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El Debate de las Ideas

Cómo destruir la inocencia de los niños

El pisoteamiento de la inocencia de los niños es lo más nauseabundo del momento que nos ha tocado vivir

Alicia Rubio se ha ganado el derecho a ser escuchada con atención cuando se trata de asuntos de género y educación: en 2016-17, la ultraizquierda y el feminismo lanzaron contra ella a la banda de la porra para reventar las presentaciones de su libro Cuando nos prohibieron ser mujeres… y os persiguieron por ser hombres y someterla a un acoso salvaje en el centro de enseñanza en el que había trabajado durante 27 años, hasta conseguir su baja. Diputada de VOX en la Asamblea de Madrid entre 2019 y 2023, nos dejó intervenciones muy notables, siempre a favor de la vida, la familia y la libertad de educación y en contra del adoctrinamiento woke y de la criminalización del varón por el hecho de serlo.

Los niños han sido los grandes perdedores de la revolución sexual que sacudió Occidente en los 60-70, una revolución que hundió las tasas de natalidad, disparó las de divorcio y sustituyó progresivamente al matrimonio por la pareja de hecho, incrementando constantemente el porcentaje de hijos que no se crían hasta la mayoría de edad con su padre y su madre, y que sufren las consecuencias de esto. El nuevo libro de Alicia Rubio, …Y os utilizaron por ser niños, disecciona el asalto antropológico-moral y educativo que están sufriendo los últimos niños españoles (sí, los últimos, porque cada año nacen menos: la pirámide demográfica se invierte y vamos hacia el colapso por envejecimiento y/o la sustitución poblacional por inmigración masiva).

Discrepo de Rubio en que la principal entre las muchas amenazas que pesan sobre la infancia sea la pronta legalización de la pederastia. El libro analiza una serie de indicios: desde las declaraciones de Irene Montero («Todos los niños de este país tienen derecho a conocer que pueden amar o tener relaciones sexuales con quien les dé la gana, basadas, eso sí, en el consentimiento») hasta los esfuerzos por aquilatar la distinción entre pedofilia (atracción sexual por los niños, de la que el sujeto no sería culpable) y pederastia (práctica del sexo con niños); la pedofilia llegó a ser «despatologizada» –definida como una tendencia en lugar de como una enfermedad– en el manual DSM-4 de la American Psychological Association en 2013.

Pero también hay razones para pensar que la legalización de la pederastia no se va a producir de manera inmediata. La APA tuvo que dar marcha atrás en la citada despatologización, ante la indignación que se levantó. Por otra parte, como documenta el libro, los profetas de la revolución sexual de las décadas de 1950 a los 1970 ya defendieron el derecho de los niños al sexo: lo hizo el pervertido Alfred Kinsey, el sexólogo más influyente del siglo XX, que se jactaba de haber inducido orgasmos a bebés; lo hizo Simone de Beauvoir, expulsada de la Universidad francesa por seducir a alumnas menores de edad y después pasárselas a su compañero Jean-Paul Sartre, y que en 1977 firmó –junto al mismo Sartre y otras estrellas del firmamento intelectual progresista, como Roland Barthes, Gilles Deleuze o Jack Lang– un manifiesto a favor de la legalización de la pederastia publicado en Le Monde; lo hizo Shulamith Firestone, quien entendía que tanto las mujeres como los niños ven su sexualidad oprimida e ignorada por el patriarcado. Pero la marea no llegó más allá: el sexo con niños parece ser el único tabú que resistió a la revolución sexual. Además de su intrínseca monstruosidad, una razón adicional puede estribar en el hecho de que la progresía ha encontrado en la pederastia un arma para desprestigiar a la Iglesia católica (aunque, como correctamente recuerda Rubio, la Iglesia, que puede haber pecado de falta de agilidad en la represión de los casos de efebofilia –pues de eso se trata– sacerdotal, no es sospechosa de ambigüedad en la condena del sexo con menores como un pecado gravísimo).

No se legalizarán las relaciones entre adultos y menores, pero sí se está educando a estos últimos para la promiscuidad, al tiempo que se intenta desprestigiar a sus ojos la heterosexualidad, la familia y la castidad, y se presenta a hombres y mujeres como enemigos (o, mejor dicho, como opresores los primeros y víctimas las segundas). Este adoctrinamiento es introducido so capa de «educación para la igualdad y la tolerancia», «los derechos de los niños», «la prevención del bullying y de la violencia de género» (como si, hasta que ellos llegaron, en las escuelas se educase en la violencia o la intolerancia…). La apelación a estas excusas biensonantes inhibe el reflejo protector de millones de padres que se escandalizarían si supieran lo que se está enseñando a sus hijos.

No se prepara a los menores para formar familias y procrear, pero sí se les anima más o menos explícitamente a la promiscuidad y la sexualización prematura

En los talleres de educación afectivo-sexual –como documenta Alicia Rubio– se enseña que nuestra sociedad es patriarcal y se basa en la discriminación de las mujeres y de los LGTB; que «las mujeres son usadas para la procreación y están atadas al hogar, lo cual les impide realizarse y ser libres»; que «la heterosexualidad es una imposición social y una forma de discriminar y crear roles y estereotipos que perjudican a las mujeres y a los homosexuales»… La familia hombre-mujer-hijos, base de la perpetuación de la especie, es presentada como una rancia antigualla al servicio de la hegemonía masculina. De hecho, están desapareciendo del calendario escolar el Día del Padre, el Día de la Madre y el Día de la Familia, sustituidos por celebraciones woke de lo LGTBI, de la liberación femenina y de la diferencia.

