El Debate de las Ideas
Jiménez Lozano: un girardiano postconciliar
Este escritor ha sido uno de esos hombres que ha mirado con exigencia y ternura al ser humano y que con su literatura ha querido conducirle a casa, si por esta entendemos el lugar donde hacer memoria, comprender nuestro camino y perdonarnos
René Girard nos ha dado un entramado para entendernos. El pensamiento se convierte en caridad cuando nos permite poner palabras a aquello que sin estas es una pesadilla sin salida, pero que con ellas, en su calidad de logos, podemos hacer la travesía, ver los mimbres y, de alguna manera, coger las riendas de la historia. Esta historia será la que fue pero no tendrá la última palabra si comprendemos su significado más profundo. Así ha sido como ha venido en nuestro rescate la explicación del mecanismo victimario que Girard ha plasmado en su obra El chivo expiatorio. Necesariamente convertiremos a la víctima en culpable para poder soportar la existencia y mirarnos unos a otros, claro está. Pero si logramos tomar conciencia de las dioptrías de esta mirada, podremos volver a casa.
El escritor José Jiménez Lozano (Ávila, 1930) ha sido uno de esos hombres que ha mirado con exigencia y ternura al ser humano y que con su literatura ha querido conducirle a casa, si por esta entendemos el lugar donde hacer memoria, comprender nuestro camino y perdonarnos. Buen conocedor de Girard, compañeros prácticamente de quinta, Jiménez Lozano comenzó a hacer literatura precisamente para ser fiel a «las pobres gentes», aquellas que el Gran Relato había dejado en los márgenes de la historia. En esta línea confiesa en su primer diario Los tres cuadernos rojos (1986) el límite que siente a la hora de levantar la losa sobre la memoria irrecuperable de tantos hombres y pueblos «Las víctimas seguirán por años y siglos cargadas de crímenes, deshonradas, con su rostro horrible o ridículo, su sambenito de crueldad...Y el historiador intuye que está ante un aplastamiento en toda regla, pero ¿qué puede hacer? ¿Dónde están los documentos para saber, reconstruir y juzgar, reivindicar?». Esta es la pregunta que se hizo en primera persona en la década de los sesenta tras haber estudiado el ser religioso hispánico a la zaga de las intuiciones de Américo Castro y haber cubierto, enviado por su Jefe Miguel Delibes, el Concilio Vaticano II para El Norte de Castilla y el semanario Destino. Es el momento en el que la voz de las víctimas le pide una nueva vía de conocimiento y salvación que requiere ver y contar las cosas de otro modo. Dirá Jiménez Lozano que en ocasiones se entiende más el mundo con un cuentecillo que con todo Hegel a la espalda, del que era buen lector. Y con esta certeza empezó a mirar a los ojos a todos los pobres que ya conocía por su estudio, pero no solo a ellos, también a sus verdugos, recordando la advertencia de su abuela de que el filo de una navaja separaba a unos de otros, pudiendo estar en ambos lados cada uno de nosotros.
Así se embarcó en su primera narración. Llevaba meses leyendo y estudiando a los señores de Port-Royal, ese monasterio que en el siglo XVI acogía a Pascal y Arnauld, y a unas monjas que seguían con benevolencia las enseñanzas de Jansenio. Su jansenismo fue lo que las convirtió en chivo expiatorio. Si bien es verdad que su cabezonería habría que hacérsela mirar, no lo es menos que fueron la excusa para que Luis XIV pudiera imponer su autoridad tirando del viejo y siempre nuevo pecado de utilizar a la Iglesia como aliada, y lo que es peor, dejándose esta querer. Con esta trama ya está planteada la primera novela de José Jiménez Lozano. Pero su conocimiento de la historia y su experiencia de la iglesia no le iban a permitir hacer una fábula maniquea, Deo gratias, así que le llevaron a las profundidades del hombre de fe, desplegando el drama de un Cardenal de la Iglesia Católica que tiene que vivir esta circunstancia como pastor de las monjas y como príncipe de la Iglesia. El narrador se va adentrando, a través de los gestos de los personajes, en su corazón y en su razón sin dialéctica entre ambos. Siguiendo a Ángeles Salgado, estudiosa de Jiménez Lozano y del oficio de narrar, podemos afirmar con ella que la importancia del escritor es la de escuchar la memoria passionis de tantas víctimas y contar cómo funciona el poder, y cómo el sufrimiento injusto ha servido como quicio sobre el que gira la historia «Porque las palabras de los que nunca hablaron se tornan un nuevo instrumento de conocimiento de la realidad: el único novum de la historia» (El carro de heno y dos estancias. Jiménez Lozano, 1992). Precisamente esto es lo que desea hacer en su primera novela Historia de un otoño, escrita en 1970: poner voz a los que sufrieron esta historia de destrucción, no escuchando su proclama pública sino el camino interior que tuvieron que transitar para vivir la fe en libertad y verdad.
La novela comienza dentro de los muros de Port-Royal en 1709 recitando la comunidad de religiosas la última parte del credo, que la Iglesia es una, santa y católica y que los muertos resucitan. Esta será la clave de sol en la que cada personaje se irá situando. El Cardenal Noilles visita el monasterio para pedir a la Priora DuMesnil que se adhiera a la directriz del Papa, atado por el poder del Rey Sol, respecto a sus diferencias con la doctrina de Jansenio. La monja junto a su comunidad se negará. Se abre la trama. Toda la obra no será sino un camino interior de comprensión de ambas postura, donde lo verdaderamente central será la libertad de la fe, y no tanto su resolución política.
El narrador se adentrará en el razonamiento y vocación de cada protagonista y desde ahí mirará los hechos, dando una segunda oportunidad a la historia, la del encuentro entre hombres y mujeres que querían ser auténticos cristianos y que, de haberse escuchado, estarían hermanados también en los anales históricos.