El Debate de las Ideas
¿Conoce usted a René Girard?
Que esta Navidad más que ninguna otra nos traiga, con sus primeros cien años cumplidos, a René Girard (1923-2015) siempre joven y de regreso con nosotros
El 16 de abril de 1978 se publicaba, en el famoso semanario francés Le Nouvel Observateur, un artículo de Michel Serres, filósofo e historiador de la ciencia, cuyo título ya legendario rezaba «¿Conoce usted a René Girard?». En él, el autor presentaba La violencia y lo sagrado, el último libro publicado por un hasta entonces no muy conocido crítico literario y profesor universitario francés afincado en Estados Unidos. Se trataba, según Serres, de una obra llamada a iluminar el abismo insondable que rodea el misterio de la fundación de las culturas humanas. Todas ellas son tumbas y «Girard se ha empeñado desde hace a tiempo en descifrar sus lápidas». Caín y Abel, Rómulo y Remo, las ciudades son creadas por hombres con las manos manchadas de sangre inocente. Sangre de hermanos y también de forasteros, esos chivos expiatorios a los que los mitos y los ritos recuerdan en la conmemoración vivificante del asesinato fundador. La violencia se encuentra en la raíz de todas las instituciones, pero se encuentra velada, maquillada por la cultura. Por todas las culturas, salvo por una: «Una cultura, una sola, es la excepción y se pone a destapar el secreto. Se pone a decir que la víctima de esos asesinatos no es responsable de todos los males. Se pone a gritar la inocencia de Abel y la de José. Es la cultura judía. (…). Los profetas son los primeros etnólogos. Girard se atreve a reabrir la Escritura, en el momento mismo en el que más se la olvida, en la hora en la que hacerlo parece escandaloso. (…). Leed ese libro claro, luminoso, sacrílego, calmado. Tendréis la impresión de haber cambiado de piel. Tendréis ansia, tendréis necesidad de paz. (…). Con el fuego de Darwin, acordaos, los viejos montajes se hundían, todo se dirigía hacia el tiempo, hacia el tiempo general de la evolución, por medio de operadores de una simplicidad inesperada. Con el fuego de Girard sucede lo mismo. No habíamos tenido un Darwin del lado de las ciencias humanas. Aquí lo tenemos».
Isaiah Berlin, inspirándose en un proverbio atribuido al poeta griego Arquíloco, nos recordaba que hay dos clases de personas: los zorros y los erizos. El zorro sabe muchas cosas, mientras que el erizo sabe una sola. El próximo 25 de diciembre de 2023 se cumple un siglo del nacimiento de uno de los mayores erizos de todos los tiempos y quizá el más significativo del siglo XX. Pero Girard era un erizo fascinante e incómodo. Despreciado por la clerecía intelectual miméticamente sometida a las modas y las jergas del momento, ya fueran las del existencialismo o las del postestructuralismo, ignorado por el establishment académico francés, con el tiempo llegó a ser admirado y repudiado por la misma razón: por haber tenido la osadía de proponer una teoría abarcadora (desde el deseo hasta la religión, pasando por la violencia) en una época en la que toda concepción del mundo de alcance universal era deconstruida y destruida por los hechiceros de la sospecha. Pero la sospecha de Girard era todavía más grande que el prejuicio gregario disfrazado de escepticismo que llegó a proliferar entre los bufones del posmodernismo.
Como ha escrito Xabier Pikaza, «Girard acepta y en cierto sentido desarrolla la crítica antirreligiosa de los siglos XIX-XX: no sólo asume la actitud de los maestros de la sospecha, sino que puede llevarla hasta el final, sin riesgo de disolución antropológica». Con Girard sonó la hora en que la razón descreída se atreve a superar los tópicos y axiomas del racionalismo estrecho y el rígido positivismo. La negación de los Marx, Nietzsche y Freud fue siempre parcial, un epifenómeno intelectual de la conciencia burguesa amenazada, mientras que Girard revolucionó nuestra comprensión de la violencia y construyó una nueva defensa antropológica del cristianismo. Nueva porque se ponía a escuchar de nuevo aquello que otros muchos solo oyeron sin prestar verdadera atención: lo que Girard llamó, en cierta ocasión, «la voz mal conocida de lo real». Una voz silenciada entre mitos y ritos primitivos pero que retumba como un eco lejano en el murmullo de las Escrituras. Es la voz que cambió el mundo para siempre.
Hay pensadores que adquieren la categoría de acontecimiento porque, como ha escrito Francesc Torralba, después de ellos la manera de pensar se transforma radicalmente. René Girard entra en esta categoría. Jean-Marie Doménech le llamó el «Hegel del cristianismo». Pierre Chaunu le nombró el «Albert Einstein de las ciencias humanas» y Paul Ricoeur decía de él que sería para el siglo XXI de la misma importancia que Marx o Freud para el XX. Especie de güelfo entre los gibelinos y de gibelino entre los güelfos, Girard se sentía discípulo de Durkheim sin renunciar al linaje de Pascal. Postura insostenible donde las haya, pero fértil como pocas.
