Jorge Freire: «La amnistía es extraordinariamente grave porque es el Estado el que pide perdón»
«Nuestra generación ha tenido que llevar a cabo por la fuerza un reajuste de las expectativas; hay una serie de cosas que se nos habían prometido y que ahora mismo, como adolescentes cabreados, las estamos reclamando», señala el autor de La banalidad del bien
Jorge Freire es uno de los pensadores más chispeantes que hay en España hoy. No es sólo chispeante su verbo y el modo como hila ideas, sino que, como la yesca, puede prender un fuego que nos haga contemplar las sombras de esta gruta feliz en que nos hallamos. En su nuevo libro, La banalidad del bien (Páginas de Espuma) habla de la necesidad de educar nuestras emociones, de vacunarnos contra el incesante activismo y contra la tentación de saciar nuestro hedonismo a corto plazo. Un libro que explica por qué no estamos practicando la virtud, sino que cada ciudadano se está transmutando en «publicista de sí mismo».
–En este libro leemos: «La banalidad del bien es un refuerzo del mal». ¿Es la banalidad una característica de nuestro tiempo?
–El exhibicionismo moral ha existido siempre, y siempre se ha disfrazado de virtud lo que en el fondo no era más que golpe de efecto. Acerca de estos temas no vamos a decir nada que no dijera ya, por ejemplo, el padre Gracián en el Barroco. Lo que sucede es que, en tiempos en que cada ciudadano es publicista de sí mismo, todo este movimiento llega a su paroxismo, a su extremo. Vivimos en una cultura mundial –en mi antepenúltimo libro la llamé «la cultura de la agitación»– que ha dado la espalda a la virtud y que ya no busca el Bien –con B mayúscula–, sino que busca los bienes. Es lo que podríamos llamar buenismo.
Estoy radicalmente convencido de que el wokismo es una herejía del luteranismo y responde a ese vaciamiento progresivo de las iglesias a partir de los años 70
–Parece que hoy ser buenos casi consiste en descargarnos una aplicación que diga: «Soy de los buenos». ¿Nos importa más la pose que el contenido?
–Sí, por supuesto, importa más la pose que el contenido. No seré yo quien critique que las empresas más contaminantes del mundo de repente se caigan del guindo, y se presenten como punta de lanza del movimiento verde. Pero eso supone cabalgar muchas contradicciones. El capitalismo adopta la forma de todo aquello que toca, incluso aquello que en principio se le opone. Más allá de eso, la banalidad del bien supone que hay ciertos conceptos morales que se van desdibujando, como el de la culpa. La culpa ya no es una cuestión individual, sino que empieza a convertirse en una especie de mancha grupal que se va diluyendo progresivamente; uno nunca es culpable del todo, porque todos somos culpables de algo. Ha sido muy revelador que un partido político, en concreto Podemos, atizase este fantasma de la culpa colectiva para rehuir la rendición de cuentas. Es decir, cuando tú eres culpable de haber excarcelado y rebajado penas a más de mil de violadores y de agresores sexuales, no puedes seguir manteniendo que todo hombre es un potencial violador, porque, al desdibujar esta culpa, estás exonerado a aquellos que son indudablemente culpables. Y a medida que la culpa se diluye, y que nadie es culpable de sus actos, se va orillando el perdón. Es lo que llamamos cultura de la cancelación.
–¿Es el wokismo una nueva religión?
–Estoy radicalmente convencido de que el wokismo, en el fondo, es una herejía del luteranismo y responde a ese vaciamiento progresivo de las iglesias a partir de los años 70; al final, las aguas de la religión han ido a desaguar en estos cauces. Las energías religiosas que están de fondo en lo que llamamos «lo woke» explican, entre otras cosas, ese predestinacionismo y esa obsesión con el pecado, en una cultura que, teóricamente, ha dejado de creer en él. Y también ese empeño por salvarse mediante la conciencia –declararse «concienciado»–, la «sola fide», y no mediante las obras.
Vamos a tardar mucho tiempo en ser conscientes de las consecuencias que tiene para nosotros la descomposición de la familia
–Hablando de perdón, ¿la amnistía que negocian los políticos es perdón o es impunidad?
–Es perdón, pero de una forma bastante perversa. Los indultos suponen un gesto de munificencia, porque el poderoso tiende su mano al réprobo y le dispensa un perdón. La amnistía es todo lo contrario. En este caso, el Estado es quien pide perdón a los delincuentes, lo cual supone que, por treinta monedas de oro, o en este caso por siete votos, va a renunciar de un plumazo a su «auctoritas». Y se va a deslegitimar porque el Estado está reconociendo, por de pronto, la Vulgata independentista, en función de la cual la nuestra no es una democracia plena y se ha impedido votar libremente a parte de la población. Todas esas fantasmadas se van a convertir en verdad oficial. Por siete míseros votos, el Estado va a perder para siempre su «auctoritas». Es una cosa extraordinariamente grave. Es una cuestión de perdón, porque es el Estado el que pide perdón.
–Volviendo al libro, en estas páginas se alude a la precariedad de expectativas en las nuevas generaciones. Esa precariedad convive con una ristra de buenos sentimientos de que todo lo que estamos haciendo con nuestro sudor salva al planeta. ¿Es una trampa del capitalismo actual o es una añagaza surgida de manera improvisada?
