeres, respecto a lo segundo el autor inglés pensaba que no hay dos familias iguales y que el trabajo fuera de casa para todas las mujeres no debía imponerse como un deber –ni presentarse automáticamente como una liberación–, cuestión ésta sobre la que volveré más adelante.

Antes conviene abordar el entramado de fuerzas –sustituyendo a otras, es cierto– que se han venido ejerciendo desde el siglo pasado en minimizar, tapar o eliminar la diferencia sexual en diversos ámbitos para imponer un tipo de igualdad que, por decirlo así, puede «no nacernos» espontáneamente. Quizás ese afán de imponer revele precisamente algo.

Por la fuerza o la violencia al igualitarismo

Hay una violencia evidente, como señala Louise Perry en Contra la revolución sexual, en forzar a las mujeres para que vivan su sexualidad según (cierto) modo masculino, análisis que anteriormente ya desarrolló más profundamente Mary Eberstadt en Adán y Eva después de la píldora. Paradojas de la revolución sexual. Esta violencia bajo la apariencia de liberación ha resultado devastadora, tal y como también describe Esperanza Ruiz en Whiskas, Satisfiyer y Lexatin. En gran medida por esa liberación sexual tenemos menos familias, nacen menos niños y, en consecuencia, hay menos hogares familiares. Somos todos, hombres y mujeres, más vulnerables; ya lo preveía Chesterton.

Pero hay otro ámbito significativo que él profetizó: el creciente poder del Estado en los hogares y en la vida privada. Inicialmente fueron medidas legales –cuotas y otras herramientas– para forzar la presencia de las mujeres cursando estudios concretos –que ellas no eligen al parecer lo suficientemente según los parámetros de los ingenieros sociales–, para formar parte de las listas electorales (listas cremallera) o para entrar en los Consejos de Administración. La injerencia prosigue porque el Estado pretende meterse en cada casa y en cada cama, haciendo también fuerza para imponer su idea de igualdad: las recientes campañas en España de supuesta educación sexual o para ‘gestionar’ el reparto de tareas domésticas son muestra de ello.

El imaginario actual se nutre además de un perfil mayoritario de mujer en el que mirarnos: la mujer ´profesional´ con carrera, de éxito. Ésta, si está casada… llega a todo o, en versión actualizada, declara no llegar, pero se muestra como el modelo. Cuando la común de las mortales que trabaja para poner algo encima de la mesa mira ese panorama se puede sentir frustrada: como ya señaló Chesterton, ella no tiene la posibilidad de contar con ayuda como esa mujer habitualmente acomodada ni encuentre quizás tan fascinante su propio trabajo.

Del deseo mimético al amor romántico

Todas estas fuerzas pueden recordarnos al llamado deseo mimético que analizó Girard, esa imitación que nos lleva no solo a querer lo que «el otro» tiene –el varón en este caso, la mujer de éxito en otros–, sino a querer ser el otro: un hombre o esa mujer que tú no eres. Sobre este postulado de imitación puede considerarse asentado parte del feminismo reinante por mucho que se hable del feminismo de la diferencia: el modelo masculino y el modelo de mujer «con poder» (económico fundamentalmente, con mando) nos pueden hacer desear ser como naturalmente no somos. Y es tal la pujanza con la que lo hace que a veces no cabe ni poder formularse internamente ese ¿a mí me «compensa» todo esto para, en el mejor de los casos, acabar teniendo un despachito propio en otra oficina más grande? Tal y como hace varias décadas mostraba la película Armas de mujer, algunas mujeres (y guionistas) ya lo sugerían irónicamente.

Por otro lado, la famosa ética del cuidado (frente a la ética de la justicia) que algunas corrientes feministas defienden, a la hora de la verdad se resuelve con más promoción de la intervención del Estado prolongando las jornadas escolares o con servicios adicionales como Chesterton ya vaticinaba.

Más oculta, pero más significativa, es la violencia que se ejerce cultural y socialmente contra el denominado «amor romántico». Chesterton tiene páginas memorables y tronchantes sobre la atracción inicial de los dos sexos que hace que el mundo siga, atracción que se canaliza mediante el compromiso, esos votos arriesgados que constituyen el matrimonio que a su vez construye familias, comunidad, sociedad, etc. En unos cien años hemos pasado de la reducción del matrimonio como única vía vital para las mujeres a esconder ese deseo natural de ser querida, que alguien se comprometa de por vida contigo para apoyarse mutuamente y sacar adelante unos hijos. Hoy es vergonzante, no ya públicamente, sino hasta internamente reconocer ese deseo, tal es la labor de zapa y ridiculización que se ha realizado al respecto.

