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Jaime Balmes

El Debate de las Ideas

Conservatismo III: conservadores, moderados e interesados

En un análisis de máximo interés, señala Balmes que, en un primer momento, en 1835, la distancia que separaba los dos partidos, el exaltado o progresista y el moderado, era muy poca

En sus escritos políticos no es infrecuente que, por la década de 1840, Balmes llame a los miembros del Partido Moderado «conservadores» y al mismo Partido Moderado lo nombre como el Partido Conservador. No sorprende, por tanto, que procedente de dicho Partido, de una facción al menos, acabara formándose el Partido Liberal Conservador de Antonio Cánovas del Castillo. Pero con ello, el término «conservador» ha adquirido una ambigüedad quizá insalvable y que no puede soslayarse. Y esta ambigüedad no es otra que la de usar el término conservador tanto para designar a aquellos que se oponen a los principios que dieron origen a la Revolución francesa, como a aquella facción de quienes aceptando los principios de la Revolución optaron por una vía moderada en su aplicación.

En un pasaje fundamental, es el propio Balmes el que señala la génesis de los tres partidos nacidos con la Revolución: uno, el propiamente «revolucionario» que no renuncia a los postulados maximalistas y a los métodos radicales y violentos para alcanzar sus fines; otro segundo, más pragmático y gradualista que el primero, pero que no dejará por ello de mostrarse firme en sus postulados de un cambio radical del orden social, será éste el partido progresista; y, finalmente, un tercer partido que se constituirá en el partido moderado, partido que en su propia denominación formula todo su programa de gobierno y que podría sintetizarse así: sí a los principios de la Revolución, pero con moderación. En palabras del pensador de Vich: «Con la palabra moderado se intenta comúnmente designar un partido que, sin abandonar los principios liberales, trata de aplicarlos con mesura y templanza».

En un análisis de máximo interés, señala Balmes que, en un primer momento, en 1835, la distancia que separaba los dos partidos, el exaltado o progresista y el moderado, era muy poca. Sin embargo, en poco tiempo, continúa, el desacuerdo entre ambos había crecido hasta el punto de verse a sí mismos como partidos antagónicos. Nacidos de una misma matriz, la diferencia de «temperamento» les conducía a una evolución muy distinta, en especial al partido moderado que se veía a sí mismo adoptando posiciones cada vez más conservadoras en algunos puntos esenciales. Finalmente, se habían constituido en el partido del orden, y sus dirigentes asumieron el papel de guardianes del régimen constitucional liberal en aparente equidistancia entre la derecha carlista y la izquierda progresista. Eran el partido de «centro» o, si se prefiere, la derecha del liberalismo.

Sea como fuere, en palabras de Balmes, los moderados se convirtieron en «los hombres de la situación», es decir, en los hombres llamados a gestionar el mundo social y político surgido tras la desaparición del «antiguo régimen», desde una política que podría llamarse «pragmática». Pero el resultado de esta evolución no estaba exento de un carácter paradójico. cuando no directamente contradictorio, pues si en un principio el partido moderado de 1833 «estaba destinado a moderar los ímpetus de una revolución osada en sus fines y violenta en sus medios, el otro (el partido moderado de 1844) está destinado a conservar los intereses creados de una revolución consumada y reconocida». Y así es como ha surgido un partido conservador… de la revolución. Rasgo éste que ha podido ser igualmente imputable a la generalidad de los partidos conservadores del Viejo Continente. «El entero mundo moderno, se ha dividido en conservadores y progresistas –decía Chesterton en 1924–. La tarea de los progresistas está en cometer errores. La tarea de los conservadores está en prevenir que dichos errores sean corregidos».

El hombre moderado

Unas décadas antes de estas palabras de Chesterton, otro inglés notable, John Henry Newman, había señalado con su habitual perspicacia que el carácter típico del hombre moderado se halla en que es reacio al cambio cuando éste es demasiado rápido, pero es insensible y ciego a los procesos de corrupción cuando estos son lentos y graduales. El moderado no alcanza a entender, decía, que sin estos procesos de corrupción previos no habría lugar para las revoluciones.

