El Debate de las Ideas
Armando Pego: «El moderno quiere resultados, quiere ser eficaz y seguir avanzando. El antimoderno prefiere descansar, sentarse y conversar»
El autor sigue engrosando su selecta trayectoria literaria con un nuevo libro, Anti(pos)modernos españoles
Armando Pego Puigbó sigue engrosando su selecta trayectoria literaria con un nuevo libro, Anti(pos)modernos españoles, en el que revisa a toda una serie de autores, desde Ganivet hasta García-Máiquez, que no han querido bailar al ramplón son de la modernidad. Nos sentamos con él para charlar sobre este sugerente recorrido:
–Armando, una vez te leí en una entrevista que en realidad tu vocación era de lector. Algo que no es muy habitual hoy en día, porque aquí todo el mundo quiere escribir su libro. Este Anti(pos)modernos españoles es la obra de un lector que escribe para lectores.
–Sí, aparte de porque para poder escribir es necesario haber leído, he creído siempre que la gente madura por lo que lee, por lo que encuentra fuera de sí, no por lo que lleva dentro. Esta pretendida idea mayéutica de la nueva pedagogía, de que todo está dentro de ti… no es así, lo que te abre la visión de la realidad es lo que otras personas han escrito antes que tú, cómo han interpretado la realidad. No estamos encerrados en el presente, hay una continuidad histórica. Si tú lees a Dante, te conviertes en contemporáneo de Dante. Dante ya no es alguien del pasado, que ha muerto, sino que es alguien que vuelve a hacerse presente en tu lectura aconsejándote. Esa experiencia atraviesa el tiempo. La tradición no es simplemente un pasado en que se conserva un depósito de conocimientos, sino que es un diálogo vivo que siempre se hace presente. Permite un atisbo de eternidad. Ser lector hace posible asomarse a la eternidad.
–Has hablado de Dante y pensaba en Guido Cavalcanti, con el que tú sientes una gran afinidad. Aparece también en tu libro a propósito de Masoliver, de quien haces un comentario muy divertido cuando dices que «sus criterios de traducción del texto ponen a prueba hasta quebrarla cualquier paciencia filológica». Pero funciona.
–Masoliver demuestra que para leer bien no hay que ser un filólogo, alguien que domina una técnica. Yo creo que el auténtico lector es el que es capaz de hacer el texto suyo. De modificarlo, de transformarlo, de vivirlo. No convertirlo simplemente en un producto cultural, sino que lo experimenta como un producto vital. Por eso cuando uno lee la edición de Masoliver tienes esa sensación de no entender nada de lo que está haciendo, por qué traduce así, pero como él, como lector, se está enfrentando a la obra de Cavalcanti, dialoga con él. Los defectos de traducción son también sus aciertos de lector.
–Aparte de Masoliver y de ti, ¿hay alguien más que haya dialogado con Cavalcanti?
Reconozco que la edición de Masoliver que salió en Siruela fue una auténtica iluminación. Cuando se es joven uno lee con los amigos. La lectura es individual, pero sobre todo es una lectura compartida en la cual unos van leyendo junto a otros. El caso de Masoliver en su etapa de secretario de Ezra Pound en los años 30 la vivimos como una proyección, cincuenta años después, en un claustro de una facultad española unos chavales jóvenes, con toda la vida por delante, que se entusiasmaban con los versos de un poeta que nadie leía y que seguramente solamente ellos, como cruzados secretos, leían y podían compartir como si fueran una clave íntima de amistad.
–En tu libro, incluso desde su título, aplicas al contexto español lo que escribió Compagnon sobre los antimodernos. ¿No crees que hay muchos matices en esa caracterización? Podría parecer a primera vista que los antimodernos forman un bloque más o menos homogéneo, pero cuando se mira con atención se descubren muchísimos matices.
