¿Por qué vuelve el viejo vinilo?
Las ventas de LP superan en algunos lugares a las de cedés, mientras algunos artistas recomiendan sin complejos el antiguo formato
El de la nostalgia constituye uno de los grandes negocios de nuestro tiempo. Véase lo que ocurre estos días con el tan promocionado retorno del vinilo, que algunos auguraban definitivamente desterrado de nuestras precarias existencias. Resulta que hoy, en algunos lugares, sus sorprendentes ventas superan a las de los redentores cedés, e incluso hay artistas que, como sucede con la aclamada soprano Lise Davidsen y su reciente grabación de canciones navideñas noruegas, estos días, se permiten recomendar en primer lugar este añejo formato bajo el argumento de lo «cool».
Cando la Davidsen nació, allá por 1987, el cedé ya había iniciado su ascensión, al menos seis años antes, y algunos incautos, hartos de los molestos «scratches», incluso comenzábamos a despojarnos de nuestros viejos LP, aunque fuese rematándolos por unos céntimos. Necesitábamos el espacio para esos novedosos, deslumbrantes contenedores de música, pequeños, limpios y manejables, con los que quizá comenzara ya a fraguarse una suerte de fijación amorosa hacia los objetos de apariencia simple, lisa y pulida, como las actuales pantallas de los teléfonos móviles, según proclama Byung-Chul Han en alguno de sus recientes libros.
Pero ahora, quienes habíamos reunido montañas de cedés capaces de convertir cualquier nueva mudanza en una odisea (prueben a desplazarse con más de 6.000 unidades), además de encontrarnos con que las nuevas plataformas de streaming nos permiten almacenar en los dispositivos móviles el equivalente a toda la música enlatada que acumulamos durante años, multiplicada de modo exponencial, nos enfrentamos además al dilema de sucumbir a los cantos de sirena de quienes proclaman el retorno victorioso de aquellos mismos LP que un día creímos haber despedido para siempre.
La justificación de un sonido «más puro»
La coartada, cómo no, es el sonido. Novedosos procedimientos anuncian el resurgir de aquellos viejos vinilos, ahora convenientemente «remasterizados» –es preciso echar mano de jergas para iniciados que, dándole al lenguaje una vuelta de calcetín, justifiquen ahora la operación–, con las mismas, u otras, portadas de antaño y un sonido «más puro». Eso sí, solo para quien esté dispuesto a pagar, a precio de menú de buen restaurante, lo que en otro tiempo nos había costado seguramente la mitad: una grabación de la Novena de Beethoven en lectura de Otto Klemperer se ofrece estos días por casi 50 euros; el Debussy reunido de Walter Gieseking cuesta unos 90, mientras la Lucia berlinesa de la Callas alcanza los 250.
¿Existen tales diferencias de sonido (el streaming siempre ofrece una calidad contrastadamente menor, aunque también se suceden mejorías sustanciales) que justifique volver a dejarse el salario en aquellos LP que pudieron acercarse a eso que Kafka atribuía únicamente a los mejores libros («ha de ser un hacha para clavarla en el mar congelado que hay dentro de nosotros»)? Alguna vez he participado en varias de esas catas para virtuosos de la audiofilia que se celebran en selectos domicilios en los cuales han logrado reunir equipos de sonido por los que, en aras de la máxima calidad y fidelidad, se ha llegado a pagar el equivalente a la entrada de un piso.
En esas reuniones solo se escucha música proveniente de vinilos, y no de cualquier manera. Recuerdo que en una sesión nos sentaron a los asistentes en varias sillas, con un espacio por el medio, todas emplazadas en una misma fila frente al aparato de alta fidelidad, reverenciado como un tótem, del que nos separaban al menos un par de metros. En un momento dado, el anfitrión apagó las luces de la estancia y yo pensé erróneamente que allí iba a dar comienzo algo divertido, como el juego de la «gallinita ciega». Pero no, se trataba de propiciar la máxima concentración. Inmediatamente puso a girar el tocadiscos y por los altavoces se escuchó un jazz de altos vueltos, como poco, algo del Thelonius Monk más experimental.