Una incomprensión que, según Newman, puede explicarse por el apego que los moderados tienen por lo general a su posición social y que no quieren ver puesta en peligro. Son «situacionistas», como señalaba Balmes, porque la situación ha terminado por resultarles favorable o, al menos, no perjudicial, a sus intereses personales, de modo que su objetivo es la conservación de un statu quo que por nada del mundo quieren poner en riesgo. Surgen así dos conservatismos no siempre fáciles de distinguir.

De hecho, para cualquier observador que no conociera el interior de los corazones, entre el común de los profesores de Oxford y el Newman previo a su conversión a la Iglesia católica no existiría diferencia alguna, pues tanto ellos como éste eran amantes del orden y de las buenas costumbres, gustaban de las virtudes hogareñas y de las tradiciones, ¿qué era, pues, lo que les separaba?, ¿en qué no coincidían el santo inglés con «los intachables caballeros ingleses amantes del orden y de su casa»? Newman lo tiene claro: ellos no amaban la verdad, no al menos como la amaba él.

«No creo que la mayor parte de los clérigos, ni la mayor parte de los habitantes de los colleges, los Heads, los fellows -con todas sus buenísimas cualidades –hará decir al protagonista de su famosa novela Perder y Ganar– hayan buscado nunca la verdad». Para Newman, el auténtico principio conservador de todo orden social, político y religioso no puede ser otro que la verdad, una verdad que, en última instancia, resulta ser siempre religiosa.

Por lo que Newman asumiría plenamente estas palabras de Jaime Balmes: «la verdad es la vida de las sociedades». A su juicio, sería de este desdén hacia la verdad y su indiferencia hacia las causas profundas de por qué las sociedades se corrompen y se pierden en revoluciones de dónde surge la ambigüedad inherente a la política moderada de los partidos de «centro»; y lo que explicaría, igualmente, la ventaja ideológica que acompaña siempre a los partidos progresistas sobre los moderados, porque los primeros sí tienen una «verdad» que proponer, aunque sea falsa.

Con todo, y a pesar de esta desventaja de los partidos de centro sobre los más genuinamente progresistas, los moderados cuentan a su favor con el hecho de haberse constituido en los partidarios del orden y la legalidad, lo que no deja de resultar atractivo para una importante masa social, especialmente en tiempos de convulsión y desorden. El apoyo social de los partidos centristas estaría constituido así por un ciudadano medio que profesa un conservatismo sincero, aunque poco reflexivo.

Es más, este conservador «inconsciente» tenderá a ver en los partidos de derecha que profesan un conservatismo contrarrevolucionario una opción radical y poco conservadora, al presentarse como enemigos del orden vigente y partidarios de una subversión del estado de cosas existente. ¿Cómo salir de esta paradoja? A dar una solución política a esta cuestión es a lo que Balmes consagró su vida por entero.

La opción del pensador catalán fue la distinguir entre la masa social que apoyaba al partido moderado de su grupo dirigente. A su juicio, los jefes del partido serán siempre refractarios a cualquier entendimiento con el conservatismo procedente de la oposición a la Revolución, puesto que ellos sí son conscientes de ser sus continuadores y valedores de ésta, aunque disientan de las políticas más radicales o excesivamente prematuras o precipitadas de los progresistas. Políticas progresistas que, sin embargo, una vez consolidadas no tendrán inconveniente alguno en aceptar y asumir como propias, puesto que ya forman parte del «orden» social.

Es por esto que la opción política de Balmes se centró en atraer a la masa social que apoyaba al partido moderado, al margen de sus dirigentes, mediante una tarea infatigable de persuasión, con el objetivo de hacer ver a este hombre medio que la carencia de profundidad, de ir a la raíz respecto a la verdad de las cosas que acompaña a la política moderada hace de ella el principal aliado de todo proceso revolucionario, y que esta deslealtad con la verdad no puede tener otro resultado, antes o después, que la muerte y la disolución de la sociedad en la que viven. Que es, precisamente, lo que una política verdaderamente conservadora desea evitar.