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Catedral de Burgos

El Debate de las Ideas

Roger Scruton sobre la estética de la arquitectura

La función eminentemente práctica del templo es que se convierte en «lo que nos recuerda que estamos juntos» en la ciudad, y nos recuerda que debemos caminar juntos y en paz «bajo una obediencia compartida»

Uno de los principales comentarios de Sir Roger Scruton sobre la ciudad moderna es una observación arquitectónica: la arquitectura moderna expresa la irreligiosidad de la ciudad moderna.

Pero, ¿qué significa encarnar la irreligiosidad en la arquitectura? Podemos entender esta observación si buscamos orientación a partir de los modelos arquitectónicos clásicos.

Si Dios es cognoscible, entonces tiene rostro. Lo mismo ocurre con los seres humanos. Pero los edificios más característicos de la arquitectura moderna no tienen rostro. O, si lo tienen, siguen funcionando en gran medida como un modo de mostrar una especie de ausencia de rostro.

El culto a la uniformidad es general, al menos en la medida en que no aparece una verdadera pluralidad arquitectónica

Por ejemplo, los rascacielos cuyas fachadas de ventanas se limitan a ser un reflejo de su entorno. En lugar de ofrecer su propio y distintivo rostro a la esfera pública, ofrecen sólo una especie de anonimato servil. Son el reflejo de una ciudad narcisista que se mira a sí misma.

Además, el culto a la uniformidad es general, al menos en la medida en que no aparece una verdadera pluralidad arquitectónica. La falta de rostros característicos individuales en los edificios modernos es lo que hace que los percibamos como feos. Como mucho, ofrecen trucos y formas llamativas de lo incongruente y lo inesperado. Pero esto no es más que una variante de la irreligiosidad egoístamente uniforme que está en la raíz de su génesis.

¿Qué vemos, en cambio, en los modelos arquitectónicos clásicos? Muchos dudarán de que podamos encontrar algo en esas estructuras antiguas que pueda enseñarnos a construir hoy en día. En concreto, ¿qué tipo de rostros tienen los edificios clásicos?

En su introducción a The Aesthetics of Architecture, Sir Roger Scruton escribe: «Los elementos de construcción romanos –arco, edículo, columna adosada, pilastra, bóveda y cúpula– pueden verse como intentos de conservar la presencia sagrada de la columna en el contexto de la vida cívica».

Es la construcción de un templo lo que constituye el primer paso para emprender la tarea comunitaria de construir una ciudad

La columna clásica es un excelente ejemplo de un elemento de un edificio que se asemeja a la forma humana erguida. Análoga a un cuerpo humano erguido, no es el reflejo de un yo que se observa a sí mismo, sino que encarna un sentido de comunidad. Es decir, lo hace presentando una forma similar, pero diferente, situada junto a los verdaderos seres humanos, en la ciudad que sostiene.

Pero la verticalidad de los edificios más altos de la ciudad lleva a cabo otro tipo diferente de imitación: tiene un efecto negativo contra la ciudad humana. La verticalidad del rascacielos puede parecerse a la forma humana, pero no tiene la misma altura. Se eleva tan por encima de los humanos que no funciona como reflejo de una comunidad de iguales.

Tampoco es un poco más alto, como una columna, para así inspirar aspiraciones entre los humanos que forman la comunidad a ser un poco más nobles de lo que ya son. Más bien, la altura de los rascacielos es tan gigantesca y desmesurada que hace que los humanos se sientan pequeños e insignificantes. Como mucho, sólo puede inspirarles a verse como una masa colectiva de ciudadanos; por ejemplo, para sentirse orgullosos de que la suma total de sus esfuerzos sea capaz de construir monumentos a la grandeza de su sociedad de la magnitud de las pirámides.

Sin embargo, la ausencia de rostro en estos gigantes de cristal y hormigón es su característica más inquietante. Como escribe Sir Roger en esa misma introducción: «La nueva ciudad es una ciudad en la que las fachadas acristaladas reflejan su mutuo vacío en las calles que mueren a su sombra. La ausencia de rostro de este tipo de ciudad es así también una especie de ausencia de Dios».