Por último, el fenómeno trans es otra evidente muestra de esa última vuelta a la tuerca del igualitarismo del deseo mimético y la formidable violencia que se ejerce, un paso final en la socavación y disolución de lo que somos.

Libertad, valla y el color de cada casa

Volviendo a la segunda cuestión, Chesterton no dice que toda mujer no deba trabajar fuera de casa. Considera simplemente que no es la vía adecuada para muchas familias porque los niños demandan fundamentalmente a una madre, quien tiene un papel insustituible en ella. Y escribe, porque es todo menos un idealista, que «la división doméstica de la sociedad humana no es perfecta por ser humana». En definitiva, que todo es mejorable y perfectible.

Sin embargo, él considera que a veces hay determinados marcos tradicionales que tienen una razón de ser. «Existe en tal caso una determinada institución o ley; digamos, en aras de la sencillez, que hay una valla o puerta que se alza en el camino. El tipo más moderno de reformador se acerca alegremente a ella y dice: «No veo la utilidad de esto, eliminémoslo». A lo que el tipo más inteligente de reformador hará bien en responder: «Si no ves la utilidad de esto, definitivamente no dejaré que lo elimines. Vete y piensa. Luego, cuando vuelvas y me digas que sí le ves utilidad, puede que te permita destruirlo»». Y esto es lo que quizás debiéramos replantearnos.

Chesterton entiende que cada familia, cada casa, tienen un color propio, diferente al de cualquier otra. «Hay un color distintivo de cada hogar en su interior tan llamativo como el color de la casa en su exterior. Ese color es una mezcla, y si predomina algún tinte en él es generalmente el preferido por la señora Robinson». «Cada matrimonio es una especie de equilibrio salvaje; y en cada caso cada acuerdo es tan peculiar como lo es una rareza». «Cuando el formalismo estricto se impone sobre los compromisos voluntarios del hogar, ese formalismo solo será rígido en su acción y extremadamente débil en cuanto a su razonamiento». «Los acuerdos del hogar son, en el único sentido verdadero, prácticos; es decir, están fundados en experiencias que se han vivido».

El trabajo del ama de casa es, como muchos otros, duro: ni un paseo ni abominable

La visión de Chesterton sobre el trabajo doméstico arraiga en lo real, no en lo secundario tan querido a veces para las diversas obsesiones contemporáneas más centradas en la apariencia y en la última moda que en el corazón y el ser de las cosas y de las personas. Y reconoce su dureza.

«Cuando la domesticidad, por ejemplo, se califica de trabajo pesado, toda la dificultad surge de un doble significado de la palabra. Si 'trabajo pesado' solo significa un trabajo terriblemente duro, admito que la mujer trabaja duramente en el hogar, como un hombre puede trabajar duramente en la catedral de Amiens o detrás de un cañón en Trafalgar. Pero si significa que el trabajo duro es más pesado porque es insignificante, insípido y de poca importancia para el alma, entonces, como digo, abandono: no sé qué significan las palabras».

Una mujer se «queda en casa» no para que el cuarto de baño esté impecable, como tampoco lo hace para mantener un huerto sostenible y anticapitalista como le encanta a Haynes, sino en común acuerdo con su marido y por los hijos de ambos, para educarlos. Tampoco se queda para ser una ociosa diletante como tantas veces y voces –incluso sensatas y supuestas defensoras de la familia– pintan a menudo al ama de casa, porque desgraciadamente esa idea ha permeado hoy en todas partes.

Una mujer, por último, no se queda en su casa cuidando a sus hijos porque ella sea menos lista, menos capaz o esté menos preparada para ejercer una profesión que aquella otra mujer que trabaja fuera de casa y tiene hijos: cada situación es diferente, cada hijo lo es, como lo es cada marido. El color de cada casa, de nuevo, es distinto y sólo los que la pintan lo saben.

Nuestra identidad no la proporciona ni un salario ni un puesto de trabajo

Parte del fondo de la cuestión del trabajo hoy es el siguiente: el «tú ¿qué eres?», en el sentido de qué haces para ganarte la vida, es actualmente como nos presentamos al mundo. Asumimos frecuente y desgraciadamente que nuestra identidad va de la mano de un trabajo remunerado, cuando no de un determinado puesto o cargo, precisamente por el abandono o minimización vía de facto de todo aquello que no conlleve pago: ese mundo privado, doméstico, pero también no doméstico, vecinal, comunitario, ese ´todo´ lo que se hace por los demás (también para uno mismo) que requiere tiempo, trabajo y habilidades, pero que no implica intercambio monetario.

