El Debate de las Ideas
Léeme
Sin leer, mira, todavía se puede vivir… Pero no leyendo más que libros malos, la vida debe resultar de verdad penosa
Con permiso de Berlanga, la mejor comedia española es Amanece que no es poco, escrita y dirigida por José Luis Cuerda en un rapto de absurda inspiración. Claro que hay gente a la que no le gusta, pero porque hay gente para todo, y a todos, misteriosamente, nos quiere Dios. Y si la película es tan buena se debe en parte a lo memorable que resulta. Ni un solo personaje hay en ella que no se clave en la memoria: desde el alcalde y su novia, que ya es turgente pero va camino de lo comunal, hasta el cabo de la Guardia Civil, al que llaman santo, y su hijo de controvertido sonambulismo. Incluso los personajes más anecdóticos son inolvidables, como el desdichado hombre-planta, agostado desde la cintura, que en lugar de arraigar en un bancal, lo hizo al borde del camino, como esas espigas cuyas semillas se llevó el viento. Garcinuño, que así se llama el pobre, se queja a Morencos, su hortelano: «¿Cuándo me vas a hacer caso? ¡Que me tienes muy abandonado!» Pero Morencos no está para jaleos porque se acaba de chamuscar el culo a fuerza de pensamientos libidinosos, y cuando este se aleja cuesta arriba, Garcinuño desesperado le ruega: «¡Ven mañana! ¡Y tráete algo de Góngora, que tengo yo cuerpo de Góngora!»
La escena se basta para elevar Amanece que no es poco a la categoría de obra maestra. Ese Garcinuño y su cuerpo de Góngora, que quiere leer a Góngora como última voluntad, casi como viático. Su cuerpo languideciente al borde del camino, necesitado de aliteraciones y contorsiones sintácticas. Todo hace indicar que al final Morencos no le complació, y me resulta incomprensible, sobre todo porque en la actualidad el problema con la lectura es justo el contrario. Tenemos a nuestra disposición bibliotecas, Amazon y la siempre oferente piratería, es decir, poder se puede, solo que no se quiere. Por tanto, que el pobre Garcinuño, queriendo, ansiándolo, se quedara sin leer, es más, sin leer a Góngora, cuando leer a Góngora es el más alto grado de lectura, la archilectura, no tiene perdón. A nadie se le debería negar el pan, la sal ni la literatura.
A veces, sin embargo, no basta con arrimar el libro al necesitado y hay que leerle en voz alta, a la antigua. Sea por problemas de visión, analfabetismo o incluso requerimientos palaciegos –Racine, por ejemplo, ejerció de lector para Luis XIV–, se trata siempre de un gesto caritativo que seguro sirve para abreviar el purgatorio. Al menos eso espero porque, a lo tonto, son ya un puñado de años leyendo a mis hijos todas las noches, salvo, por supuesto, que esa noche juegue el Sevilla. En Mateo 7:11 se dice: «Vosotros, que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos». Así, reconocida mi maldad pero confiado de mi criterio, escojo las lecturas para mis hijos José María y Manuel. Ellos ya saben qué sonido corresponde a cada letra, solo que aún avanzan por la página trabajosamente, desmenuzando cada sílaba. Acometen en solitario libros adaptados a su edad, pero a fin de despertarles el oído, la sensibilidad y el espíritu, les leo un trozo de buena literatura cada noche. ¿Y qué es la buena literatura? Quien la probó lo sabe, y eso es precisamente lo que busco con mis hijos. Porque sin leer, mira, todavía se puede vivir… Pero no leyendo más que libros malos, la vida debe resultar de verdad penosa.
Ahora andamos con Las brujas de Roald Dahl, y considero mi deber no ahorrarles ni un gramo de truculencia. Tanto es así que Manuel vino un par de noches a nuestro dormitorio atormentado por pesadillas, hasta que su hermano le explicó que el truco para evitarlas era rezar justo antes de quedarse dormido. El problema con Dahl es que no siempre está bien traducido, y no lo digo porque lo haya leído en inglés –cosa que no he hecho; aunque debería hacerlo, sobre todo para poder decirlo–, sino porque su prosa cambia como de la noche al día según la edición de turno. En la traducción de Boy de Salustiano Masó, por ejemplo, el estilo de Dahl es terso como las grandes piedras que, supongo, habrá en los fiordos noruegos. En cambio, la edición de Las brujas que manejo es tan aparatosa que me veo obligado a corregirla sobre la marcha. También altero, aunque de esto no tiene culpa el traductor, las localizaciones. No quiero que mis hijos piensen que el Congreso Anual de las brujas se celebró en un hotel de Bournemouth, que está lejísimos, sino en Fuengirola, en el Hotel Las Pirámides, a escasos metros del lugar donde veranean. Así antes de dormir rezan con un plus de devoción.
Hasta la fecha, lo que más hemos disfrutado han sido los cuentos de los hermanos Grimm, en una antología sin endulzar y con las ilustraciones de Otto Ubbelohde. No somos los primeros, ni ojalá los últimos, en comprobar de primera mano la extraordinaria fuerza de estos cuentos, su increíble capacidad para conectar con los niños sin necesidad de aflautar la voz. Se nota que estas historias han sido labradas y afinadas a lo largo de los siglos, en buena medida por los millones de personas que las han contado, pero también por las decenas de millones que las han oído. Por así decir, nacieron en bruto del alma humana, y después, generación tras generación, fueron pulidas hasta alcanzar su forma clásica, en la mayoría de los casos forzada por la labor de los compiladores.
Reconozco que el concepto forma clásica es discutible, principalmente porque hablamos de versiones de versiones de versiones que se pierden en el tiempo. ¿Cuál es la Caperucita original? Nadie lo sabe, pero lo bueno es que mis hijos tampoco. Por tanto, para ellos la Caperucita de verdad, la auténtica, siempre será la de los hermanos Grimm, la que acaba con el lobo desollado. Por eso Manuel se cogió un cabreo morrocotudo el otro día, cuando asistimos a una representación del cuento. En el cartel figuraban los ingredientes principales: la niña, el lobo y la abuela; pero temí que, como suele ser habitual, el teatrillo estuviese lastrado por las buenas intenciones, de las que Dios nos libre, y por esa amorosa, desenfrenada preocupación por la infancia que, a ojos de quienes no la sentimos en tan alto grado, bordea la perversión. Y temí bien. Aquello fue un engendro. De no haber sido vegana –lo sé porque lo repitió varias veces–, Caperucita se habría comido al lobo, aunque, eso sí, habría desentonado con los múltiples discursos a favor de la diversidad y la concordia. Y cuando Manuel salió de allí indignado, queriendo pegarle fuego al edificio, me hinché como un palomo. La vida dirá, pero por ahora no van mal encaminados los niños. Como no podía ser de otra forma, esa noche leímos el cuento de Caperucita, el «verdadero», y luego los arropé con la piel aún tibia y ensangrentada del lobo.