Entrevista
Higinio Marín: «Los muertos no consiguen protagonizar ni su propia muerte»
El filósofo y profesor de la Universidad CEU Cardenal Herrera nos habla sobre la muerte y cómo la sociedad occidental ha cambiado su forma de ver a los muertos
–¿Por qué afirma que la muerte se ha vuelto 'obscena'?
–Basta para comprobar esto con ir a un tanatorio. Los tanatorios, en su inmensa mayoría, están diseñados de tal manera que es imposible ver al muerto. Para ver al muerto hay que irse a una esquina, a un ángulo perdido. Hay unas cortinas, un cristal… El muerto está confinado, encriptado, como si fuera un objeto que desprende emanaciones tóxicas con el que el tacto es una especie de impureza. Están situados en unas ciudades en donde los muertos no comparecen nunca. El único ataúd que desfila por nuestras calles es el de las procesiones durante la Semana Santa.
Cuando yo era pequeño, por los pueblos y las ciudades de España, los muertos eran llevados a hombros y la gente se detenía respetuosamente. Eso es imposible hoy, si viéramos semejante cosa en una ciudad saldríamos espantados. Porque a la muerte le ha sobrevenido la condición de lo obsceno.
Lo único que sabemos hacer con el muerto es quitárnoslo de en medio cuanto antes
–¿La hemos convertido en un tabú innombrable?
–Michel Foucault dijo en su día que la condición de lo obsceno, el carácter de tabú que a lo largo de la historia de las sociedades había recaído sobre la sexualidad, en nuestro tiempo se había transferido a la muerte.
La sexualidad era una cosa de la que no se podía hablar, que no se mostraba ni se veía, de la que todo el mundo susurraba con discreción. Somos la primera sociedad donde hablamos de sexo, lo practicamos y lo mostramos sin ninguna restricción, sin ningún sentido de lo obsceno. Somos una sociedad donde se ha consumado una supresión del pudor. Pero todas esas restricciones han pasado a la muerte; de la muerte, del muerto no se habla. Al muerto no se le toca, no se le ve. Sobre la muerte se susurra y hay muy poco que decir.
Y eso define hasta el urbanismo. El muerto es periférico en la sala en la que tiene lugar el velatorio de su muerte. El tanatorio es periférico en la ciudad. Antes ocurría lo contrario, la gente moría en su casa, se la velaba, se le hacían unos ritos funerarios que eran cruciales para la cohesión social y tenían lugar en el centro de la ciudad. Ahora nos vamos a la periferia.
La arquitectura es el lenguaje con el que los seres humanos nos expresamos de la manera más exacta y más inconsciente. La disposición de esas salas no es más que la condición marginal que la muerte tiene en la autoconciencia humana contemporánea: los muertos no consiguen protagonizar ni su propia muerte, los ausentamos de su muerte, no sabemos qué hacer con el muerto. Y ese no saber qué hacer con el muerto es contemporáneo y correlativo con el declinar social de la religión.
Porque la religión, en su sentido antropológico más originario, es, precisamente, lo que consigue mantener unidos a los vivos con sus muertos. Nosotros eso lo tenemos olvidado, colapsado por una conciencia lúdica, competitiva y obesa. Obesa de satisfacciones, de estímulos y de placer… Entonces la muerte nos resulta innombrable, invisible, intocable, en definitiva tóxica, y el muerto también. Lo único que sabemos hacer con el muerto es quitárnoslo de en medio cuanto antes.
El muerto se convierte en periférico en su propia muerte, hay que ir al velatorio a consolar a los vivos. Este proceso es tan excepcional desde el punto de vista de la historia de la cultura humana, que es un cambio antropológico de grandes dimensiones, impensable sin otra variable completamente excepcional: somos la primera sociedad que de manera masiva no practica ninguna religión. Esto conforma un paisaje que entiende a la muerte como algo insignificante, no hay nada que aprender de ella respecto a la vida; irrelevante, no merece la pena prestarle atención; además de incidental, y, por tanto, programáticamente evitable.
