Victor Hugo se sienta a trabajar
El escritor francés tuvo que encerrarse en su habitación, sin ropa y tras cambiar decoración y mobiliario, para poder escribir y entregar a tiempo Nuestra Señora de París
En todo mito reside tanto una ficción como una verdad de fondo. En el mito acerca de la «inspiración» que necesita un artista para crear hay una verdad como una casa, y es que esta, en mayor o menor grado, es necesaria. Hay que estar inspirado, sí. Pero en este mito hay también una ficción no menos grande: creer que esta inspiración llega sola, por ciencia infusa, que es divina, sobrenatural, etc.
No niego la posibilidad del milagro o del momento eureka, pero si estos ocurren un 1 % de las ocasiones, y hay que dejar lo menos un 9 % de margen para la inspiración –a veces expiración– alcanzada a base de alcohol y drogas –esto es también la historia del arte–, al final nos quedamos con que un 90 % de las ocasiones, para inspirarse y crear, hay que sentarse a pensar.
Es lo que hacen la mayor parte de los escritores de todos los tiempos. Se sientan, piensan, escriben; así durante horas; al día siguiente y al otro. En definitiva, trabajan, o se obligan a trabajar. Algunos deben recurrir a las excentricidades con este fin. Victor Hugo prometió a su editor, Charles Gosselin, tener escrita Nuestra Señora de París en el periodo de un año; eso en el verano de 1829. 365 días de cenas, tertulias, reuniones, fiestas y conciertos después, Hugo no tenía nada que mostrar.
En el verano de 1830 Gosselin le concedió una prórroga de seis meses. El libro debía estar terminado para febrero de 1831. Como no se esperaba el 1 % del milagro del que hablábamos, y el 9 % correspondiente al divertimento no había funcionado, el escritor echó mano del método más seguro: encerrarse a escribir.
Los hechos que siguen no comparecen en ninguna edición crítica de la novela, y solo son mencionados de pasada por Graham Robb en Victor Hugo: A Biography. Hay mucho de incierto y de leyenda, pero todo es más que probable visto el resultado: dio a su criado sus ropas de calle para que las confiscara y no pudiera abandonar su refugio hasta el cumplimiento de su objetivo diario –de ahí que se diga que escribía desnudo–; amuebló su habitación de trabajo de manera que las distracciones fueran imposibles –paredes en gris, sofás y silla de trabajo incómodos para no ceder al descanso y la divagación–; y cambió el suelo de la estancia para que crujiera a cada paso.
A partir de septiembre de 1830 el escritor puso fin a su afán procrastinador, y para el 15 de enero de 1831, dos semanas antes de finalizar el plazo, tenía escrita una más de sus inmortales novelas. Nueve libros en dos volúmenes publicados en marzo de 1831 que, sin embargo –afán de perfección tras las prisas– no verán su edición íntegra hasta la octava, en diciembre de 1832.