Graham Greene sueña con papas
«Señor Greene, algunas partes de sus libros son realmente ofensivas para los católicos, pero usted no debería prestar atención», le dijo el papa Pablo VI
Los ateos lo consideraban un escritor católico; los creyentes, un converso sin demasiadas certidumbres acerca de su fe. Lo primero le costó el Premio Nobel de Literatura; lo segundo, serias desavenencias con la curia y sus amistades más devotas.
Graham Greene tenía todas las papeletas para convertirse en un incomprendido, y si no lo fue del todo es porque encontró su lugar donde más conviene a un escritor: en el gran público de su tiempo. Los exhaustos lectores ingleses de posguerra anhelaban una literatura que abordara los temas trascendentales sin abandonar el entretenimiento. Eso les dio Greene con maestría. Su éxito lo elevó a la categoría de superventas en vida, posibilitando la adaptación cinematográfica y televisiva de más de dos docenas de sus relatos.
A pesar de la importancia de su conversión al catolicismo para la postrera comprensión de su vida y obra, se desconocen los motivos que le llevaron a abrazar la fe desde el ateísmo más dogmático. Se sabe que empezó su formación catequética como acto de justicia hacia su mujer, Vivien Dayrell-Browning, para conocer y comprender sus creencias; poco más. «Solo puedo recordar que, en enero de 1926, llegué a convencerme de la existencia probable de algo que llamamos Dios».
Tras el momento de su iluminación, las dudas persistieron y las polémicas con la curia y el mandato canónico proliferaron, hasta el punto de llevárselas consigo a las audiencias que mantuvo con Pío XII en 1950 y con Pablo VI en 1965. En esta última, el pontífice le comentó que estaba leyendo El poder y la gloria, y Greene le recordó que había sido prohibida por el secretario del Santo Oficio. El Santo Padre le contestó: «Señor Greene, algunas partes de sus libros son realmente ofensivas para los católicos, pero usted no debería prestar atención». Pablo VI anularía el Índice de libros prohibidos un año más tarde. Greene siguió «ofendiendo» a los católicos.
Estos dos no fueron los únicos encuentros que mantuvo Greene con los papas de su tiempo. Se llevó a su «mundo propio» –the World of My Own–, como gustaba el escritor referirse a su tan valorado universo onírico –registró todos sus sueños a modo de diario entre 1965 y 1900– sus cuitas religiosas, se encontró de nuevo con los anteriores pontífices y añadió encuentros con Juan Pablo II y Juan XXIII.
El primero no sale bien parado en los tres sueños en los que coincidieron –Greene no guardaba demasiadas simpatías a Wojtyła–: duerme cuando el escritor siente la necesidad imperiosa de confesarse, reparte chocolate como si fuera la hostia consagrada, e intenta el proceso de canonización del propio Cristo. Con Juan XXIII –a quien sí admiraba– soñó una sola vez el último año de vida del Papa. Greene le defendió de tres ingleses que intentaron salpicarle mientras el Santo Padre bendecía el mar.