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Una balanza en una ilustraciónLu Tolstova

El Debate de las Ideas

Conservatismo II: ¿qué hay que conservar?

Los verdaderos conservadores entendían que solo desde una posición piadosa es posible proceder a una reforma conservando lo que de bueno y verdadero posee lo presente

¿Qué hay conservar? Se trata de una pregunta frecuente cuando se habla de ser conservador o de conservatismo. ¿Conservar, acaso, un mundo de ayer ya periclitado y en gran medida injusto y al que, por lo demás, es imposible volver? A estas preguntas u otras semejantes solo cabe dar una respuesta adecuada si previamente se adopta una posición que podríamos llamar «existencial», y que consiste en percibir lo real concreto como un legado, es decir, como un presente que se recibe en términos de bendición, y ello a pesar de la parte indeseable que le pueda acompañar. Si ahora llevamos esta reflexión, quizá demasiado general o abstracta, a la concreta situación vivida en Francia en los prolegómenos de la Revolución, cuando los Estados Generales se «constituyeron» a sí mismos en «Asamblea Nacional», podrá entenderse mejor nuestra primera afirmación. Ante hechos tan decisivos, cabe, en principio, adoptar dos posiciones básicas: una primera, la de quienes piensan que todo cambio constituirá una apuesta arriesgada, con más probabilidades de empeorar las cosas que de mejorarlas, una posición que bien puede llamarse «inmovilista». Y, una segunda, que estaría formada por los «reformistas», es decir, por la de aquellos que optan por acometer sin demora la reforma parcial o total del orden social y político vigente. Todo indica que la posición inmovilista en la Francia de aquel momento era minoritaria respecto de la reformista. «En Francia –pudo escribir a este respecto Burke– la opinión acerca de una Constitución libre era unánime. La monarquía absoluta tocaba a su fin. Exhalaba su último suspiro sin la menor queja, sin la menor resistencia, sin la menor convulsión». Lo decisivo se jugaba, por tanto, en la posición reformista, y es de aquí de donde nacen todas las complejidades, en el sentido de que lo decisivo no era reforma sí o reforma no, aspecto sobre el que existía un amplio consenso, sino en cómo y desde dónde debía acometerse dicha reforma. De modo que, en muchas cuestiones, no era tanto el qué o contenido objetivo de lo que había de reformarse lo que separaba a unos de otros como el «desde dónde» se debía acometer todo aquello que había de ser reformado. Y será esta divergencia en la posición del punto de origen lo que marcará el verdadero cruce de caminos, la encrucijada decisiva en la que los espíritus se iban a dividir desde entonces, dando lugar a las dos grandes fuerzas espirituales y políticas surgidas en aquel momento, la de liberales y conservadores.

¿Cuál es esa posición original que mueve y separa a unos reformistas de otros? La respuesta podría formularse así: los conservadores deseaban acometer cuantas reformas fuesen necesarias desde la piedad y la reverencia debida a la obra de los antepasados; los liberales, en cambio, lo pretendían desde una posición vanidosa y de desdén hacia el legado histórico. Ciertamente, unos y otros veían y comprendían los defectos de la marchita monarquía absoluta, pero encararon su reforma con un espíritu completamente distinto. «No soy ajeno –confiesa Burke– a las faltas y defectos del Gobierno que ha sido derrocado en Francia, y creo que no estoy inclinado ni por naturaleza ni por sistema a hacer un panegírico de algo que sea justo y natural objeto de censura». La diferencia estaba en que Burke, y los verdaderos conservadores con él, entendían que solo desde una posición piadosa es posible proceder a una reforma conservando lo que de bueno y verdadero posee lo presente.