–Mi referencia a los antimodernos también es por mi etapa formativa en los años 90, cuando había aquella especie de fascinación por los escritores de la República, y entre ellos, claro, estaban los escritores falangistas. Había una especie de rescate arqueológico: eran fascistas, o al menos se les calificaba así, pero eran como el relicario de lo que nunca más podía ocurrir, se les podía diseccionar. Y ahora, veinte años después, estamos de nuevo en esas luchas en las que no se les puede ni nombrar…
Yo creo que el término antimoderno no es exactamente equivalente al de conservador, ni a escritor de derechas, ni a escritor católico, sino que hay todo un conjunto de matices que unen a todos estos autores. Hay evidentemente diferencias claras, y son más los que podríamos calificar como conservadores y tradicionales, pero incluso estos se pueden encontrar en una situación estética más avanzada, incluso de crítica cultural y política a la modernidad.
–No me negarás que hoy en día, hablar de escritores falangistas, de escritores de derechas, requiere de una cierta vocación al malditismo.
–Compagnon percibía bien esa ambivalencia. Los escritores malditos del siglo XX son los escritores conservadores. Su derrota aparentemente política no oscurecía su triunfo estético. Pero también creo que en el antimoderno hay una crítica de la modernidad en su lado más oscuro, que es la que la vincula con el totalitarismo. La asociación entre democracia y escritores avanzados, estéticamente, no debe darse necesariamente por descontada.
–De ahí la importancia que le das al rechazo a esa concepción de la historia progresista y hables de los cronoclastas.
–Es clave la ruptura de la idea de progreso inexorable. Por el contrario, la modernidad, sobre todo la modernidad ilustrada, contiene una dimensión disciplinara: en el fondo, pretende que nadie logre escapar, que nadie pueda ocultarse, que nadie pueda estar seguro, ni siquiera en el vientre de su madre; no hay ningún lugar al que el Estado no alcance, con la excusa de emanciparlo de cualquier atadura. La idea de una salvación inmanente se vuelve destructiva.
–El título de tu libro es una especie de jeroglífico. Por un lado estarían esos antimodernos que reaccionan y desvelan esa parte oscura de la modernidad. Pero si la modernidad ha acabado y estamos ahora en la posmodernidad, ya no se podría ser antimoderno porque ya no existe aquello contra lo que reaccionas. Puede parecer un juego de palabras, pero me gustaría conocer tu opinión sobre si realmente la posmodernidad ha roto con la modernidad, es algo diferente de la modernidad, o es más bien una modernidad tardía, en sus últimos estertores.
–Comparto la idea de que la posmodernidad es una modernidad acelerada que intenta disfrazar su vínculo con la modernidad, deshacer sus huellas, como si fueran las trazas de un crimen. Viene a decir: olvidemos de dónde venimos para poder seguir el itinerario que nos hemos marcado. La posmodernidad en el fondo vendría a ser como la repetición del final de la historia. Hegel quiso dar testimonio del final de la historia. La posmodernidad a su modo repite este movimiento. Encierra una pulsión tanatológica: para poder triunfar, desde una perspectiva de escatología inmanente, la historia debe acabarse para sencillamente poder recomenzarse.
–Revisando los autores que abordas, de algunos, precisamente los más antiguos, como Ganivet, me ha llamado la atención alguna cita de una actualidad impresionante. Como cuando Ganivet escribe que los españoles llevamos en el bolsillo una carta foral con un solo artículo: «este español está autorizado para hacer lo que le da la gana». Es imposible, estos días, no pensar en Pedro Sánchez.
–Sí, llama la atención la lucidez de alguno de estos escritores, que quizás entre brumas descubren vetas muy profundas del espíritu español con que encarar su realidad. Parece imposible superar ese estadio de la frase atribuida a Cánovas del Castillo: español es quien no puede ser otra cosa.
–Cuando hablas de Wenceslao Fernández Flores escribes algo también muy actual: las etiquetas no se utilizan para describir ni definir, sino que se utilizan sobre todo para desafiar o para aniquilar al adversario.
