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Un momento de la representación de 'Orlando', en el Teatro Real de MadridTeatro Real

Un buen montaje evita el tedio en el estreno de 'Orlando' en el Teatro Real

La vistosa puesta en escena del conocido Claus Güth, plena de referencias al cine actual, sostiene el pulso dramático de una de las óperas menos populares del siempre genial G. F. Händel

«Hacer de la necesidad virtud». Esta frase, devuelta a la prosaica actualidad de nuestros días por algún reciente aventurero de la política, la tenía bien grabada G. F. Händel desde que decidió buscarse la vida como compositor. Sajón nacido en Halle, y bien viajado por Italia en sus años de afirmación musical, cuando finalmente decidió instalarse en Inglaterra acertó con gran fortuna a complacer al público de su tiempo mediante la técnica del buen camaleón, atento siempre a las demandas de la taquilla. Hasta el punto de ser considerado, durante mucho tiempo, como su gran compositor «nacional». George Bernard Shaw, tan excelente crítico como dramaturgo, sin ir más lejos, llegó a afirmar que «si el Doctor Johnson hubiese sido compositor habría compuesto como Händel».

Pero eso fue mayormente en su última época creadora, cuando se convertiría en una «institución sagrada», según el autor de Pigmalión, venerada y reverenciada casi unánimemente por los británicos. Su enorme popularidad se cimentó en la habilidad para servir al gusto de la época, en su caso, encaminando su extraordinario ingenio a componer oratorios, grandiosos y directos, de gran poder descriptivo, murales sembrados de colores que ensalzaban las virtudes de los severos personajes del Antiguo Testamento, con su ejemplo moralizante, capaces de sobreponerse a cualquier adversidad para terminar triunfando sobre el mal en exaltaciones corales de extraordinarios sugestión, vigor y efecto.

Senesino, el cotizadísimo «castrato»

Hasta entonces, su grandeza se había forjado en los escenarios teatrales londinenses, donde a partir del 1711 se instaló con éxito componiendo obras líricas a mayor gloria de los mejores cantantes de la época, portentos vocales como Senesino, que deslumbraban a los asistentes con una mezcla de pirotecnia y emociones a flor de labio como no se había escuchado hasta la fecha, por la potencia y la extensión de sus instrumentos casi «inhumanos». Para el cotizadísimo «castrato», que había decidido someterse al terrible clima de las islas a cambio del estipendio más alto para una artista de la época, Händel compuso Orlando, la ópera que ahora acaba de estrenarse en el Teatro Real madrileño.

Un momento de la representación de 'Orlando', en el Teatro Real de MadridTeatro Real

La obra trazó un nuevo camino para este autor, al que ya no le bastaban los recursos de siempre para atrapar al voluble (o sofisticado, según se mire) público inglés, siempre ávido de novedades. En uno de los capítulos de su Viaje de Inglaterra, Holanda y Flandes, Pierre-Jacques Fourgeroux describe su decepcionante experiencia al asistir a varias de las obras líricas de Händel, en 1728, «como un concierto sobre el escenario», lo mismo que otro impenitente viajero de aquel tiempo, Charles Burney, denominaba «concierto de disfraces». En realidad, lo que se anunciaba como ópera era sobre todo el vehículo para la prioritaria exhibición de los cantantes más renombrados del momento. En palabras de Fourgeroux, allí se echaba en falta: «danza, decorados elaborados, maquinaria escénica y coros dotados de movimiento propio para cada cantante». Dicho de otro modo, teatro, o con menos pretensiones, espectáculo.

