¿Son necesarias (y justas) las secuelas de sagas cuando muere el autor original?
Vuelve la serie Millennium, esta vez obra de la nueva escritora elegida por la editorial, Karin Smirnoff, después del fallecimiento de Stieg Larsson, el creador, que dejó tres novelas, y del periodista David Lagercrantz, que completó otros tres capítulos
¿Tiene sentido una nueva aventura de Sherlock Holmes después de la muerte de Arthur Conan Doyle? Parece que sí para las editoriales y las productoras de cine que aprovechan el filón del éxito literario. El propio autor del detective por antonomasia acabó harto de su personaje. Imagínese lo que pensaría sir Arthur si viviera.
No parece posible que un personaje retomado por otro escribiente distinto al original alcance unos mínimos de propiedad y de calidad. En ocasiones parece un insulto. Una reproducción de tópicos que vulgarizan la esencia. Y no es porque los herederos sean malos profesionales, sino solo porque no son los creadores originales.
Un personaje nace de una inspiración o de una experiencia personal. Sus características se forman en el caletre del autor antes de su expresión en palabras. Ese es el proceso fundamental del que carecen los continuadores, que simplemente hacen una versión de la historia apoyada en unos caracteres genéricos. Lo genérico que es el enemigo de la particularidad. Otra saga afectada ha sido la cinematográfica de Star Wars, no por muerto el ideólogo George Lucas, sino por la venta de su creación a la nueva Disney ideológica y manipuladora.
Se ha podido ver esta mala práctica, sustentada en los beneficios económicos a los que no están dispuestos a renunciar los propietarios de los derechos de la obras (independientemente de la ausencia del factor esencial: el autor, el inventor, el propietario moral y auténtico del relato surgido de su talento) en multitud de casos. Desde el mencionado Holmes, hasta las historias del pobre Astérix, convertido en un pastiche sin sustancia en los nuevos cuentos sin la cabeza y sin las manos de Goscinny y Uderzo.
Personajes míticos convertidos en su propia imagen sin alma, sin el alma de sus creadores, que no se aprecia a simple vista, pero sí con una mínima inmersión en las oquedades de ese espíritu vacío. ¿Se imaginan que alguien se atreviera a recuperar a El Quijote?
La hacker Lisbeth Salander y el periodista de investigación Mikael Blomkvist no tienen la profundidad de Alonso Quijano. Tampoco Sherlock, basado en unas características populares que conforman su figura para todos los públicos, tiene una sensibilidad irreproducible, pero nadie como Conan Doyle para darle la genuina e irrepetible imaginación de Estudio en Escarlata.
Lo demás es conformarse con la copia, con el vano remedio ante la certeza de la muerte y su significado: más que la desaparición de un cuerpo, la defunción natural de un sentimiento que se trata de recrear en una obsesión propia de un desgraciado (e interesado en este caso) doctor Frankenstein.