El Debate de las Ideas
¿Por qué las universidades son tan feas?
Deambular por los pasillos de estos lugares es entrar en un vacío, en un desorientador y omnipresente «cualquier lugar»
La institución educativa ficticia más famosa del mundo –para bien o para mal– es probablemente el Colegio Hogwarts de Magia y Hechicería. Descrito con cariño en los libros de Harry Potter y magníficamente plasmado en el cine, es un país de las maravillas de la extravagancia gótica. Los largos pasillos de piedra están jalonados de estatuas y gárgolas. Es lo que John Ruskin podría haber soñado si hubiera pasado la tarde leyendo Tom Brown's School Days [novela datada de 1857 que se desarrolla en la escuela de Rugby] y luego hubiera comido demasiado queso antes de acostarse.
Llegar a una universidad moderna debe ser una gran decepción para los jóvenes adultos que en su día se deleitaron con los recovecos y los antiguos claustros de Hogwarts. Una minoría tiene la suerte de asistir a universidades cuyos edificios se construyeron en gran parte antes de que los arquitectos se pasaran al lado oscuro; el resto pasará su tiempo en edificios carentes por completo de encanto, gracia o carácter juguetón. Y no se trata sólo de los exteriores. Se suele lamentar mucho el carácter utilitario y lúgubre de la arquitectura para centros educativos oficial, pero quizá se es menos consciente de que el interior de estos edificios es aburrido, plano y opresivo para el alma.
Sé de lo que hablo. Antes de la pandemia, mi trabajo me llevaba a universidades de toda Inglaterra, y la uniformidad de la decoración, el ambiente y la distribución es notable. Los falsos techos son bajos. Los colores son anémicos. La iluminación es austera. Los cuadros son escasos, aunque de vez en cuando se ven grabados modernos de estilo abstracto. Las manifestaciones visuales de la memoria institucional a largo plazo están en gran medida ausentes: hay pocas placas, si es que hay alguna, que recuerden a los antiguos alumnos que murieron por la Corona y por la Patria, mientras que los retratos de los fundadores y las fotos de los equipos deportivos victoriosos de décadas pasadas suelen estar escondidos.
Dada la disposición típica de estos espacios, la conveniencia de la luz natural para la lectura sostenida de libros no parece haberse tenido muy en cuenta por los diseñadores
Deambular por los pasillos de estos lugares es entrar en un vacío, en un desorientador y omnipresente «cualquier lugar». Podrías estar en Londres, Nueva York, Singapur o Johannesburgo.
Las bibliotecas, llamadas ahora «centros de información» o «centros de conocimiento», se han convertido en lugares curiosos. Los libros parecen cada vez más una añadidura, apretujados en los pequeños espacios que no ocupan las filas de ordenadores o las salas acristaladas designadas como zonas de trabajo en grupo. El silencio ha sido desterrado a salas especiales de estudio silencioso, donde los peligrosos bichos raros que desean sentarse solos y concentrarse en una cosa durante un largo periodo pueden ser segregados sin riesgo de la gente normal.
Dada la disposición típica de estos espacios, la conveniencia de la luz natural para la lectura sostenida de libros no parece haberse tenido muy en cuenta por los diseñadores. Posiblemente estemos asistiendo a otra manifestación del dominio cultural de la todopoderosa pantalla; la luz natural suele ser muy útil para leer un libro, pero irrelevante y a veces claramente inútil para ver con claridad un ordenador, una tableta o un smartphone. Un lamento reaccionario contra el mundo moderno, te oigo gritar. Tal vez. Pero la transformación de las bibliotecas no tiene nada que ver con la naturaleza funcional de las oficinas, las salas de conferencias y las aulas. Parece una huida -quizá no consciente ni deliberada, pero huida al fin y al cabo- del compromiso con un lugar.
Un libro es un objeto físico, anclado en el tiempo a personas concretas y a un lugar específico. Puede tener el mismo tipo de significado que otras cosas que se cargan de sentido en nuestras vidas. La información vista digitalmente no tiene este carácter. Es abstracta, universal, transitoria. Un sello en un libro, que lo declara propiedad de la biblioteca de una universidad concreta y señala su adquisición en 1984; o las anotaciones marginales dejadas por generaciones que ya se han ido; incluso las dobleces y marcas acumuladas por un largo uso: todo ayuda a entender la universidad como una comunidad de académicos, vinculados a un lugar real, comprometidos en una gran empresa a través del tiempo, que trasciende las modas y preocupaciones de cualquier época dada.
Los interiores de los edificios universitarios nos muestran la nulidad
Del mismo modo, un cierto grado de grandeza y belleza en la decoración interior ayuda a dar una sensación de autoridad institucional y autoconfianza frente a las demandas de estudiantes activistas intoxicados por «Lo que está pasando ahora mismo». Una foto del equipo de fútbol de la universidad de 1938, campeón de liga, o una de esas representaciones ligeramente pomposas de un caballero victoriano con barba poblada que fue el primer director de la escuela técnica original, nos dicen suavemente que somos simplemente los últimos de una larga lista y que otros seguirán nuestros pasos. Ser puestos frente a la sabiduría y los logros de los muertos hace mucho tiempo es recordar que no somos tan importantes como algunos parecen creer. Nuestros antepasados sabían cosas que nosotros hemos olvidado, del mismo modo que nosotros hemos remediado algunos de sus defectos, y nuestros descendientes, a su vez, nos mejorarán en algunos aspectos y no lo conseguirán en otros.
Tal como están las cosas, los interiores de los edificios universitarios nos muestran la nulidad. Presuponen, y crean, personas sin raíces y sin lealtades concretas. Nada es remarcable, nada es misterioso, nada es sobrecogedor. No hay lugar para los techos abovedados que atraen la mirada hacia arriba y hacia fuera, ni para el frívolo detalle artístico que anuncia la importancia de lo insignificante. El nicho y la ventana decorada quedan desterrados. La vida de los estudiantes no se verá enriquecida por el juego de luces y sombras que caracteriza a las grandes obras maestras del gótico, las brillantes proporciones de los mejores edificios clásicos y la elaborada grandeza del barroco. En su lugar, tenemos un tedio interminable, escasamente alfombrado e iluminado con una luminosidad uniforme que provoca dolor de cabeza.
Naturalmente, ninguno de estos edificios está encantado; los fantasmas son agentes del mal y del desorden. Como molestos intrusos llegados del inculto pasado, pueden tener opiniones problemáticas sobre todo tipo de temas. La presencia de un espíritu inquieto en las instalaciones violaría numerosas políticas y podría molestar a los verdaderos poderes rectores de la academia al afectar a la puntuación de la institución en la Encuesta Nacional de Estudiantes. Habría sin dudarlo quejas si la sala de oración multiconfesional se cediera a un sacerdote católico para realizar un exorcismo. En cualquier caso, en la mayoría de estos anodinos campus no hay ningún lugar realmente aterrador en el que un demonio pueda establecer su base de operaciones, a no ser que se cuenten esas terroríficas habitaciones que se pueden encontrar en las obras maestras del Brutalismo, donde el tejado plano gotea agua cuando llueve desde que se construyó.
Puede que Harry Potter tuviera que vérselas con oscuros magos cripto-nazis, pero al menos se enfrentó a esos enemigos en un lugar hermoso e inspirador, un tributo en piedra y cristal a la nobleza de los ideales por los que luchaba. Compadezcamos al pobre estudiante que debe enfrentarse a la aventura del descubrimiento intelectual en un desierto diáfano de suelos grises, pintura blanquecina y luz fluorescente.