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Fernando Bonete Vizcaino
Anecdotario de escritores

Pushkin y el lápiz rojo del zar

Por instrucción del zar Alejandro I, los jóvenes rusos de principios del siglo XIX recibían una formación vasta, compleja y ambiciosa, pero también se veían sometidos a una exhaustiva censura, a la que no escapó el máximo exponente de la Edad de Oro rusa

Representación de Pushkin y el zar Alejandro I

Lo esencial acerca de Aleksandr Pushkin es rotundo y claro: es el máximo exponente de la Edad de Oro de las letras rusas y la expresión literaria por antonomasia del ardor nacional del pueblo ruso –el «Shakespeare de Rusia»–. Lo que no está tan claro, o no se puede presentar con igual rotundidad, son sus ideas políticas, que rebotaron en el liberalismo o en el conservadurismo según el tipo muro con que se fueran encontrando. Con Alejandro I, el tímido ambiente liberal instaurado se traslada a los primeros trabajos del escritor, mientras que con Nicolás I y sus férreas restricciones, sus obras toman prudentes rumbos hacia el conservadurismo.

Estos vaivenes a tenor de los tiempos hacen gala de esa máxima con que Scott Fitzgerald gustaba de definir a los artistas: «Un artista es un tipo que puede tener dos opiniones fundamentalmente opuestas al mismo tiempo y, a pesar de ello, seguir funcionando» –solo que aquí se cita, curioso paralelismo, como lo hace Le Carré para referirse a los espías en El Topo–.

La evolución y mezcolanza de ideas en Pushkin trataba fundamentalmente de esto, de seguir funcionando. Para expresarse había que evitar la censura, y para evitar la censura, o tenerla de parte de uno, había que pensar bien qué se expresaba y cómo se expresaba. Solo si se entiende esta lógica se comprende lo extravagante de la anécdota: que Pushkin trabajaba mano a mano con la censura para preparar el resultado final de sus obras, para que estas –y su prestigio– corrieran el menor riesgo posible de ser alteradas de manera drástica por terceros.

No hay mejor ejemplo de esta conveniente e inteligente jugada que el de su gran obra dramática, Boris Godunov. Trabajó con Pyotr Pletnev y Vasily Zhukovsky –el poeta ruso más conocido de su época y el más desconocido en la nuestra– en el borrador final, a sabiendas de que, siendo también escritores y gracias a sus buenas relaciones y contactos con la corte del zar, poseían la sensibilidad del término medio que otorgaba conocer las exigencias de ambas partes. Zhukovsky ya había intervenido a favor de Pushkin actuando de «supervisor literario» del registro policial de su domicilio con objeto de encontrar y destruir el manuscrito de Exegi momentum, en el que se mencionaba al zar Alejandro. Zhukovsky salvó el poema más conocido de Pushkin sustituyendo el nombre del zar por el de Napoleón en el caos del registro.

Boris Godunov, de Aleksander Pushkin

Volviendo a Godunov, según testimonio de Pletnev el mismísimo Nicolás señaló con un lápiz rojo los pasajes que no podían ser publicados o comparecer en escena; también sugirió como opción convertir el texto a la narrativa –a la manera de las novelas históricas de Walter Scott–, y devolvió la obra para su modificación antes de pasar por la censura oficial, comandada por Alexander Benckendorff y el agente político Faddei Bulgarin.

Ambos hicieron lo imposible por hundir la reputación tanto de Zhukovsky como de Pushkin. Solo la orden de detención contra Benckendorff gracias a la intervención final de Nicolás I, a quien convenía atesorar a Pushkin como un símbolo cercano a su reinado tras los derroteros que había tomado Rusia tras la Revolución Decembrista, autorizó, al tercer intento, un Boris Godunov a gusto del zar, y suponemos que también de Pushkin, porque en su caso, o a gusto de todos, o de nadie.