¿Y si el Napoleón de Ridley Scott tuviese rigor histórico contra lo que dice Reverte? La clave está en Stendhal
Las críticas a la película del director británico por su falta de veracidad contrastan con las reconocibles semejanzas de la película con la Vida de Napoleón del escritor francés, quien conoció al emperador y a quienes le rodearon
A Ridley Scott, de 86 años, le importan un bledo las críticas sobre la supuesta falta de rigor histórico de su enorme película. Si se quiere Historia pura es mejor ir a la obra de los historiadores o de Stendhal, quien fue contemporáneo, en vez de a la obra de Scott. Quizá «enorme» sea un buen calificativo porque, incluso a pesar de los no pocos juicios negativos, nadie se ha atrevido con la impecable factura del filme.
Arturo Pérez-Reverte, quien la calificó de «disparate indigno» precisamente por su falta de rigor histórico, también dijo que era una buena obra para quien no supiera mucho sobre Napoleón. Es un buen quid teniendo en cuenta que la película está realizada en buena medida para gustar al mayor número de personas, siempre bajo los límites del reconocido artista que es el director británico.
La Vida de Napoleón de Stendhal, el gran escritor admirado por tantos, como Balzac, posterior autor de Rojo y negro o La Cartuja de Parma, contemporáneo del militar corso, admirador romántico y al mismo tiempo denostador objetivo de su figura, hace contrastar, sin embargo, las críticas a la película de historiadores y otros expertos.
Es en ese equilibrio descriptivo de los detallados fragmentos de la vida de quien fue jovencísimo general de los ejércitos de la joven República donde se halla el núcleo de la conexión entre la obra de Scott y la de Stendhal. Cientos de páginas de datos exhaustivos sobre Napoleón, deslavazados, de los que la película se alimenta con puntería milimétrica a la hora de conformar el personaje para llenar, también con muchas licencias, sus escasas dos horas y media de metraje, demasiado poco para semejante empresa, que sin embargo se construye. Dichas licencias son cinematográficas y abundantes, pero dentro de ellas está el rigor histórico de Stendhal que permanece más allá de que Napoleón estuviera o no en la ejecución de María Antonieta, porque lo que está en la imagen es la comprensión de la llegada de un momento clave en la vida del futuro emperador, más allá de que aquello le ubicara en París o en Tolón.
«Las miserables debilidades»
Scott ha construido un pájaro gigante que picotea de Vida de Napoleón para hacer su nido. Una pequeña casa bien trenzada y unida y lograda a pesar de las necesarias ausencias y de la decisión, también necesaria, de pasar por encima, tantas veces, de una biografía inmensa, plena de matices de un personaje que suscitó en su época y lo largo de las siguientes opiniones encontradas por las distintas, brillantes y nada brillantes, caras de su personalidad, como las de una bruta piedra preciosa sin tallar. Aquel hombre de «mirada fija y sombría», que tan claramente interpreta Joaquin Phoenix, con la que las mujeres (Josefina en la película) quedaban «fascinadas».
Stendhal asegura que «el cariño por Napoleón es la única pasión que le ha quedado», lo cual no le impide «ver los defectos de su espíritu y las miserables debilidades que se le pueden reprochar», como la «ignorancia" (de la que sabía salir con listeza) de su «educación incompleta»: «Aparte de matemáticas, artillería, arte militar y Plutarco, no sabía nada», dice Stendhal, una realidad plasmada en el filme.
La personalidad reflejada en la pantalla por Scott sigue esa dualidad que muestra la inconcreción de la identidad, de la que también ha sido señalado por la crítica, pero está ahí: no se acaba de aprehender al héroe, al raro o al tirano, que es todo lo que era según Stendhal, quien miró al emperador con cariño, al contrario que muy posiblemente el director británico, quizá por ser precisamente británico.
Del mismo modo que todo está detallado casi in situ por Stendhal, también está sintetizado en 2023 por Ridley Scott en un ejercicio de esquema (y construcción propia) monumental. Con esa mirada este Napoleón acierta despasionadamente en la esencia que apasionada, pero serenamente, transmite Stendhal. Está el genio militar, el estratega, el carácter particular del corso extranjero entre franceses que se burlan primero de él por sus orígenes y luego le respetan por su capacidad e inteligencia militar, el auto coronado emperador agreste sin nobleza de cuna frente a la cumbre de altivez de los emperadores de sangre europeos. La película mueve las ramas del árbol de sitio, pero no el tronco.
El hombre odiado por aquellos, el emperador que luchaba en el campo de batalla, el emperador al que odiaban por ello el general ruso Kutúzov o el duque de Wellington. El odiado y admirado como se puede leer también en Guerra y paz de Tolstoi. El odiado por clase y el admirado de forma natural, como en la escena de los jóvenes guardiamarinas ingleses, entusiasmados con su presencia en el estertor de su gloria y el futuro inminente y definitivo en Santa Elena. Nunca hubo guardiamarinas embelesados, pero la escena refleja la realidad de la pura admiración que despertaba entre los jóvenes, expresada de otro modo, pero con el mismo significado que Stendhal, quien incluso llegó a conversar con el emperador.
La admiración juvenil e inevitable stendhaliana no priva al lector de verdades incómodas para el escritor idólatra, que acepta sus bajezas: «El general Bonaparte era sumamente ignorante en el arte de gobernar», «no sabía nada de ortografía», «sonreía, pero no reía», «sin gracia ni soltura», detalles reflejados por Scott más allá de las épicas y espectaculares recreaciones de las batallas de Austerlitz y Waterloo.
El hombre, Napoleón, al que odiaban y admiraban los nobles europeos y rusos (y en cuyas victorias no le reconocían quienes le habían conocido con anterioridad, en la creencia de que había de tratarse de otro Bonaparte distinto a aquel) que hablaban francés como signo de distinción y que quemaron Moscú antes que verla conquistada por aquel advenedizo poliédrico e inclasificable, que continúa esquivo (y no tan impreciso como dicen) en la última mirada (esplendorosa en su pequeñez frente a la inmensidad de su historia) de Ridley Scott.