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Dos mujeres alivian con abanicos el calor este lunes en Pamplona dondeEFE

El Debate de las Ideas

Hace calor

Ayer estaba en la primera de las circunstancias, metido en la piscina hasta los sobacos, cuando me dio por pensar que sí, que probablemente el mundo, al menos en modo habitable, esté llegando a su final

Hace calor. Mucha calor. Y en parte se debe a que el personal no deja de repetirlo. ¡Qué calor hace!, bufan y vuelta a bufar como si estos 40 grados a la sombra pudieran pasar desapercibidos. Todos sabemos ya que hace calor. Y que lo diga yo, que tengo que llenar un par de cuartillas, pase, pero que la gente insista de continuo y sin que nadie les pague por ello no tiene disculpa. No hay silencio en medio de una conversación que no desaparezca en un resoplido y un ojú, al que sigue, en cada una de las ocasiones, la sofocante obviedad. Cuando no hay nada que decir o nos vence el aplatanamiento, en lugar de callarnos y escuchar a las chicharras, o quizá porque las chicharras nos lo recuerdan en cuanto callamos, decimos eso, lo que hasta las piedras saben: hace calor.

Se conoce que en julio, en el interior de Andalucía, fresco no ha hecho nunca, pero esta manera de achicharrarse, dicen los telediarios y reverbera en la gente, es inaudito, histórico. Cada año es peor. Parece que el verano tuviera una alocada competición con su yo del pasado, y lo malo es que no deja de superarse. ¿Hasta dónde llegará? Quién sabe. Por lo pronto obliga a las señoras a hacer los recados a nada que despunta el día. Van a la plaza de abastos, se avituallan, y antes de las diez están de vuelta para dedicar el resto de la jornada a propinarse abanicazos, despegarse la blusa y certificar entre suspiros que, en efecto, hace calor.

Ya hacía calufa en los noventa, cuando Los Rodríguez cantaban aquello de «¡Hace calor! (bis)/Yo estaba esperando que cantes mi canción…». Pero entonces debía ser más llevadero, ya que las altas temperaturas, según la letra, invitaban a descorchar botellas, a brindar… y lo que más increíble suena a estas alturas de julio del 23, a «hacer el amor en el balcón». Nadie, salvo tendencias sadomasoquistas, haría amor ninguno si no es bajo un aire acondicionado a plena potencia. Es más, las únicas maneras de llevar una vida vivible, con amor o sin él, son bien en remojo, bien con el aire acondicionado zumbando y apuntándote al pecho.

Ayer estaba en la primera de las circunstancias, metido en la piscina hasta los sobacos, cuando me dio por pensar que sí, que probablemente el mundo, al menos en modo habitable, esté llegando a su final. Lo demuestran estos calores, estas primicias infernales. Ya está. Fue bonito mientras duró. Pero eso me llevó también a meditar en los muchos milenios que, por contraste, el planeta lleva sosegado y manteniendo unas condiciones compatibles con la vida. Puede que a nivel cósmico suponga un pestañeo, pero para la humanidad lo ha sido todo. Si partimos del australopithecus, son 4 millones de años en los que la naturaleza, como un funambulista, se ha mantenido en equilibrio. 48 millones de meses en los que, salvo erupciones, glaciaciones y otros espasmos por el estilo, el planeta nos ha tolerado, permitiendo el despliegue de la historia y este trabajoso renqueo de la cultura. 4 milenios de paz, un poco de aquella manera, pero paz. Y ahora resulta que todo se va al garete porque, entre otras cosas, como me recuerda en la piscina un amigo que se acerca chapoteando, hace calor. Ya sé que hace calor.

Ante tanta insistencia, llevo un tiempo viendo la posibilidad de convertirme en negacionista del cambio climático. Sería una forma de refrescar el ambiente. He apuntado incluso el título de un par de libros prometedores. Como soy bastante impresionable, basta que pongan dos gráficas y suelten un puñado de porcentajes para que vea la luz en ese sentido. Además internet me lo facilitaría: en mis redes abundan, supongo que por ciertas filias derechosas, los trumpistas, los que aseguran que nada es concluyente porque los registros son de antes de ayer y los que demuestran, con fotografías y todo, que los polos tienen hielo, tanto hielo, que ya no saben ni dónde meterlo. El problema es que a mi alrededor no sería tan fácil porque mi alrededor se parece a mis redes lo mismo que un huevo a una castaña, de manera que me vería obligado a defender la postura continuamente. Y cada vez que me dijeran que hace un calor como jamás se ha conocido ―y lo dicen sin desmayo―, yo tendría que interponer algún dato sacado de mi última lectura… Casi prefiero que se acabe el mundo.

Porque aquí, será por el calor, el cambio climático se da por cosa demostrada y, lo que es peor, inevitable. Por eso nuestra postura es fatalista, y ya que nos vamos al carajo, lo hacemos sin usar los pies más que para montarnos en el coche y con el aire a todas horas y a todo trapo. Pero es triste. Algo habría que hacer. Entiendo que en plena canícula no hay ganitas de ejercer de pioneros, pero algo, digo, aunque solo sea para acallar la conciencia, habría que hacer. Reducir el consumo o reciclar está claro que no, que tampoco es cuestión de complicarse la vida. Sin embargo, podríamos dejar de repetir que hace calor, porque al decirlo, lo jaleamos y el calor se viene arriba. Mucho se habla del efecto invernadero de las flatulencias de las vacas, pero está por estudiar el de tanta absurda constatación por nuestra parte. El aliento humano sale a mayor temperatura si lo modelamos para comunicar, cuando es algo por todos conocido, que hace calor. Somos millones caldeando el ambiente con la misma perogrullada. Hace calor. Bien. Dicho está. Pero en adelante, por el bien del planeta, cállate.