¿Qué es mejor, un directo o una buena grabación?
Pese a ganarme para siempre el terrible anatema de mis amigos audiófilos, no sabría precisar si aquel LP, reproducido en condiciones casi ideales (quizá faltara un antifaz como los de los aviones para cada oyente), sonaba mejor que la misma grabación inserta en la gélida circunferencia metálica de un cedé y reproducida por la milagrosa precisión del láser. Al fin y al cabo, y aunque hubiera derramado una furtiva lágrima al pasar por lo que un día había sido aquel templo neoyorquino de Tower Records, junto al Metropolitan, siempre he preferido la audición en directo, aunque no siempre podamos disfrutar de la Filarmónica de Berlín en nuestro auditorio, al sonido enlatado, y previamente manipulado, de una grabación en estudio. Celibidache solía decir al respecto que la diferencia entre una y otra experiencia era la misma que podía haber entre contemplar a Brigitte Bardot en carne mortal o hacerlo o a través de una fotografía.
No, en la mayor parte de los casos no es el sonido lo que (también a mí) nos ha animado a muchos a volver ahora al vinilo, recuperando del desván o adquiriendo platos reproductores, con sus brazos armados de agujas bien dispuestas para vulnerar un microsurco que, pese a todos los cuidados y avances correctores, jamás volverá a ser ya el mismo tras una primera audición, provocando en tantas ocasiones esos molestos ruidos externos que se adhieren a la grabación como el zumbido de una avispa.
Qué va… Lo que realmente desencadena esta vuelta a los orígenes es pura y simplemente una reminiscencia. En estos días, en una de esas tiendas que hay por Madrid, donde se despachan vinilos de segunda mano (en ocasiones incluso sin «desvirgar», según el lenguaje de los esforzados coleccionistas que frecuentan estos garitos, a veces subterráneos, como las catacumbas), me asaltó la portada de aquel primer Trovatore de Verdi que, en los 70, grabó Zubin Mehta para la antigua RCA. La fotografía en la carátula recrea alguna vieja producción, fiel a la época, con Plácido Domingo, Leontyne Price y Sherrill Milnes caracterizados como el trío sobre el que gira la intriga amorosa de esta ópera, basada en el drama romántico del escritor chiclanero Antonio María de los Dolores García Gutiérrez, también autor de zarzuelas como El capitán negrero y la comedia Doña Urraca de Castilla. (Por cierto, en este registro también figura, como Ruiz, el tenor británico Ryland Davies, fallecido la semana pasada, profesor de varios jóvenes cantantes españoles, como el barítono Gabriel Alonso Díaz, en la Escuela Reina Sofía).
Los sutiles mecanismos de la memoria
La observación de la imagen impresa en esa grabación que, sin dudarlo, adquirí inmediatamente pese a ya disponer de ella en cedé, me produjo un efecto similar al de la célebre magdalena de Proust. Con la evocación de uno de los primeros LP que me regalaron cuando debía tener diez u once años, surgieron en cascada toda una serie de recuerdos. El sonido del timbre de casa cuando mi hermano llegaba del colegio, poco más tarde, y que solía siempre coincidir (como él también recuerda aún), en inexplicable puntualidad, con la pista del vinilo sobre la que se escucha el célebre coro de los gitanos y su animado repicar de yunques.
La voz aterciopelada de la Price (que luego disfrutaría aún más en el temprano registro de Karajan en Salzburgo) aportando un rayo de luz en las tardes grises de aquellos interminables inviernos norteños, disfrutada sin distracciones ni prisas. Y tantas otras remembranzas que, en realidad, constituyen esos sedimentos temporales que fosforecen aún más cuando, al volver ahora a colocar los vinilos en el tocadiscos, los sonidos agitan imprevisibles sutiles mecanismos de la memoria.