De ahí que con Orlando el compositor intentase dar un giro, un impulso a su trabajo para adaptarse a los nuevos tiempos, introduciendo personajes fantásticos como el demiúrgico Zoroastro, cuya mágica presencia le serviría para excitar la imaginación de los asistentes a través de elaborados efectos escénicos. Al mismo tiempo, Händel, conocedor del cierto hartazgo que las viejas fórmulas, demasiado estrictas y tasadas, de la ópera seria, comenzaban a provocar en los espectadores, probó a realizar algunos ajustes en la escritura musical. Dotó de mayor plasticidad a algunas de las piezas vocales principales, como el momento más destacado del protagonista, Orlando, ese en el que se desata una locura que ya anticipa la de Assur en la Semiramide de Rossini, para imprimirles un sentido dramático más auténtico o depurado, algo que aún se aprecia mucho mejor en sus siguientes títulos, sobre todo en una de sus obras maestras, Alcina.

Güth convierte al héroe militar Orlando estéticamente en una suerte de cruce entre John Rambo y el protagonista de 'American Sniper', el filme del gran Clint Eastwood

Pero en ese festín de las voces que a su modo aún continúa siendo, más allá de sus innovaciones, a este Orlando le sobra duración: considerada en su totalidad, no hay en ella más que un tercio de música realmente sublime (lo cual ya es mucho decir, incluso para esta compositor), comparada con otras de sus obras mayores, la citada Alcina, Giulio Cesare, Rinaldo o Ariodante. Teniendo en cuenta que el asombro que procuraban al público de su época el poder escuchar a los grandes «castrati» ha pasado a mejor vida, y que ni siquiera disponemos ya de cantantes históricos, más próximos a nosotros, como los Sutherland, Horne, Caballé o Ramey (que contribuyeron a rehabilitar este repertorio en el siglo pasado), la tarea de mantener la tensión con espectáculos que alienten el interés del espectador de hoy, sometido a la inabarcable oferta cultural del momento, recae en gran medida en el trabajo de los directores de escena.

Un momento de la ópera 'Orlando', en el Teatro Real de MadridTeatro Real

Por eso el acierto que mantiene en pie este Orlando, sin que la mayoría del público acabe pidiendo la hora (hubo algunos bostezos durante los 180 minutos y deserciones en el descanso), se encuentra esta vez en el efectivo montaje que de este título ofrece Claus Güth, capaz de lo mejor y de lo contrario. En esta oportunidad, convence al proponer una aproximación temporal que no chirría, mateniendo el tipo incluso hasta ese final feliz que era una convención inexcusable de la época.

Güth convierte al héroe militar Orlando estéticamente en una suerte de cruce entre John Rambo y el protagonista de American Sniper, el filme del gran Clint Eastwood, con unas dosis de las características carcajadas del Joker, a los que se parece mucho más que al Travis de Taxi Driver, aunque la publicidad se sirva ahora de la referencia a la película de Scorsese, que siempre concede una más honda coartada intelectual.

Un barrio de Miami

En cualquiera de las referencias sugeridas, al exmarine Orlando, supuestamente «tronado» por su participación directa en los horrores bélicos, no le cuadran los elevados versos que le proporcionó Carlo Sigismondo Capece, algo que podemos pasar por alto. Como tampoco que se pretenda matizar el hecho de que la insania atribuida al personaje de Ariosto la provoquen los celos, consecuencia de ese delirio amoroso que Bacon, en sus divagaciones sobre la materia (casi calcadas del discurso de Zoroastro), atribuye en los «hombres con ardor guerrero» a «la afición que sienten por el vino, y el hecho de que estar sometido a un peligro constante parece exigir la compensación del placer». Tan poca fe en la pasión poseían las mentes más racionalistas.

Un momento del 'Orlando' de Händel, en el Teatro Real de MadridTeatro Real

Funciona bien, además, pese a que en principio podría parecer reiterativo, el decorado giratorio «marca de la casa», que convierte las verdes praderas en un condominio algo destartalado de un barrio de Miami (con la posibilidad intuida de un ciclón, sutil referencia a los grandes cataclismos que en el barroco daban lugar a escenas sobrenaturales, de gran aparato) donde conviven los protagonistas. Todos muy bien dirigidos desde el punto de vista actoral, una faceta que en nuestro tiempo debe necesariamente compensar las extraordinarias cualidades canoras de las estrellas de la época haendeliana, sobre cuyas capacidades vocales reposaba en gran medida todo el éxito. Lo que allí era deslumbramiento ante el puro fenómeno físico de aquellos sonidos, incluso con su capacidad de conmover, aquí se reemplaza con algo de teatro (basado en referencias a la cultura popular de hoy, sobre todo las que aportan el cine y la tele) y una compañía de canto eficaz, más que deslumbrante.