–Una célebre tertuliana boomer decía que los jóvenes de ahora no se emancipan y no tienen una casa en propiedad porque estamos pendientes del festival de verano y de la suscripción a Netflix. Y a mí se me vino a las mientes otra posibilidad. Y es que a lo mejor esas válvulas de escape, como Netflix o el festival de verano, son las que impiden que todo esto estalle por los aires. Nuestra generación ha tenido que llevar a cabo por la fuerza un reajuste de las expectativas, porque se trata de una crisis de expectativas. Es evidente que nuestra generación vive mejor que ninguna generación en la historia de la humanidad. Pero eso no quita que haya una serie de cosas que se nos habían prometido y que ahora mismo, como adolescentes cabreados, las estamos reclamando. Este tema no es sólo una cuestión económica, pues responde a unas nuevas dinámicas en las que la adolescencia se va prolongando hasta la primera revisión de próstata. Pero al mismo tiempo, cuando hablamos de vida buena, no se trata de una buena economía, sino de una estabilidad personal que te permita edificar un proyecto de vida. Y eso es evidente que en nuestra generación se tambalea. Entonces, quizá la estrategia consista –lo han visto claramente en los departamentos de marketing– en que, toda vez que la vida buena no es accesible, vamos a estimular el buenismo, vamos a atizar la buena conciencia de los consumidores. En ese momento el bien se convierte en bienes; el bien empieza a producirse a granel. Eso que hemos llamado capitalismo moralista es la enésima estrategia de los departamentos de marketing, una vez que han visto que el bien es un valiosísimo valor añadido.
–De modo que lo que antes era la vida buena, o la búsqueda de la salvación del alma, de alguna manera ahora se ven sustituidos por un mero bien de consumo.
–Sí, sí, efectivamente. Sí, estoy completamente de acuerdo. El bien y la propia salvación son bienes de consumo. Suscribo punto por punto lo que dices. Creo que no puedo añadir nada.
–Otra idea que aparece en el libro es la adoración a la máquina. ¿«Tecnodicea» es la palabra?
–Me gusta mucho ese concepto de «tecnodicea», pero alguien lo había acuñado antes que yo: Patxi Lanceros. Se le pueda llamar «tecnodicea» o se le puede llamar «razón gerencial». El culto a la máquina es un culto redentorista y, en resumidas cuentas, es un mito oscurantista. Es una retórica que todo lo fía a unos tecnócratas o expertos, o autoproclamados técnicos. Cuando se desató la epidemia de la covid, hubo quienes afirmaban que, en un sistema de libertades restringidas como el de la autocracia china, iba a ser mucho más fácil controlar el virus. Y eso es mentira. Esta idea de que hay una especie de sanedrín de expertos que deberían ocuparse de las cuestiones acuciantes –que es la esencia de la tecnocracia– es la labor de zapa de la antipolítica. Es tan profundamente antidemocrático que deberíamos denunciarlo. Hoy es más complicado de refutar, por la especialización del conocimiento. Y empieza a decirse que hay ciertas cuestiones que nos atañen a todos, pero que no deberíamos decidir entre todos; lo deberían decir aquellos expertos que salen en televisión y nos dicen que, por mor de la Cuarta Revolución industrial, hay una serie de empleos que se van a ver abocados, de forma ineluctable –y no hay nada que hacer, porque la suerte está echada–, a la extinción. Hay que preguntarse –aparte de que ser experto coadyuva a una profecía autocumplida– por qué hemos de dar por hecho que esa persona tiene que decidir algo que, en último término, es una decisión relativa a toda la población.
El emperador está desnudo, y en el comité de expertos no había nadie. Es la esencia del burocratismo
–Pero en aquel comité de expertos de la covid, en realidad, no había nadie.
–No hace falta que haya nadie. Para regir una sociedad, no es preceptivo que el centinela esté en el panóptico. Simplemente, basta con pensar que hay un centinela. No hace falta que haya un comité de expertos, para legitimar decisiones arbitrarias que se han tomado para capear una pandemia que, además, ha dado lugar a dos estados de alarma inconstitucionales. Quedan justificadas porque se trata de un sanedrín de expertos que no existía. Esa es la parte más interesante. El emperador está desnudo, y en el comité de expertos no había nadie. Es la esencia del burocratismo. La responsabilidad es de otro que está en el despacho contiguo, aunque no haya nadie.
–Ahora comienza EncuentroMadrid, y participas en estas jornadas hablando sobre la amistad. ¿Es la amistad un antídoto, mediante su cercanía humana, contra la banalidad del bien?
–Sí, la amistad es uno de los lazos más fuertes que podemos tejer. Y la banalidad del bien surge como epifenómeno de una época marcada, entre otros aspectos, por la soledad no deseada. Igual que los problemas de salud mental que surgen al desdibujarse las redes afectivas y debido a la descomposición de las redes familiares. Creo que vamos a tardar mucho tiempo en ser conscientes de las consecuencias que tiene para nosotros la descomposición de la familia. Por supuesto, una de las formas de tratar de recomponerlo sería la amistad.