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Inteligencia artificial (IA) es un término acuñado por el profesor de Stanford John McCarthy en 1956Julien Tromeur

«La inteligencia artificial va a ser algo tan cotidiano como el teléfono móvil y las aplicaciones de Google»

Según varios expertos, la IA «es incapaz de distinguir entre la realidad y su conocimiento de la realidad». Además, ChatGPT consume una alta cantidad de energía, en parte gracias a sus versiones gratuitas, pensadas para que los consumidores la perfeccionen a base de un uso reiterado.

La inteligencia artificial (IA) ya ha dejado de ser una fascinante o inquietante posibilidad de película futurista. Es algo instalado en nuestras vidas. Por eso, hay profesores de universidad que han decidido dejar de evaluar a sus alumnos a partir de trabajos escritos, porque ahora la corrección debe comenzar con una inspección previa de los ejercicios, dado que bastantes han sido elaborados gracias a herramientas como ChatGPT.

Este tipo de software se puede instalar gratis en los móviles, o ser manejado en el ordenador; en unos casos sólo buscaremos algo de curiosidad o diversión, y en otros casos quizá saquemos cierto provecho. Varias páginas web interactúan con nosotros con un chat que simula ser una conversación humana, cuando en realidad estamos comunicándonos con un programa informático. Para tratar estas y otras cuestiones, la Universidad Pontificia Comillas (ICAI), de Madrid, ha organizado su VII Seminario Interdisciplinar, de la Cátedra Hana y Francisco J. Ayala de Ciencia, Tecnología y Religión. Cuatro mesas redondas en torno a temas como el aprendizaje, la espiritualidad o la toma de decisiones en un contexto en que la IA parece cambiar muchas definiciones.

Sobre los límites de la IA han debatido Álvaro López, ingeniero, doctor, docente e investigador en Comillas; Mario Castro, profesor desde hace casi treinta años en esta universidad, y el sacerdote Javier Sánchez Cañizares, doctor en Física y en Teología, y profesor en la Universidad de Navarra. Según Castro, la IA hoy nos ofrece «soluciones a problemas individuales», de modo que el reto para los próximos años será la posible integración de sistemas diferentes; es decir, aquellos desarrollados por empresas distintas, como Google, Microsoft o bien OpenAI.

En opinión de Cañizares, las máquinas se definen por la utilidad o el objetivo para el que han sido diseñadas; ahí es donde se debe prestar atención, para empezar. Sánchez Cañizares asegura que «la primera ola de IA» fracasó, porque era «demasiado cartesiana»; la actual demuestra su eficacia, gracias a que se ha diseñado para resolver problemas concretos. En todo caso, la IA funciona según una «concepción del mundo» que le viene dada por sus programadores humanos –es decir, opera a partir de un sesgo–, y es «incapaz de distinguir entre la realidad misma y la representación de la realidad o su conocimiento de la realidad». En opinión del profesor López, hoy la IA hace que las máquinas puedan funcionar según sistemas de recompensa y utilidad.

Diferentes naturalezas

Acerca de las similitudes o divergencias entre la inteligencia humana y la artificial, los expertos apuntan a naturalezas muy diferentes, tanto en sus grados de complejidad, como en la evolución biológica, o en el modo tan específico –y aún poco conocido– como se desenvuelven las conexiones neuronales. Nada tiene que ver la mente humana, que trabaja con metáforas y representaciones, con la IA, que está diseñada por humanos para centrarse en problemas muy determinados, como un reconocimiento de voz, de imagen o de texto. Aunque la IA sea un reflejo de la actividad humana, no todos los expertos tienen claro que vaya a redundar en pleno beneficio humano: es una herramienta. Y, de momento, es una herramienta elaborada por ingenieros. Según el profesor López, OpenAI ha pagado grandes cantidades de dinero a empresas, para que evalúen el desempeño y satisfacción de las soluciones que aportan sus herramientas. Y este es el criterio que acaba imperando. Por tanto, el diseño de la IA será muy distinto, según el criterio que se escoja por parte de sus «clientes finales».

Añade otro dato el profesor López: la IA conlleva un uso ingente de energía, de modo que habría que repensarse el uso de ChatGPT como un juguete «para matar el tiempo». Hace tres años, esta herramienta consumió 9 teravatios hora, lo que equivale a la mitad del gasto en electricidad de Google de aquel entonces, y el 3,6 % de toda la demanda eléctrica española del año 2022. A la empresa OpenAI le compensa pagar su porción de esta factura, a pesar de ofrecernos versiones gratis de ChatGPT. ¿Por qué? Por algo muy fácil de entender: nosotros estamos «testando» gratis su herramienta, de manera constante. Estamos ayudando a perfeccionarla. No es «altruista».

El profesor Castro afirma que «no podemos delegar» en las máquinas nuestras decisiones, aunque ya lo estamos haciendo a base de todo tipo de aplicaciones y otras que surgirán en los próximos cinco años. El problema de la IA, así visto, es el mismo que el de los móviles o las redes sociales: carecer de criterio para usarlas con moderación y con un sentido práctico y ético. Álvaro López coincide: la IA «va a ser algo tan cotidiano y generalizado como el teléfono móvil y las aplicaciones de Google», como Google Maps, por ejemplo. Por su parte, Sánchez Cañizares sostiene que la ética no es otra cosa que «el modo bueno de vivir» y genera el deseo de vida buena. Este sacerdote desconfía del éxito que se le augura al cyborg –mezcla de cuerpo humano y de dispositivos tecnológicos; su escepticismo ante esta intentona «pretenciosa» se basa en lo inteligente y cauta que sí ha obrado la evolución biológica a lo largo de millones de años.