Pero ¿en qué consiste esta piedad, esta virtud poderosa que salva y conserva las cosas que se pretenden reformar en vez de destruirlas? Desde esta perspectiva, la piedad consistiría ante todo en una mirada cordial y benévola sobre las cosas, de modo que la vida y la historia son percibidas desde un agradecimiento profundo. Entendido así, piadoso es quien se sabe heredero, sin mérito alguno por su parte, de un legado que, pese a todas sus imperfecciones y sombras, constituye un presente valioso y digno de estima, que ha de ser respetuosamente acogido y mejorado para la siguiente generación. Ser piadoso es asumir que la vida, con todas las cosas que la hacen posible, ha sido dada sin ninguna razón de necesidad, es decir, gratuitamente y que, consecuentemente, nadie vive para sí mismo, porque nadie ha nacido de sí mismo. Y si la vanidad y el orgullo son inseparables, lo mismo sucede con la piedad y la humildad, por cuanto el piadoso está lejos de creerse mejor o más sabio, ni con más luces que aquellos que le han legado el patrimonio de una civilización que él no ha forjado. Se trata de una posición existencial que capacita al individuo para saber que en muchas ocasiones, parafraseando a Pascal, la tradición tiene razones que la razón individual, o incluso la de una generación entera, no entiende.

Los reformistas movidos secretamente por la vanidad, en cambio, aun cuando procedan en su intención a la mera reforma de las instituciones, no pueden evitar abrir un proceso que es de suyo revolucionario, precisamente por su propia vanidad. ¿En qué consistiría dicha vanidad? Esta no sería otra que cosa que la presunción de pensar que se puede reconstruir una sociedad milenaria desde la propia razón, como un hospital tras un incendio. O pensar que el futuro está en poder del hombre, o que la historia se conduce necesariamente hacia una perfección moral y humana. Es igualmente vanidoso pensar que el mal es extirpable, o que no llevamos un pecado de origen en nuestro interior y que el hombre se puede salvar a sí mismo. Resulta también fruto de la vanidad pensar que de la libre discusión emerge necesariamente la verdad, o que uno es libre cuando hace lo que quiere sin sujeción a un orden preexistente de las cosas. Como tampoco deja de ser vanidad creer que los sistemas políticos se construyen desde la sola razón o el mero acuerdo de voluntades, dando prevalencia al experimento sobre la experiencia; o que basta proclamar los derechos del hombre para que estos sean respetados y reconocidos. Y, sin duda, es vanidad creerse más sabio que los padres, y creer que una generación basta para saber qué cosas sirven al bien común y la prosperidad de una nación y cuáles no. Tampoco deja de ser vanidoso considerar que todas las generaciones han sido ciegas o vivido en la oscuridad hasta que la presente ha visto la luz y ha descubierto la libertad y la razón. Es vanidad, en suma, creer que sólo existe en el cielo y en la tierra lo que es pensable por la sola razón individual y con ello el entero racionalismo que hace de la razón del hombre la medida de todas las cosas.

La verdadera reforma, la reforma conservadora, por el contrario, es aquella que parte de una posición de reverencia y reconocimiento de la labor hecha por los antepasados. Sabe de las injusticias heredadas del pasado y se propone repararlas y corregirlas. El conservador no es ciego ante los males que necesariamente acompañan a toda obra humana y que van adhiriéndose sobre las instituciones como el óxido al hierro, pero sabe igualmente que si esa reparación de las injusticias históricas se pretende o acomete desde el orgullo, la presunción o la vanidad de creerse superiores a los antepasados, o más sabios y justos que ellos, entonces esa reforma o será revolución o será la antesala de la revolución. Lo decisivo, por tanto, es desde dónde se pretende la reforma social y política. Porque es ese «desde dónde» lo que determinará su dirección y destino. Hasta el punto, quizá, que unos mismos hechos y acciones, incluso coincidentes en su materialidad, poseerán una significación por entero distinta y avanzarán por caminos divergentes. Y no es solo cuestión de «intención», que también, sino, insistimos, de la posición moral y espiritual del agente reformista. Solo desde el amor filial es posible que las reformas sean conservadoras de lo que se pretende reformar, en tanto que todo lo que no nazca de este espíritu de filiación será una acción necesariamente disolvente o, si se prefiere, revolucionaria. Los reformistas vanidosos convergen de este modo, aun quizá sin pretenderlo, con los revolucionarios y terminan siendo ellos mismos revolucionarios, aunque se tengan a sí mismos por «moderados» e incluso por «conservadores».