Cincuenta años después de haber intentado cerrar un sepulcro que no dejamos de abrir y cerrar, parece que hoy se esté repitiendo el mismo mecanismo. En el fondo es lo que decíamos antes, que parece que ser español consiste en estar demostrándose a sí mismo continuamente que no se es español. Los anti(pos)modernos demuestran que se puede ser español de otra manera, en un sentido afirmativo, no en un sentido siempre agónico, de lucha continua con la propia identidad.
–Lucha que ya cansa un poco, por no decir que bastante.
–Sí, en esto el 98 ha hecho mucho daño.
–Siguiendo con tus anti(pos)modernos, te atreves a citar a Pemán, ahora que hasta han quitado la placa de su casa, aunque también es cierto que, precisamente por esto se están reeditando algunos de sus libros.
–Pemán es, desgraciadamente, uno de los grandes olvidados de la tradición española reciente. Es un hombre ciertamente con sus claros y oscuros, como todos nosotros, pero en él hay un compromiso con la escritura, un compromiso con una visión sólida de España, con una capacidad para tender la mano y reconstruir los puentes nacionales, que es imprescindible reivindicar; sobre todo el libro reseñado, Antígona, que es una reescritura del clásico de Sófocles. Con esta obra de Pemán encontramos un ejemplo mayor de la idea que habíamos comentado al principio: el autor que es lector.
–Lo que también se ve en tu libro es eso tan español de los dos caminos, que a veces se entrecruzan, lo barroco y lo clásico, en el Siglo de Oro conceptistas y culteranos, o también la novela picaresca por un lado y por otro lado las grandes elevaciones místicas. Es notable ver que en el siglo XX estas categorías persisten, aunque no como compartimentos totalmente estancos.
–Conceptistas y culteranos son las dos caras de una misma moneda. La literatura española tiene un componente barroco intenso. El conceptista quiere adensar al máximo la correspondencia entre objetos, el culterano amplía esa correspondencia. Pero, junto a categorías y periodizaciones, sin ningún ánimo canónico, mi libro selecciona sus autores recorriendo la geografía de la península, porque esa variedad refleja la riqueza cultural de la literatura española. Son formas diferentes de enfocar los mismos problemas respetando su propia singularidad. Trazo así líneas de un punto a otro: de Masoliver, mediterráneo y catalán, al gallego Cunqueiro, y del asturiano Ayesta al andaluz García-Máiquez…
La pérdida de los clásicos grecolatinos sin duda, pero sobre todo de los libros históricos, poéticos, sapienciales, legales incluso, de la Biblia.
–También tienen sitio en tu libro varios poetas, que pertenecen a esa franja de la literatura que sólo leen unos pocos elegidos. Cuando hablas de Rosales haces referencia a un rasgo clave: la apertura a lo religioso.
–La apertura a lo religioso pasa por una apertura al misterio del lenguaje. El poeta lucha con las palabras, las ama para que le concedan, con el peso de la historia común, el sentido exacto de sus inquietudes. En ese sentido se puede decir que la poesía mantiene una natural salida hacia lo religioso.
–A continuación, hablas de Jiménez Lozano, del que destacas la presencia del misterio de la muerte en su obra.
–Es una reflexión sobre el misterio de la aparente inutilidad de la vida, en el sentido del Eclesiastés. Todo es vanidad, sí, pero él lo repetía muy a menudo: ese pequeño soplo que es la vida lo compensa, porque en ese pequeño soplo está el aliento de Dios, lo real contra lo que la nada nada puede.
–¡Qué importante es tener una buena base bíblica!
–Es fundamental. Éste es uno de los grandes dramas de la cultura actual: la pérdida de los clásicos grecolatinos sin duda, pero sobre todo de los libros históricos, poéticos, sapienciales, legales incluso, de la Biblia. Familiarizarse con ese fondo de sabiduría, que no exige la lectura continuada desde el primer al último versículo, cultiva una memoria que acaba transformando el ethos de cada uno.
–Estos autores no se entienden sin ese trasfondo.