No se prepara, pues, a los menores para formar familias y procrear, pero sí se les anima más o menos explícitamente a la promiscuidad y la sexualización prematura. Como explica Rubio, el mensaje viene a ser: «Ten sexo cuando te sientas preparado, y tomando precauciones anticonceptivas». Evidentemente, a los 14 años uno se cree preparado para todo y está deseando mostrar al mundo que ya es mayor. La iniciación sexual precoz sustituye hoy a los ritos de paso a la adultez que caracterizaron a otras sociedades, como demuestra la constante caída de la edad promedio de la primera experiencia sexual.

Nos dicen que tienen que hablar de sexo a los niños «para evitar embarazos y enfermedades de transmisión sexual». En primer lugar, es falaz dar por supuesto que el fornicio entre adolescentes sea inevitable, y que por tanto lo único que cabe recomendar sea la profilaxis: ¿por qué no plantear, en lugar de eso, la educación en la autocontención y el aplazamiento de la iniciación sexual?. En segundo lugar, tras muchas décadas de educación orientada a la anticoncepción y la profilaxis, el número de embarazos tempranos y el impacto de las enfermedades de transmisión sexual entre los jóvenes sigue creciendo. Ello se debe al conocido reflejo de «compensación del riesgo»: cuando se transmite la idea de que «todo tiene solución», se inculca –más, tratándose de adolescentes, insensibles de suyo al peligro– una sensación de falsa invulnerabilidad que se traduce en conductas temerarias.

La educación sexual que se imparte en nuestros colegios –al amparo de «leyes de derechos LGTBI» aprobadas indistintamente por gobiernos del PSOE y el PP– promociona de hecho la homosexualidad. Se hace indirectamente, dando a entender que uno puede ser homosexual sin saberlo y mantener reprimida su tendencia a causa de la supuesta «heteronormatividad» ambiental: lo que procede, pues, es probarlo para comprobar si es así. Cualquiera que trabaje con jóvenes sabe que la homosexualidad -inducida por esta educación- está creciendo.

Y se está fomentando también la transexualidad. El fenómeno rarísimo de la «disforia de género» –que, además, se curaba de manera natural en la mayoría de los casos con la llegada de la pubertad– es usado como pretexto para el desarrollo de una visión absolutamente anticientífica de supuestas «almas» (¿desde cuándo creen los progres en el alma?) masculinas o femeninas atrapadas en cuerpos del sexo opuesto, a las que sería preciso «liberar» mediante la «transición» (es decir, la administración de bloqueadores de la pubertad, de hormonas del sexo opuesto y, finalmente, la mutilación genital). Esta teoría disparatada está siendo enseñada a los niños en las escuelas (a veces, con ayuda de libros como «Julia, la niña que tiene sombra de niño», «Princesa Kevin», etc.). El resultado es que niños que sufren por otras causas –trastornos del espectro autista, baja autoestima, inadaptación social o familiar– son inducidos a creer que su malestar podría deberse a estar presos en cuerpos equivocados. La explosión de casos de FALSA disforia infantil o juvenil está llegando ya a España, tras haber causado estragos en otros países. La nueva Ley Trans nacional la multiplicará. Según datos aportados por Rubio, en España fueron atendidas por unidades especializadas en identidad de género sólo 689 personas en el cuatrienio 2012-2016; en el de 2017-2021, el número ha saltado a 20.755 (entre ellas, niños desde los 9 años de edad). En Cataluña, el crecimiento ha sido de un 7.000 %; en Valencia, de un 10.000 %.

El pisoteamiento de la inocencia de los niños es lo más nauseabundo del momento que nos ha tocado vivir

Rubio atribuye todo este desastre a una oscura estrategia de reducción poblacional mundial (basada en la destrucción de la familia y el ataque a la heterosexualidad, base de la reproducción) urdida por élites transnacionales, con especial protagonismo de la ONU. Sin desdeñar la inercia malthusiana –irracional, pues el problema al que muy pronto se va a enfrentar el mundo ya no es el de la superpoblación, sino el del envejecimiento–, me parece que nuestra deriva está más relacionada con la larga onda de la revolución liberacionista de 1968, que ha ido desmantelando tanto las restricciones moral-sexuales como los vínculos familiares, dejando la sociedad cada vez más reducida a una yuxtaposición de individuos solipsistas esclavos de sus deseos.

Podemos discrepar sobre las causas, pero estamos de acuerdo en que el pisoteamiento de la inocencia de los niños es lo más nauseabundo del momento que nos ha tocado vivir. Hay que suprimir las leyes, talleres, subvenciones, chiringuitos que corrompen a los menores. ¡A por ellos, en defensa de nuestros niños y del porvenir del país!

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