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Cuadro representado el Pecado Original

El Debate de las Ideas

Esperando a San Pablo

Son numerosos los ámbitos donde se está dando una progresiva ‘despaulinización’ del mensaje cristiano

Asisto con gran preocupación a lo que percibo como una progresiva 'despaulinización' del mensaje cristiano, un proceso iniciado hace décadas, pero que está alcanzando un momento álgido en nuestros días. Por si pudieran servir de algo, me gustaría compartir algunas reflexiones al respecto.

Son numerosos los ámbitos donde este sutil y silencioso proceso se está dando, pero tan solo voy a mencionar tres:

- El desapego en algunos círculos eclesiales por el afán evangelizador paulino de todos los hombres y todas las culturas, percibido como ‘proselitismo’ o síntoma de 'supremacismo' cultural occidental.

- El desconocimiento general entre los fieles cristianos de la importancia capital en la economía de la salvación de la gracia y de su forma de operar.

- El progresivo olvido del concepto de pecado y más, en concreto, del Pecado original. Ambos son vistos por algunos como antiguallas de las que no conviene hablar por proyectar una imagen oscura y tétrica del Cristianismo.

En este artículo me centraré exclusivamente en el concepto de Pecado original, por ser la cuestión que me parece más nuclear de las tres apuntadas. Lo primero que hay que subrayar a este respecto es que en la mentalidad modernista se ha dado un proceso de general exculpación de los pecados capitales, un proceso que comenzó con la Ilustración. Una suerte de inocencia universal (ligada al mito del buen salvaje) de la cual los católicos no podemos ser partícipes. Sobre todo, porque hace que el acontecimiento fundante de nuestra religión, el sacrificio de la Cruz, carezca por completo de sentido. Solo el horror que supuso la Caída del Hombre y la subsiguiente iniquidad universal del género humano, cruel, falso, homicida y depredador en su naturaleza caída, explican el atroz sufrimiento que supuso la Pasión.

Por otro lado, cabe recordar que, en realidad, la extraordinaria difusión del Cristianismo en el mundo antiguo y medieval se debió, principalmente, a que los paganos tenían conciencia de culpa y, por consiguiente, buscaban la redención. Por el contrario, como dijera en su día Nicolás Gómez Dávila, el porvenir de la Iglesia «no es halagüeño en una sociedad moderna donde todos se creen inocentes».

Cierto es que el «el Cristianismo no inventó la noción de pecado, sino la de perdón», pues el concepto de pecado, conocido en todas las culturas antiguas, es una herencia del Antiguo Testamento. Pero no es menos cierto que el hecho cristiano se inserta en una historia sagrada que, como señaló René Girard, comparte el planteamiento de una Tragedia griega, pues su trama gira en torno al pecado, la hybris y la sangre del hermano derramada. No lo reduzcamos entonces al sentimentalismo naif de una serie de televisión norteamericana.

Pero vayamos al núcleo del asunto. No todo el mundo, ni siquiera los que rezan a diario las Horas, ha reparado en el hecho de que hay dos salmos repetidos. En efecto, ha habido numerosos exégetas que se han preguntado por qué el Salterio contiene dos salmos casi idénticos, el 14 y el 53, ambos atribuidos al Rey David, lo que no deja de ser insólito. Y es que el uso de diferentes palabras para designar a Dios (YHWH en el 14 y Elohim en el 53) es casi el único elemento diferenciador en el comienzo de estos dos salmos que nos hablan de la iniquidad universal (ʾāwen) del género humano. Así reza el Salmo 14:

«Se asoma Yahvé desde los cielos
​Hacia los hijos de Adán,
​Por ver si hay alguien sensato,
​Alguien que busque a Dios.
​Todos están descarriados,
​Todos a una pervertidos.
​No hay quien haga el bien,
​Ni uno siquiera».

Resulta bien sabido que San Pablo fue el primero que proveyó al Cristianismo de algo que podríamos llamar ‘una teología’. De hecho, no pocos especialistas lo consideran el auténtico fundador del Cristianismo como religión universal. En consecuencia, es ocioso insistir en el papel fundante del ideario paulino sobre casi cualquier aspecto de nuestra religión. Pues bien, San Pablo eligió basar su Epístola a los Romanos, quizá la más importante de sus cartas, sobre estos dos salmos repetidos.

«No hay quien sea justo, ni siquiera uno». Esta frase apodíctica, que veíamos repetida en los salmos 14 y 53, resume perfectamente el pensamiento paulino sobre la naturaleza humana caída. San Pablo la inserta como piedra angular en el comienzo de la Epístola a los Romanos (3,10-18), su texto más programático, en el marco de una catena de versículos intercalados de cinco salmos (14 [1-3], 5 [10], 140 [4], 10 [7] y 36 [2]), además de un fragmento de Isaías (59,7-8).