La experiencia del paro o de la jubilación para muchas personas supone así, más allá de las dificultades económicas del primero, una brutal prueba para la autoestima dada la forma en que hemos asumido el mantra contemporáneo. «Cuando me jubilé, el teléfono dejó de sonar» declaró Escámez, director de un banco. Nuestro tejido de relaciones personales a veces se deja impregnar de esa mirada utilitarista, los trabajos (las posibilidades de trabajo, de promoción, etc.) lo invaden todo (el networking agotador, el tener que venderse continuamente en algunos casos, etc.).

En este contexto donde lo profesional nos absorbe y define, ser ama de casa a tiempo completo puede parecer por el contexto que hemos creado una condena a «enterrarse» socialmente hablando. Por eso hace falta seguridad en una misma y sobre todo un marido que valore lo que haces para dar o mantener ese paso. Y tiene sus riesgos, por supuesto.

De la hipermaternidad a lo amateur

En el libro de Haynes como en el de Macher hay a rastros de esa hipermaternidad absolutamente inaguantable: para la propia madre para empezar, para el hijo (único a menudo) también. Ese perfeccionismo, que no es otra cosa que el egocentrismo y narcisismo reinante, también puede utilizar hasta la maternidad como coartada. Chesterton ya hablaba de «el niño» en tono jocoso como ese centro de la vida (lógico cuando hay uno sólo).

Generaciones de mujeres y hombres han sido padres siendo generosos, pasando ellos a un total segundo plano, pero sin ese cúmulo de normas autoimpuestas peores que la ley mosaica con las que hoy cavamos nuestras propias tumbas y nos hacemos insoportables como si nadie más hubiera sido madre o padre antes.

En este plano, resulta clave Érótica y materna de Maria Antonia Ceriotti Migliarese, quien explica para mujeres actuales esa diferenciación de las mujeres y muestra cómo lo materno y lo erótico son expresiones de las dos almas de la mujer, ambas igualmente importantes y complementarias, que se expresan con diferente intensidad en diversos momentos de la vida: hay que alimentar y atender a ambas, seas ama de casa a tiempo completo o no lo seas.

El trabajo de casa es maravillosamente amateur, como señala Chesterton, lo cual no es un desdoro, sino que tiene la suerte de quedar fuera del mercado y permitir precisamente una libertad de acción en función del color de cada casa: es maravilloso que te guste cocinar sin tener que tener el nivel de Masterchef, contar cuentos sin tener que ser Esopo, montar un teatro en casa sin ser Lope de Vega.

Vive como quieras

Como todo lo que es interesante y humano la convivencia implica roce, o sea, aventura y romance en el mejor sentido de la palabra. Hombres y mujeres somos esos dos trozos de hierro obstinados de los que hablaba Chesterton. Las tareas domésticas –aunque afortunadamente las actuales no tienen nada que ver con cómo eran hace cien años– son repetitivas, se hacen pesadas en muchos casos. Pero el hogar es lo más nuestro que tenemos, mucho más que cualquier puesto y despacho.

«Porque la verdad es que para los que son relativamente pobres el hogar es el único lugar de libertad. No, es el único lugar de anarquía. Es el único lugar de la tierra donde un hombre puede alterar repentinamente lo preestablecido, hacer un experimento o permitirse un capricho. En todos los demás lugares debe aceptar las reglas estrictas del comercio, de la posada, del club o del museo en el que entra. Pero si quiere, puede comer en el suelo de su casa.»

Por eso, películas como Vive como quieras de Frank Capra, donde una panda de locos –parafraseando a Serrat, «cada loco con su tema»– intentan salir adelante, o La familia de Éttore Scola, donde se muestra que una casa acoge a generaciones y no es un simple armazón sin alma, expresan tan bien ese espíritu chestertoniano de lo que es un hogar. Más cerca cultural y cronológicamente hablando tenemos los geniales textos de José María Contreras Espuny en El Debate (o en su libro Niños apocalípticos) para acabar de una vez por todas con esa idea de orden y concierto que, como señala Chesterton, es una equivocada defensa de la familia o el hogar.

Chesterton resumía la cuestión del trabajo de casa del siguiente modo: «Me preocupa señalar que el paso de la vida privada a la vida pública, aunque pueda ser correcto o incorrecto, necesario o innecesario, deseable o indeseable, es siempre necesariamente un paso de un trabajo mayor a uno menor, y de un trabajo más duro a uno más fácil. Y es por eso por lo que la mayoría de los contemporáneos desean pasar de la gran tarea doméstica a la más pequeña y fácil: la actividad mercantil».