La pregunta capital es si sería deseable una vida sin final en este mundo donde el mal no pudiera ser erradicado, donde las personas amadas y las cosas amables no estuvieran en el esplendor que esperamos que estén… Pues es que sencillamente no lo sería. Esa vida sin final seguramente sería la justificación del suicidio, que el final de la vida estuviera en manos de cada uno.
–¿Entonces vivimos como seres inmortales?
–La sociedad concibe la muerte como un accidente. Por eso cuando alguien muere pensamos que hay un culpable, porque la muerte no es natural, tiene naturaleza accidental. Nos parece que cada muerte tiene una relación de causas evitables. Esa idea convierte a la muerte en accidental, y hace a la muerte irrelevante. Tan irrelevante que la expectativa de un crecimiento inimaginable de la tecnología nos hace suponer, como ya ocurrió en la Unión Soviética, la fecha del logro de la inmortalidad. Luego tuvieron que hacer un discreto silencio sobre el tema. Hoy estamos en la misma situación: nos deslumbra y nos guía una supuesta inmortalidad que la predican señores sesudos con bata blanca. En el fondo es revelador de la escasez con que la ciencia contemporánea piensa en la realidad del hombre.
No somos ni nuestra conciencia ni nuestro cuerpo, sino el principio constitutivo y unificador de ambos en una unidad viviente, ya lo decían los griegos. Eso no está al alcance del desarrollo científico-técnico. La posibilidad, a mi juicio, de la inmortalidad no es más que la aspiración comprensible del ser humano de quedar a salvo de la muerte en una vida sin final, pero arrogándose un poder y una capacidad que es inalcanzable.
La muerte es sencillamente un invitado inoportuno
–¿Nuestra forma de entender la muerte supone una novedad en la historia?
–Claro que sí. Hay autores que lo han explicado brillante y extensamente. Si uno estudia historia de la cultura o antropología cultural, se encuentra con que la muerte era el núcleo que definía la vida. Los seres humanos se entendían a sí mismos como mortales, la mortalidad era la condición humana que la mostraba. Nosotros no tenemos esa concepción de la muerte.
Si salimos a la calle y pedimos una definición del ser humano, es difícil que alguien nos diga que somos mortales. Es muy difícil, hemos dejado de definirnos con respecto a los dioses. No son las diferencias con respecto a los dioses las que nos definen, sino más bien las diferencias respecto a los demás seres orgánicos del planeta. Consideramos que la muerte tiene un carácter accidental y no la vemos como algo natural.
Esto convierte a la muerte en una interrupción, en el game over de la vida. No, la muerte no es eso. Sócrates lleva razón al reivindicar que, aunque la muerte no sea el núcleo esencial de la vida, la muerte aporta una mirada imprescindible. No es suprimible, porque nos pone a los pies la realidad de nuestra existencia. Y la realidad de nuestra existencia es que se acaba. Podemos discutir sobre cómo, pero lo cierto es que prescindir de esa mirada es una frivolidad. De hecho, la existencia que prescinde de esa mirada es una existencia en la que el sujeto se ha introducido en una especie de encapsulamiento lúdico. Si tú concibes la vida como episodios reiterativos de una pulsión lúdica, entonces la muerte es una interrupción.
–¿A qué se debe esto?
–Hemos descubierto una manera de hacer apetecibles actividades que no tienen sentido mediante su ludificación competitiva. Todo nuestro sistema social está organizado para introducirnos en episodios competitivos y lúdicos. Y eso hace que el único valor que sustituye al sentido, es el éxito. Así se conforman nuestras vidas profesionales, nuestra biografía y así se conforman incluso nuestras instituciones.
La muerte es sencillamente un invitado inoportuno. Ese es el ideal explícito de nuestra cultura y de nuestra sociedad. Los autores de 1968 directa y explícitamente lo declaran y hay que decir que la Revolución de 1968 ha sido sumamente eficiente en lo que se proponía, que era la transformación de la cultura occidental desde sus fuentes. Y este me parece un episodio que lo revela, el lugar que la muerte tiene en nuestra sociedad.