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Miguel de Cervantes

El Debate de las ideas

Cervantes, Girard y la conquista de la verdad novelesca

Si bien el debate acerca de la ficción es tan antiguo como la literatura misma (recuérdense las prevenciones de Platón sobre los poetas), ciertamente, las sospechas sobre su moralidad se multiplicaron con la aparición de la imprenta

No por casualidad, cuando René Girard quiso exponer su teoría sobre la naturaleza mimética del deseo, este recurrió en su primera obra, Mentira romántica y verdad novelesca (1961), a los grandes autores de la literatura universal, en un recorrido que nos lleva desde Cervantes a Dostoievski. En el marco de la ficción, Girard se encontró con personajes que encarnaban en sus biografías aquello que él se proponía defender de forma teórica, a saber: que la raíz del deseo humano es siempre imitativa. Esto es, que así como Don Quijote quiere abrazar el ideal de la caballería andante por mediación de las aventuras de Amadís de Gaula o Madame Bovary anhela protagonizar una aventura amorosa equiparable a la de las protagonistas de una novela romántica, así también todo hombre desea por mediación de otro sujeto que desea antes que él y que le hace apetecible el objeto deseado. Pero, además, la inclusión en el estudio de Girard de dos personajes marcadamente metaliterarios como Don Quijote o Madame Bovary, inspirados por modelos que poseen un carácter tan ficcional como el suyo propio, plantea indirectamente una segunda cuestión: la problemática inspiración que la novela puede representar para los lectores, en tanto que potencial mediadora del deseo humano.

En este sentido, si bien el debate acerca de la ficción es tan antiguo como la literatura misma (recuérdense las prevenciones de Platón sobre los poetas), ciertamente, las sospechas sobre su moralidad se multiplicaron con la aparición de la imprenta, a mediados del siglo XV. No es exagerado afirmar que el invento de Guttenberg supuso en aquel momento una revolución parangonable a la que hace unas décadas trajo consigo la creación de internet, en lo que tiene que ver con la democratización del acceso a la cultura escrita. De pronto, la lectura de un libro dejó de constituir un privilegio exclusivo de aquellos que podían permitirse el lujo de aproximarse a unos costosos manuscritos, para convertirse en un producto demandado tanto por los monarcas como por la burguesía e incluso por aquellos afortunados campesinos que lograron gozar algún día de la lectura en voz alta de libros de caballerías o de vidas de santos, los dos géneros best sellers del siglo XVI en España. Por primera vez, capas más amplias de la población podían acercarse a la lectura de extensas y fascinantes historias, sin la mediación de la oralidad ni del verso. Elementos ambos característicos de la epopeya clásica y de la literatura medieval en lengua romance, que denunciaban más a las claras la condición artística del relato, ejerciendo de agentes distanciadores y dificultando la identificación de los lectores con los protagonistas. Ahora, estos volúmenes en prosa, tan parecidos a las crónicas que, de hecho, a menudo se hacen pasar por ellas, proponen un universo narrativo y emocional en el que cabe sumergirse individualmente, a solas, a través de un arrobador y poderoso ensimismamiento.

No tardaron moralistas, humanistas y erasmistas (todos ellos, grandes detractores de la ficción) en amonestar acerca de la peligrosa imitación propiciada por aquellas ficciones que la imprenta reproducía en serie. Así, el escritor humanista Francisco Cervantes de Salazar, en sus Adiciones a la obra de Juan Luis Vives, advertía en 1545: «Guarda el padre a su hija, como dicen, tras siete paredes, para que, quitada la ocasión de hablar con los hombres, sea más buena, y déjanla un Amadís en las manos, donde deprende mil maldades y desea peores cosas que quizá en toda la vida, aunque tratara con los hombres, pudiera saber ni desear. Y vase tanto tras el gusto de aquello que no querría hacer otra cosa […], deseando ser otra Oriana como allí y verse servida de otro Amadís». Son muchos los testimonios de época que dan la razón a esta preocupación por la aparente inevitabilidad de la imitación de la ficción que alcanzó también a los estamentos más altos. Así, por ejemplo, conservamos unas cartas de batalla que intercambiaron para retarse mutuamente los mismísimos Francisco I de Francia y el emperador Carlos V, absolutamente inspiradas por aquellas que estos dos aficionados a las lecturas caballerescas encontraban impresas en letras de molde. Igualmente, contamos con numerosos ejemplos de bodas y entradas reales que pusieron en escena episodios y escenarios descritos en la ficción caballeresca, como ocurrió en 1570 en el casamiento de Ana de Austria con Felipe II. La caballería de papel inspira a la nobleza del momento y le ayuda a configurar su identidad, idealizada por la literatura.

Los hechos confirman, pues, la tesis de Girard sobre el carácter mimético del deseo, tanto en un sentido antropológico como metaliterario. Pero hay más. Este filósofo francés nos muestra cómo las obras por él analizadas, con el Quijote a la cabeza, ponen al descubierto la «mentira romántica», consistente en hacer creer a los lectores que el deseo del personaje protagonista es autónomo y original. Por contraposición, la «verdad novelesca» supondría poner al descubierto el origen mimético del deseo del héroe, proyectando idénticas conclusiones sobre nuestros propios anhelos. Desde la historia de la literatura podríamos afirmar que, para que esto sea así, Cervantes ha necesitado primero llevar a cabo una revolucionaria reivindicación del modo de narrar propio de la novela: verosímil, pero no verdadero. Con este fin, el autor alcalaíno guiña constantemente el ojo de forma cómplice al «desocupado lector»: querido amigo, esto que tienes delante, lejos de ser una verdadera crónica, no es otra cosa más que fabulación mía (parece decirle). Así, los juegos irónicos con las voces narrativas o los episodios metaficcionales de la segunda parte vienen a reivindicar un estatuto propio para la ficción en prosa, necesitado de la validación de un lector crítico que asuma el distanciamiento de quien sabe que aquello que lee no es real. La revelación de la verdad novelesca de la que habla Girard solo puede darse tras esta afirmación que Cervantes hace de la verdad poética, con la que se inaugura nada más y nada menos que la novela moderna.