El Logos de Heráclito frente al Logos de San Juan, el mensaje violento de los mitos frente al amor del Evangelio, la ciudad de los hombres frente a la Civitas Dei. En la obra de Girard aflora el mismo dinamismo, se manifiesta la misma búsqueda, late el mismo aliento espiritual que palpita en el corazón del doctor de Hipona. En cualquier caso, el giro cristianocéntrico de la obra girardiana fue el último escándalo de un pensamiento que se desarrolló libro tras libro a lo largo de cinco décadas. Fue un pensamiento que llegó hasta el mismísimo Apocalipsis por la senda marcada por los grandes clásicos de la literatura y la antropología modernas. Un itinerario teórico sin parangón. «Cuando quiero conocer las últimas noticias leo el Apocalipsis». Lo dijo Léon Bloy pero fue René Girard quien llevó en su obra esta sentencia hasta el extremo de sus posibilidades teóricas.
Benoït Chantre preside la Association des Recherches Mimétiques, centro de investigación francés dedicado a promover y difundir los estudios relativos a la teoría antropológica y social de René Girard. Es también el autor de la primera biografía completa dedicada al gran teórico francoamericano (René Girard. Biographie. Grasset, 2023). Se ha publicado, no por casualidad, en el año del centenario de su nacimiento. Porque la tarea de escribir la vida de este pensador irrepetible estaba pendiente. Una biografía intelectual de casi mil doscientas páginas que se apoya en numerosos textos inéditos y una rica correspondencia. En ellas descubrimos al hombre detrás de la imponente teoría mimética, una teoría que elaboró con la letra de Cervantes, Stendhal, Flaubert, James George Frazer, Durkheim, los profetas, San Juan, San Pablo y Clausewitz. Entre la ciencia y la fe, el recorrido existencial e intelectual de este auténtico meteorito del pensamiento occidental que se atrevía a reunir todo lo viejo y lo nuevo en la larga historia del saber y el conocimiento.
Vida de Girard
René Noël Théophile Girard nació en Aviñón el día de Navidad de 1923. Muy joven supera el examen de acceso a la Escuela de Chartes en 1942. Estudiante en París durante la Ocupación, testigo en Aviñón de los bombardeos americanos a la ciudad, la guerra le dejó una profunda huella. Tenía solo 23 años cuando cruzó el Atlántico. Era el año 1947 e ignoraba por aquel entonces que pasaría en Estados Unidos toda una carrera académica que terminó en la prestigiosa universidad de Stanford. Girard, escribe Chantre, vivió en los campus americanos «como Hölderlin en su torre». Este exilio a la universidad estadounidense, donde los investigadores disfrutan (o disfrutaban) de unas condiciones de trabajo excepcionales, fue la oportunidad de su vida. No la desaprovechó.
A los 38 años regresó a la fe cristiana, la que perdió durante su adolescencia. No había vuelto a pisar una iglesia desde entonces. Fue, como muchas veces dijo, una conversión fruto de una gracia misteriosamente vinculada a su trabajo intelectual. En su monumental Diccionario de pensadores cristianos, Pikaza se refiere a Girard como «el más significativo quizá de los conversos cristianos del siglo XX». Para Hans Urs von Balthasar, uno de los mayores teólogos del siglo XX, «el proyecto de Girard es con seguridad el que hoy se nos presenta con un mayor dramatismo en la soteriología y, en general, en la misma teología».
Mucho más tarde, en el año 2005 y a sus ochenta años, Girard ocuparía el puesto de Bossuet en la Academia Francesa. La «fille aînée de l'Église» acogía como inmortal de las letras francesas a quien, según palabras del escritor Roberto Calasso, habría que describir como «el último Padre de la Iglesia». Juan Pablo II, en su viaje a Francia de 1980, lanzó una pregunta: «Francia, hija primogénita de la Iglesia, ¿eres fiel a tu bautismo?». Con la elección de Girard en el sillón 37 un discreto sí se escuchó entre las viejas paredes de la venerable institución fundada por el Cardenal Richelieu. Sin embargo, Girard se mantuvo al margen de los estériles debates eclesiales entre progresistas y conservadores, trifulca epocal producto de la mundanización de la Iglesia. El antropólogo nacido en Aviñón podría haber suscrito a Ernesto Sábato, que recordaba esta máxima de Schopenhauer: «Algunas veces el progreso es reaccionario y la reacción es progresista». Eso le ha permitido a Girard situarse de un modo personal y singular ante los grandes temas de la modernidad y atravesar el siglo siniestro de las ideologías y religiones políticas, con sus ataduras mentales y su odioso fanatismo, sin pagar ningún peaje. Para Michel Serres, la apuesta de Girard representaba «la hipótesis más fecunda del siglo». Su pensamiento llegó a inspirar las homilías del Padre Rainiero Cantalamessa, predicador de la Casa Pontificia desde 1980, quien recordó algo que no se debe olvidar respecto a su obra: «Muchos, por desgracia siguen citando a René Girard como aquel que denunció la alianza entre lo sagrado y la violencia, pero no dicen una sola palabra sobre el Girard que señaló en el misterio pascual de Cristo la ruptura total y definitiva de esa alianza».
Que esta Navidad más que ninguna otra nos traiga, con sus primeros cien años cumplidos, a René Girard (1923-2015) siempre joven y de regreso con nosotros. Pues la obra de este gigante del siglo XX selló para siempre aquello otro que escribió su compatriota Georges Bernanos: «No es el Evangelio el que está viejo. Somos nosotros los viejos».