Esta singular catena tiene una clara finalidad: cerrar cualquier debate que pudiera darse en el seno de la Iglesia cristiana primitiva sobre 'la bondad' del estado de naturaleza del ser humano, citando la autoridad profética de la Escritura hebrea para insistir en que la violencia, la agresividad y la depravación son universales. En la visión paulina del mysterium iniquitatis no cabe 'el buen salvaje'.

En efecto, en Romanos 3 encontramos reunidos en una contundente secuencia una selección de versículos encadenados tomados de la Septuaginta que constituye en sí misma un auténtico alegato paulino sobre la depravación del Hombre:

«Pues ya demostramos que tanto judíos como griegos están todos bajo el pecado», como dice la Escritura:

No hay quien sea justo, ni siquiera uno.
​No hay un sensato,
​No hay quien busque a Dios.
​Todos se desviaron, a una se corrompieron,
​No hay quien obre el bien,
​No hay siquiera uno”.

El tenor de la sentencia inicial paulina extraída del Salmo 14 (LXX:13), οὐκ ἔστιν δίκαιος οὐδέ εἷς («No hay quien sea justo (dikaios), ni siquiera uno»), llama poderosamente la atención por su rotundidad. No cabe duda, tal y como han apuntado numerosos exegetas, de que estamos ante un planteamiento que va mucho más allá de la dicotomía entre cristianos y gentiles, estamos ante una concepción pesimista del ser humano profundamente enraizada en la teología de la Caída del Antiguo Testamento.

San Pablo no deja de ser fiel al espíritu del texto veterotestamentario al extraer de la lectura de los Salmos una conclusión antropológica que caía por su propio peso: la ‘pulsión de muerte’, el estigma del homicida Caín, acecha en el corazón de todo ser humano. Tal y como lo expresa San Pablo: «a través del Pecado (αμαρτία) entró la Muerte en el mundo (…) desde Adán hasta Moisés instauró su reino la Muerte» (Romanos 5,14).

De hecho, en el comienzo de la Epístola a los Romanos (1,29-31) encontramos una diatriba de estilo estoico que abunda en la misma idea de una predisposición universal del ser humano para la perversión, y en esta ocasión no es una catena de citas de la Escritura, esta vez son las propias palabras encendidas de San Pablo: «Llenos de toda injusticia, perversidad, codicia, maldad, henchidos de envidia, de homicidio, de contienda, de engaño, de malignidad, difamadores, detractores, enemigos de Dios, ultrajadores, altaneros, fanfarrones, ingeniosos para el mal, rebeldes a sus padres, insensatos, desleales, implacables, despiadados…».

Ahora bien, obviamente esto no implica de ningún modo que San Pablo, en su visión pesimista del Hombre, asuma las tesis naturalistas y relativistas de los sofistas griegos respecto a la naturaleza humana, puesto que la coincidencia aquí se limita a los contornos de lo que bien podríamos describir como 'una antropología del mal'. No van más allá.

De hecho, el concepto de naturaleza (physis) manejado por Pablo de Tarso es de probable origen estoico y, por consiguiente, estaría vinculado a una norma universal de rectitud (ortos logos, lex naturalis) impresa por Dios en el corazón de todo ser humano (Romanos 1:19-20). Ello a pesar de la ¿irresistible? tendencia al mal en la voluntad humana corrompida por la Caída. En este sentido, en Romanos (1:26) el uso del término naturaleza por parte de San Pablo va vinculado al antagonismo kata physin – para physin, es decir, aquello acorde a la naturaleza y aquello contrario a ésta, siendo aquí ‘la naturaleza’ el ortos logos estoico y no ‘el estado de naturaleza’ hobbesiano del homo homini lupus, esto es, la naturaleza ya herida por el Pecado original.

Ciertamente, quien mejor entendió y profundizó en la doctrina paulina del Pecado original fue San Agustín. Aquí, debido a los equívocos provocados por la relectura protestante de San Pablo y San Agustín en el siglo XVI, hay que ir con mucho cuidado. Maritain nos previene contra «ciertas representaciones parasitarias» del pensamiento agustiniano sobre el pecado y la gracia que han creado una «cierta imaginería de pesimismo y dramatismo demasiado simples en cuanto a la naturaleza humana caída». En particular, el extremismo tenebroso de la teología calvinista en torno a la iniquidad radical de un ser humano que no es más que ‘corrupción andante’, sin duda ha proyectado una sombra sobre la entera visión agustiniana del Hombre, llevando a muchos cristianos a desecharla in toto y abrazar otras teologías más reconfortantes, pero no más verdaderas.

Pero el pensamiento de San Agustín, partiendo ciertamente del pesimismo antropológico paulino, resulta mucho más complejo y rico en matices de lo que lo fueron nunca sus excrecencias medievales (agustinismo político) o modernas (luteranismo y calvinismo). De hecho, a mi juicio, la lectura espiritual combinada de las epístolas paulinas y la Ciudad de Dios de San Agustín serían el gran remedio que recomendaría a aquellos que quieran redescubrir el papel del pecado y la gracia en la historia de la (su) salvación. En resumidas cuentas, volvamos a San Pablo de la mano de San Agustín.