Entre los cantantes triunfó, por encima incluso de los contratenores, la exquisita soprano Giulia Semenzato, la voz más operística de cuantas se escucharon: bien proyectada, con excelente dicción y caudal suficiente para imponerse sobre la orquesta, de expresión adecuadamente elegíaca en el canto «spianato», coloratura precisa y agudos bien colocados, expresiva y muy desenvuelta como actriz. Ojalá podamos escucharla pronto en otros papeles.

La pobre respuesta que Anna Prohaska obtuvo en los aplausos dejó las cosas bastante claras

Lástima que Anna Prohaska no brillase al mismo ni parecido nivel: permanentemente gritona en cuanto debía asomarse a las alturas, de volumen justo y expresión meramente correcta, en cambio da perfectamente la medida de su seductor personaje, algo que los directores de escena (que muchas veces son, además, en estos tiempos, los auténticos responsables del «cast») privilegian al situar por delante una determinada imagen frente al puro desempeño canoro, un craso error que, como se ha visto ahora, no convence al público: la pobre respuesta que esta soprano obtuvo en los aplausos dejó las cosas bastante claras.

En cuanto la última época dorada de los cantantes históricos asomó su declive, los contratenores acudieron prestos a tomar el relevo propiciando una nueva moda con resultados que no convencen a todos por igual, pese a que una legión de partidarios defiende su presencia como lo más natural y adecuado para encarnar esos mismos roles que a menudo ofrecían los Senesino y demás portentos, rivales en el oficio.

Detalles sugerentes

Personalmente me parece estupendo siempre que el elegido resulte Philippe Jaroussky, un cantante que en alguna ocasión se ha asomado a la perfección, pero que ya desea hacer otras cosas. Aquí han comparecido dos de los más aclamados estos días, el protagonista, Christophe Dumaux, y su rival Medoro, Anthony Roth Costanzo. Ninguno de los dos posee el poderoso instrumento que deberían caracterizar a héroes (sobre todo en el caso de Orlando) capaces de conmover a las rocas, cuando no de partirlas con un certero golpe. Ambos exhiben voces de reducido caudal pero expresión matizada. Roth Costanzo tiene además un timbre si acaso en exceso penetrante. Defienden muy bien tanto el canto más recogido como, mayormente Dumaux, los momentos de pura bravura. Su escena de la insania constituyó uno de los más logrados, y aplaudidos, de toda la función.

Un momento de la representación de 'Orlando', en el Teatro Real de MadridTeatro Real

Esta vez, el concertador, Ivor Bolton, ofreció una lectura algo desigual, plana y aburrida por momentos, aunque no desprovista de sugerentes detalles en algunos acompañamientos de gran delicadeza, de una partitura que no mantiene intacto el pulso narrativo, con algunos números excelsos junto a otros prescindibles, lo cual redundó seguramente en esa falta de vigor desde el foso que, en cambio, en esta ocasión, sí suplió la notable fluidez de la escena. Recordamos alguna interpretación mucho más luminosa, imbuida de una mayor fantasía y contrastes a cargo de William Christie, pero eso son palabras mayores… Lo mismo que Les Arts Florissants están a años luz del conjunto de la casa en este repertorio, por más que sea preciso reivindicar el esfuerzo de ese llamado Monteverdi Continuo Ensemble por aportar sus dosis de rigor estilístico, y las voluntariosas aportaciones del núcleo de la orquesta titular. Seguramente todos irán afianzándose en las futuras funciones programadas de un título interesante, pero seguramente no tan pródigo en bellezas como varios de sus hermanos.