Es en otro lugar donde Sir Roger explica con más detalle esta ausencia de Dios, esta irreligiosidad. Mark Dooley, en Conversaciones con Roger Scruton, le pide a Sir Roger que explique qué tiene que ver la arquitectura con Dios. Sir Roger comienza haciendo referencia a la tradición según la cual «en el monte Sinaí, Dios entregó a Moisés no sólo los Diez Mandamientos y la Ley, sino también el diseño del Templo». En otras palabras, la construcción es un asunto público que implica la participación de los mandamientos divinos.

No se puede construir un hogar, ni sentirse uno en casa, sin un uso implícito de lo divino como punto de referencia

En palabras de Sir Roger, es «la construcción de un templo» lo que constituye «el primer paso para emprender la tarea comunitaria de construir una ciudad». La ciudad comienza con su espacio sagrado. La función del templo imbuye a lo secular de la sacralidad que requiere: «Es una consagración de la tierra y una llamada al hogar».

En otras palabras, no se puede construir un hogar, ni sentirse uno en casa, sin un uso implícito de lo divino como punto de referencia. La función eminentemente práctica del templo es que se convierte en «lo que nos recuerda que estamos juntos» en la ciudad, y nos recuerda que debemos caminar juntos y en paz «bajo una obediencia compartida», dice Sir Roger.

Así, cuando las peores tendencias de la arquitectura moderna corrompen el diseño arquitectónico de las iglesias, nos encontramos en una situación verdaderamente horrible. Como dice Sir Roger, «si no podemos construir un templo y hacerlo bien, todas las demás construcciones serán meramente provisionales y utilitarias. Se convierte en una cuestión de levantar casetas».

Pero la corrupción de la arquitectura se encuentra en esta omnipresente exaltación de lo utilitario que se ha extendido ahora incluso a los espacios sagrados. Exalta lo secular y pragmático, violando así el don que supone el espacio sagrado para la ciudad. Por tanto, en lugar de reflejar detalles concebidos primero en el espacio sagrado, los espacios públicos, por su parte, niegan lo religioso al insistir en el utilitarismo mundano bendecido por las iglesias mundanas.

«La verdadera arquitectura es precisamente ir más allá de la caseta hasta llegar a levantar una ciudad en la que la tierra se transforma de un mero hábitat en una morada duradera», dice Sir Roger, y da un ejemplo muy de su agrado: «Esto lo vemos maravillosamente logrado en Venecia, que es una obra duradera de la imaginación religiosa, una visión de la eternidad que surge como Venus del mar».

Hasta que no regresemos al templo o a la iglesia que nos sonríe, estaremos perdidos

Existen verdades arquitectónicas. Por ejemplo, hemos afirmado la observación de Sir Roger: «Los edificios deben alzarse. Deben tener un énfasis vertical y no estar construidos a partir de planos horizontales». Sin embargo, hemos dicho que los rascacielos no deberían alzarse tanto que nos empequeñezcan hasta el extremo. No deberían mirarnos sin poseer sus propios y característicos rostros. (Si es así, no deberían existir).

Lo que da un rostro a la fachada de un edificio, según Sir Roger, son «las líneas, especialmente las que son bordes o límites». Por eso, una característica esencial de los edificios bien hechos es que «deben tener molduras para recoger las sombras y dar la sensación de que esos son sus límites».

Vivir con algo menos es mostrar una «ignorancia de la naturaleza humana». El principio de la sabiduría, en este sentido, es darse cuenta de que, como seres humanos, deseamos encuentros cara a cara para sentirnos felices y satisfechos. Cualquier otra cosa es inquietante. Sólo debería soportarse como medida temporal y permitirse únicamente por razones utilitarias.

Pero cuando la ciudad moderna consagra la temporalidad de la falta de rostro como una forma de vida permanente y utilitaria, entonces algo está yendo terriblemente mal. Hasta que no regresemos al templo o a la iglesia que nos sonríe, estaremos perdidos. Hasta que no tengamos rostros por todas partes que nos saluden en los espacios públicos en los que vivimos, nunca estaremos plenamente en casa. Porque sin esos rostros que nos sonríen, seremos incapaces de devolverles la sonrisa.

  • Publicado por Christopher Morrisey en The Imaginative Conservative