–No, no se puede entender a Jiménez Lozano, a Martínez Mesanza o a García-Máiquez. Incluso tampoco a un autor cuya presencia en mi lista puede sorprender: Ramón Gaya. Su realismo digamos transfigurado está en la base del cristianismo, para el cual la realidad no es simplemente una apariencia. La encarnación apunta siempre más allá, su consistencia propia siempre es penúltima, no es definitiva, es preciso verla a través de la mirada de Dios que la llama a alcanzar su gloria.
–En Ramón Gaya se ve muy claro cómo a veces la etiqueta superficial no coincide con lo realmente valioso de su obra. Si antes hablábamos de la conexión con la literatura barroca, aquí hay que hablar de Velázquez.
–La base no sé si es el estilo barroco, pero sí que es el mundo clásico español, es decir, el momento de configuración de una identidad propia, definida, no desde la uniformidad, sino desde una diversidad constitutiva.
–Jiménez Lozano encontraba como rasgos de lo español la identificación entre la gens hispánica y la ortodoxia.
–Sin esa base desaparece la identidad hispánica, que no quiere decir una identidad confesional: es una identidad cultural, antropológica, de entendimiento de cómo son las relaciones sociales, familiares, cómo es el contacto con la muerte y cómo nos relacionamos con nuestra tradición, que viene definida por una mirada católica.
–Descubres también a Julián Ayesta, que es uno de los secretos literarios que cada vez es menos secreto.
Desde las citas iniciales de Garcilaso y Vicente Aleixandre en Helena o el mar de verano, la idea de paraíso remite de nuevo a la experiencia cultural del lenguaje. En él se manifiesta, se expresa, aparece ante nuestros ojos, directa y misteriosamente a la vez, la realidad. Al nombrar las cosas, las cosas mismas se presentan. Este milagro habría sucedido en nuestra época clásica, en Garcilaso, claro, pero también en Góngora, aunque en él asomen las dudas de hasta qué punto es posible mantener en vilo esa extraordinaria tensión.
–A propósito de Ayesta, hablas de lo que es un clásico, de esa obra que te ofrece la posibilidad de contemplar el presente desde el pasado, donde se hace realidad lo que decías antes de desvanecer las fronteras temporales.
–Porque el protagonista al final de la novela está persiguiendo, loco de amor, a la chica con las palabras de Garcilaso, con las palabras de Virgilio. Su sensibilidad, su forma de tratar de explicar los sentimientos que le están asaltando, no puede ser más que a través del lenguaje y de la cultura que tiene a su alcance.
–La literatura, cuando no conecta con esa tradición cultural, es banal.
–Es irrelevante, en efecto.
Esto me lleva a otros dos poetas, a Miguel D’Ors y a Julio Martínez Mesanza. Aprovechas a D’Ors para hablar de la tradición, y aquí se oyen ecos de aquello del patriarca D’Ors, todo lo que no es tradición es plagio.
–Es que la tradición impulsa el experimentalismo, que no consiste necesariamente en romper con la tradición, sino en llevar a efecto, de la manera más exigente, sus propias posibilidades. Siempre insisto en que el pasado no está desconectado del futuro, ni viceversa. La función del presente es facilitar que el futuro pueda cumplir las expectativas contenidas en el pasado, siendo con sus propias energías aquello que debía llegar a ser. Existe una responsabilidad del presente con el pasado que se convierte en su deuda con el futuro. No le es lícito impedir al futuro que pueda conectar con lo que los autores del pasado habían anticipado, habían prefigurado. Esto es también muy bíblico, en un sentido cristiano: todo es figura de alguna realidad futura.
–En Mesanza se ve claro que lo barroco y lo clásico no están tan alejados, sino que están más bien conectados.
–Mesanza tiene un pie en cada uno, un sentido lírico-moral y épico a la vez. Descubre que la ética hoy en día está en quiebra, pero, aun así, es capaz de cantar a aquello que se ha perdido. Al cantar a lo que se ha perdido, vuelve a resonar en el presente.
–Acabas con los dos autores probablemente más conocidos del público actual por su labor como columnistas: Juan Manuel de Prada y Enrique García-Máiquez. A De Prada, que pasa por ser el más reaccionario, tú le ves su lado modernista.
