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Retrato de Edmund BurkeNational Galleries of Scotland

El Debate de las Ideas

Conservatismo IV: Burke y el origen del conservatismo

El buen orden político es aquel que se constituye sobre una ley de sucesión entre las diversas generaciones, que no es otra cosa que una solidaridad efectiva entre los que se fueron, los vivos y los que han de venir

Si el término «conservador» en su sentido político fue acuñado en 1818 por el grupo de intelectuales legitimistas agrupados en torno a la revista Le Conservateur, ¿cuándo nació el conservatismo como hecho histórico socialmente reconocible?

A esta pregunta ha respondido de un modo llamativamente preciso, aunque no exento de buenos argumentos, Lord Cecil: «Gráficamente, y sin hipérbole, puede precisarse el día exacto en que nació el Conservatismo. El 6 de mayo de 1790 discutía la Cámara de los Comunes un proyecto de ley llamada Ley de Quebec, y cuando según la costumbre de aquella época, se procedía a discutir el proyecto artículo por artículo, se levantó Burke y empezó a pronunciar un discurso sobre los asuntos de Francia. No sin razón se le hizo observar que semejante tema era ajeno al objeto de la discusión… Por esto, cuando Fox, en la discusión de la moción incidental expuso sus puntos de vista favorables a la Revolución francesa y entró en el fondo de la cuestión criticando la actitud de Burke, se desarrolló una memorable ruptura. Burke, con gran emoción, se lamentó amargamente de los términos en que se le había tratado: trató a Fox de desafecto y duro para con él, y declaró que, aunque censurado por una parte de la Cámara y abandonado y desautorizado por la otra, entendía haber cumplido su deber y gustoso se ofrecía como víctima para el bien de su país, rompiendo toda amistad con Fox y toda cooperación con su partido… Desde entonces era manifiesto que la afinidad u hostilidad entre las tendencias políticas inglesas quedaría definida por su actitud para con los nuevos principios de los que la Revolución francesa era la primera y más violenta manifestación, y con la protesta de Burke, sacrificando sus sentimientos personales de amistad a la seguridad de su país, puede decirse que nació el Conservatismo».

Unos meses después de esta ruptura con su partido y su toma de posición contraria a la Revolución que estaba aconteciendo en Francia, dio a luz, el 1 de noviembre de 1790, sus famosas Reflexiones, en forma de cartas en respuesta a un joven francés que le requirió su opinión respecto a tan transcendental acontecimiento. Su respuesta fue tan notable y ponderada, su capacidad de análisis de todos los aspectos sustanciales que se hallaban en juego tan asombrosa, unido todo ello a los pronósticos más certeros acerca de cómo habrían de precipitarse los acontecimientos, que tuvo como resultado que sus Reflexiones se convirtieran en una síntesis insuperable del pensamiento conservador mismo. Sobre su repercusión, baste consignar las numerosas ediciones de la obra de Burke que se sucedieron en su propio país, así como su rápida traducción y difusión a los más importantes idiomas europeos. Desde la filosofía y la cultura a la política más práctica y prudencial, Burke fue exponiendo toda una constelación de ideas sumamente coherente y sugestivamente expresadas. Nadie como él, en suma, supo poner en palabras todo un conjunto de sentimientos e ideas representativos de un amplio y, seguramente, mayoritario sentir político de las sociedades europeas.

El trasfondo filosófico en el que se enmarca todo su pensamiento político descansa sobre una idea de orden en sentido fuerte. Nunca dudó Burke a este respecto de la existencia de un orden eterno, de un mundo dotado de sentido. «Todos estamos sujetos a una ley preexistente –escribirá el político angloirlandés–, grande e inmutable, anterior a todos nuestros ardides y estratagemas, superior a todas nuestras ideas y sensaciones, anterior a nuestra existencia misma, que nos une y relaciona a las estructuras eternas del universo, al margen de las cuales no podemos existir. Esta gran ley no surge de nuestras convenciones o convenios, sino que, por el contrario, da a éstos toda la fuerza y sanción que pudiesen tener. Esta ley no surge de nuestras vanas instituciones».

