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Pueblo de montaña en EspañaUnsplash

Estampas montañeras

Durante los primeros días estuvo prohibido hacer excursiones, lo que en ningún caso significa que dejáramos de hacerlas

I

Los puertos de Tortosa-Beceite son un macizo montañoso y, sobre todo, repentino. Está el delta del Ebro, a nivel del mar, y de golpe y porrazo la tierra se enrisca hasta los 1.400 metros. Impresiona, más que la altura, el contraste. Estos roquedales, orgullosos, inopinados, se elevaron como consecuencia de titánicas luchas geológicas del tiempo de los dinosaurios. Las puntas donde hoy se enredan las nubes fueron en su día lecho marino, y eso provoca que abunden los fósiles, cosa que fascinó a mi hijo José María. Se demoraba, enlentecía las excursiones, andaba con la vista clavada en el suelo y me cargaba con nuevos pedruscos cada poco. El asunto era penoso porque ya llevaba en gollete a una de sus hermanas, la mochila con las cantimploras y estos 90 kilos que constituyen la totalidad de mí. Pero tampoco quise disuadirle. Me gustaba verlo sospechar de las piedras y rastrear ritmos que delataran las huellas de moluscos antediluvianos. Era hermoso ver cómo se paraba a distinguir, entre lo inerte, el eco de lo que alguna vez estuvo vivo.

II

Mi abuelo materno era oriundo de la zona y, gracias a ello, tenemos el privilegio de disponer de una casa en aquellas altitudes. Ahora bien, es un privilegio lejano. Casi 900 kilómetros. De puerta a puerta, 9 horas. Para hacer el viaje llevadero, nos recomendaron Biodramina. Se supone que la finalidad del medicamento es evitar mareos, pero también produce somnolencia, y es cosa sabida que el mejor niño es el niño dormido, más aún cuando hay que cruzarse España. Cumplimos con todos los pasos (prospecto, jeringa, sobornos infructuosos, forcejeo…), pero no sirvió de nada. Los cuatro estuvieron todo el camino con ojos de mochuelo. Después supimos que el problema fue que le habíamos dado la dosis recomendada, mientras que para conseguir que se quedaran traspuestos, beatíficos, se requiere una cierta sobredosis. Nos la calcularon, se la administramos a la vuelta tras mucho guerrear y tampoco sirvió de nada. Tal vez por el efecto rebote, Claudia vomitó a la altura de Peñíscola, eso sí. Fue imposible averiguar si, aparte del desayuno, había echado la Biodramina, así que lo dejamos estar. Horas después descabezó un sueñecito, algo breve, episcopal; aunque estamos bastante seguros de que la Biodramina no tuvo nada que ver.

III

La casa es enorme, pero igual tenemos que apretujarnos para que quepan dos abuelos, 17 tíos y 16 nietos. Pese a la cantidad, a los niños allí apenas se les oye. Se asilvestran de buena mañana entre los pinos y, salvo que caigan al estanque de los renacuajos o les pique una avispa, no se dejan ver hasta la hora del almuerzo. A la una y media se les llama a voces y empiezan a aparecer entre la espesura, como emboscados.

No así Claudia. Pertenece, con sus 18 meses de vida, al grupo de los posbebés, el de los perritos falderos. Son como setas crecidas a la sombra de sus madres. A lo sumo hacen cortas expediciones por el interior de la casa. Y si no se les oye, malo. Desde muy pequeños, los niños callan cuando infringen las reglas, lo que demuestra que las conocen. Callan y merodean esperando una oportunidad. Alguien se deja la puerta del baño abierta y, en cuanto el adulto desaparece, se precipitan silenciosos para meter los brazos en el váter o llenarlo todo de jirones de papel higiénico. Les gusta el mal, el mal que tienen a su alcance.

En ese sentido, otro de los intereses de Claudia ha sido el exterminio de pequeños insectos, y su encarnizamiento era tal que me cuesta describirlo. Bastaba que tuviera vida y fuera más pequeño que ella para que el bicho en cuestión mereciera ser masacrado. Desde la perspectiva de las hormigas, Claudia ha debido ser una especie de Godzilla, 85 centímetros de encantadora e indesmayable devastación. Propinaba terribles pisotones con sus zapatitos del 21. Utilizaba sus manitas regordetas para convertir en puré a las más humildes criaturas de Dios. Y hay que ver lo mucho que lo disfrutaba.

IV

Durante los primeros días estuvo prohibido hacer excursiones, lo que en ningún caso significa que dejáramos de hacerlas. Al parecer había un alto riesgo de incendio en la costa y el fuerte viento podía propagar las llamas rápidamente hacia las montañas. Por tanto, informaban los forestales apostados en los cruces, teníamos que estar en la casa, al menos un par de días, hasta que el viento amainara, a fin de poder evacuarnos con celeridad llegado el caso. Por supuesto agradecimos la preocupación de las autoridades, nos enterneció incluso, pero claro… No es ya que nos gusten las insensateces, sino que la misma insensatez está en el origen de nuestra concepción de la vida, así como en el nacimiento de la mayoría de nosotros. De manera que, cuando supimos de la prohibición, nadie se planteó otra cosa que la mejor manera de burlarla.

El primer día hicimos un tímido y susurrante paseo por los alrededores, pero el segundo ya estábamos 20 o 25 montados al mismo tiempo en la pick-up, con la estimulante esperanza de que nuestra arca de Noé pasara desapercibida, numerosísimos y clandestinos, gozosos e ilegales. A la ida no hubo sorpresas. A la vuelta, en cambio, nos topamos de frente con una pareja de forestales. Veníamos a la caída del día, sudados por la caminata, con mochilas y bastones, en un coche erizado de gente hasta el punto de que mi hermano Pedro tenía que ir sentado en la ventanilla del copiloto. Parecía que iban a darnos el alto, pero se arrepintieron, quizá ante la perspectiva de tener que discutir con una veintena de andaluces que claramente no estaban muy bien de la cabeza, y nos dejaron pasar. Al día siguiente se levantó la prohibición y algunos, desganados, no quisieron salir de la casa.