–Como opinión personal de lector, creo que toda su producción está marcada por la imagen que diseña en Las máscaras del héroe. De Prada entroncaría así con el mundo del modernismo alternativo, curiosamente bohemio y castizo, de Pedro Luis Gálvez, de Cansino Assens, de Rafael de León. Aunque seguramente no se siente reconocido, De Prada es a su manera un vanguardista de derechas a la contra…
–En cambio, Enrique García-Máiquez es más clásico y sosegado, pero también incorpora estilísticamente muchos hallazgos de las vanguardias.
–Enrique García-Maiquez, que es un creador arraigado en todos los niveles en formas clásicas y tradicionales literarias y políticas –familia, religión y patria–, es a la vez un experimentalista consumado. Las figuras retóricas que utiliza una y otra vez lo conectan con los barrocos, con Quevedo o Gracián, pero también con Ramón Gómez de la Serna. Su extraordinaria habilidad consiste en presentarlas ante el público como si fueran fruto de una sencillez que no esconde un trabajo muy exigente de reelaboración lingüística.
–También citas, en García-Máiquez, ese esfuerzo, casi de artesano, para que todo, incluso la tipografía, esté muy cuidado.
–La obra bien hecha es como la vida bien hecha. En la obra está la vida, de manera que la vida hay que modelarla como una obra artística. Nada queda al azar en sus libros: revisados y releídos amorosamente, muestran una voluntad no solamente de cortesía y de respeto, sino el cálido ofrecimiento de intimidad con el lector.
–Eso también es bastante antimoderno.
–Sí, porque el moderno quiere resultados, quiere ser eficaz y seguir avanzando. El antimoderno prefiere descansar, sentarse y conversar.
–En las páginas finales de tu libro citas a Compagnon, que presenta la antimodernidad como hija del romanticismo. Me parece que leyendo tu libro se puede negar esa tesis, al menos que todo antimoderno tenga que ser un romántico.
–Ya señalaba De Maistre que había que distinguir entre los antirrevolucionarios y los contrarrevolucionarios: el antirrevolucionario en el fondo buscaría hacer la revolución al revés, mientras que el contrarrevolucionario se exige actuar de modo contrario a la revolución. No sólo cabría hablar de antimodernos, sino también de contramodernos, es decir, de quienes se oponen a la modernidad sin negarla para poder escapar a sus juegos y también a sus trampas.
–En Francia hay una reivindicación tanto de sus literatos del siglo XX como de su Grand Siècle, Corneille, Racine, Molière…Otro tanto ocurre en otros países como Inglaterra. Pero en España, me parece, ignoramos mucho a nuestros autores más recientes. Parece que lo español se acabase en el Quijote y el Siglo de Oro. Luego tendríamos a Moratín, Espronceda, Bécquer y Lorca, que siempre queda bien. Poco más. ¿No te parece que vivimos de espaldas a nuestra tradición literaria más cercana, que tú reivindicas en tu libro? Yo mismo he pensado, al leer tu libro, ¿cómo es que no he leído esto? A lo mejor estoy leyendo a un francés o un inglés contemporáneos y desconozco obras claves de la literatura española.
–Deberíamos respetarnos más y dejar atrás un cierto complejo cultural que nos mueve a estar sólo al día de las novedades, o no tanto, extranjeras, como si hubiéramos estado encerrados en medio de un secarral que nos hubiera impedido desarrollarnos culturalmente. ¿Por qué no reconocer que hay autores españoles a la altura de sus contemporáneos europeos, pese a que hayan estado sistemáticamente olvidados? Cabe emprender la tarea de volver a leerlos no sólo porque nos hablen de nuestros sentimientos, sino porque lo hacen en el horizonte de nuestra propia lengua que es el más privilegiado para afrontar nuestros desafíos históricos y culturales. ¿De qué sirve estar leyendo las últimas novedades norteamericanas o francesas, cuando todavía uno no ha podido disfrutar de Cunqueiro y su Merlín y familia, de La casa encendida de Luis Rosales o de Europa de Martínez Mesanza?