En estrecha analogía con este orden del mundo, el buen orden político es aquel que se constituye sobre una ley de sucesión entre las diversas generaciones, que no es otra cosa que una solidaridad efectiva entre los que se fueron, los vivos y los que han de venir. Por esta ley sucesoria, los ingleses, dice, «siguiendo el modelo de la naturaleza, recibimos, conservamos y trasmitimos nuestro gobierno y nuestros privilegios, del mismo modo que disfrutamos y transmitimos nuestra propiedad y nuestras vidas. […]. Así, preservando el método de la naturaleza en la manera de hacer funcionar el Estado, nunca somos del todo nuevos en aquellas cosas que mejoramos; nunca somos totalmente obsoletos en aquellas cosas que retenemos […]. Al escoger este sistema hereditario hemos dado a nuestra estructura política la imagen de un parentesco de sangre mediante el cual unimos la Constitución de nuestro país con nuestros más queridos vínculos domésticos, al incorporar nuestras leyes fundamentales al seno de nuestros afectos familiares. De este modo hemos mantenido inseparables y hemos amado con el mismo calor y generalidad que ellos se han dispensado mutuamente, nuestro Estado, nuestros corazones, nuestros sepulcros y nuestros altares».

Ley sucesoria que incorpora simultáneamente los dos elementos imprescindibles a todo orden social, el de la permanencia y el del cambio. Pues bien sabía el pensador angloirlandés que «todos debemos obedecer a la gran ley del cambio». Lejos, pues, de cualquier tentación petrificante o inmovilista, el conservador asume la necesidad del cambio y de introducir mejoras como el mejor medio de conservar la sociedad. El conservador es un reformista en el sentido más propio de la palabra, por cuanto sabe de lo fácil que se deforman las cosas y de la necesidad que éstas tienen, por tanto, de reforma permanente. Pero es igualmente consciente de que reformar no es transformar.

Llevadas estas premisas a un orden práctico, bien podrían traducirse en una idea básica, a saber, en la preeminencia de la experiencia sobre el experimento. A su juicio, en efecto, la edificación de un orden social nunca es el resultado de un tratamiento a priori, «porque los verdaderos efectos de causas espirituales no son siempre inmediatos. Frecuentemente sucede que lo que en principio es dañoso produzca, a la larga, excelentes resultados; y también puede darse el caso de que la excelencia se deba a los malos efectos anteriormente producidos. Lo contrario también se produce: sucede con frecuencia que sistemas muy plausibles, que habían empezado por obrar de un modo satisfactorio, tengan a menudo lamentables y vergonzosos finales. Hay con frecuencia en las comunidades oscuras y latentes causas, cosas que, a primera vista, parecen de poca monta y de las que depende, de modo muy esencial, una gran parte de la prosperidad o de las desgracias públicas». Y de ahí que la prudencia política descanse en una firme presunción en favor de aquellas cosas que en el tiempo han demostrado una funcionalidad razonable. Es, pues, la prudencia y no ningún romanticismo o sentimiento nostálgico del pasado lo que lleva a Burke a asumir como suyo el viejo aforismo procedente del Derecho romano: Vetustas semper pro lege habetur.

De modo análogo a como el cambio pierde su poder destructivo y se convierte en una fuerza conservadora cuando se inserta en un orden adecuado de las cosas, la libertad alcanza su máxima bondad cuando encuentra su fundamento en el buen orden civil. Pues al igual que la libertad natural no precede a la naturaleza humana, sino que descansa en ella, la libertad civil o política no es anterior tampoco al orden moral o político, sino que nace con él y se reafirma o desaparece con él. La libertad civil, por tanto, descansa en un orden social bien constituido, en un equilibrio de leyes, instituciones y derechos sabiamente dispuestos. Y, con todo, requiere todavía de algo más, requiere de un mínimum de virtud: «Los hombres están capacitados para las libertades civiles -observa- en la proporción exacta en que están dispuestos a poner cadenas a sus propios apetitos; en la proporción en que aman la justicia más que su propia codicia; en la proporción en que su cordura y su sensatez en el juicio estén por encima de su vanidad y su presunción; en la proporción en que están más dispuestos a escuchar los consejos de los sabios y los buenos, en vez de los halagos de los bribones». Y concluye: «La sociedad no puede existir salvo que se sitúe en algún lugar un poder que controle las voluntades y los apetitos, y cuanto menos se ejerza ese poder desde dentro más tendrá que existir desde fuera». Anticipándose de este modo en más de medio siglo a la tesis que Donoso Cortés hiciera famosa en su célebre Discurso sobre la dictadura: «que cuando el termómetro religioso está subido, el termómetro de la represión está bajo, y cuando el termómetro de la religión está bajo, el termómetro político, la represión política, la tiranía, está alta. Esta es una ley de la humanidad, una ley de la Historia».