El Debate de las Ideas
Sinistrismo, manual histórico de instrucciones
Además de su faceta de crítico de la literatura francesa Thibaudet es conocido por alumbrar la idea de «sinistrismo», tan necesaria para interpretar debidamente el curso de la historia política contemporánea
En la Gran Guerra cargaba en su mochila con la Historia de la Guerra del Peloponeso y aunque su desempeño militar ni de lejos podría emular las hazañas de Ernst Jünger en el campo enemigo, llegó a ser uno de los grandes críticos literarios de la Francia de entreguerras. Se llamaba Albert Thibaudet y durante casi veinte años escribió una columna en una de las revistas literarias más emblemáticas de la época, la Nouvelle Revue Française. Su interés por Tucídides se plasmó en un conocido ensayo. Se sumaría a otros sobre Gustave Flaubert, Stendhal, Maurice Barrès, Paul Valéry o el gran filósofo Henri Bergson, de quien se sentía discípulo. También escribió sobre ideas y partidos políticos en Francia. En realidad, esta última cuestión es la que nos hace convocarle en estas líneas. Porque además de su faceta de crítico de la literatura francesa Thibaudet es conocido por alumbrar la idea de «sinistrismo», tan necesaria para interpretar debidamente el curso de la historia política contemporánea.
El teorema de Thibaudet
Desde la Revolución, la vida política francesa, y por extensión la europea, ha estado fue marcada por un movimiento sinistrógiro. Con ello Thibaudet se refería al hecho, difícil de rebatir, de que todas las nuevas fuerzas políticas germinaron en la izquierda del tablero político, empujando hacia la derecha a aquellas otras que habían surgido anteriormente desde esa misma procedencia. En pocas palabras, la izquierda de ayer es la derecha de mañana. Así, la ideología liberal pasó de la izquierda (en el siglo XVIII) a la derecha (en el siglo XX) después de haber encarnado el centro durante el siglo XIX. Durante dos siglos la izquierda colonizó intelectual y políticamente, en virtud de este proceso histórico-cultural, casi todo el espacio a su derecha, a excepción de la pequeña y resistente corriente reaccionaria o contrarrevolucionaria, cada vez más marginal como consecuencia de esta misma tendencia. La izquierda supo imponer de este modo sus valores, su lenguaje, sus ideas, sus aspiraciones y hasta su estética al conjunto de la sociedad política. En el siglo XIX, con la aparición del socialismo y de la cuestión social, el conservatismo se coloreó poco a poco con tonos liberales y abandonó al mismo ritmo su nostalgia del Ancien Régime. De hecho, en tanto que respuesta crítica al afianzamiento de la modernidad, el conservatismo liberal estaba, aun a su pesar, predispuesto a sufrir la influencia del sinistrismo. Es un murciélago, decía Thibaudet, no se sabe si es ratón (liberal) o pájaro (reaccionario).
Salta a la vista que el teorema histórico-político de Thibaudet resulta un molde hermenéutico poderoso, en verdad ineludible, para interpretar el curso general de la historia política europea desde la Ilustración hasta Mayo de 1968. En efecto, el mayo francés marca tal vez el canto del cisne del sinistrismo europeo. Es aquí donde podemos identificar una primera forma de agotamiento del proceso, algo así como un cansancio del partido del movimiento. La révolution introuvable, como la bautizó Aron, fue esencialmente un movimiento protestatario de carácter generacional instalado en una forma de inconformismo juvenil. De naturaleza acusadamente emotivista, este «psicodrama charlatán» anunciaba el sentido irracionalista del sinistrismo en su fase decadente posmoderna. La corriente de un irracionalismo disparatado y extravagante culmina hoy con engendros ideológicos como la teoría de género y/o trans, las identity politics o el movimiento woke, en buena medida ajenos a la cultura ilustrada europea. No es casualidad que hayan sido más bien importados de la larga historia de despertares religiosos acaecidos en las ciudades imaginadas en la colina norteamericana, ciudades en unas nubes típicamente WASP.
La izquierda visita la caverna
La lista no es exhaustiva pero tres testimonios recientes dan cumplida cuenta bibliográfica de la deriva cavernaria del sinistrismo contemporáneo. La filósofa francesa Stéphanie Roza ha escrito no hace mucho un libro de título y pregunta harto elocuentes: ¿La izquierda contra las Luces? Es un aspecto en el que también se centró el historiador de las ideas Pierre-André Taguieff, discípulo del gran historiador del antisemitismo Leon Poliakov. Poliakov acuñó el concepto de causalidad diabólica, hipótesis psico-sociológica para fundamentar el origen histórico de las persecuciones. En su obra Du diable en politique. Réflexions sur l’antilepénisme ordinaire, Taguieff reunió el valor y la lucidez suficientes como para demostrar que esta misma causalidad diabólica, residuo inextirpable de mentalidad primitiva y mágico-perseguidora, repunta en nuestras sociedades de un modo inesperado y sorprendente: como histeria perseguidora contra el fantasma de la «extrema derecha». En el imaginario antifascista los presuntos fascistas son imaginados como portadores de un virus que justifica el establecimiento de cordones sanitarios o de muros que eviten los contagios. Estudiar la diabolización consiste esencialmente en conocer el mecanismo psicosocial en virtud del cual una comunidad se vuelve objeto de odio. En un artículo publicado en 1955 Raymond Aron anotaba: «El fenómeno decisivo son los odios abstractos, los odios de algo que no se conoce y sobre lo que se proyectan todas las reservas de odio que los hombres llevan en el fondo de sí mismos». Por muy abstracto que sea, el odio trae consigo la marca de lo sagrado, y tiñe con esa sacralidad a la causa y al combate emprendidos en su nombre.
Con la causalidad diabólica se tira a la basura aquello que Jean-Pierre Vernant llamó los rasgos de la ciudad griega, todo el legado occidental en el ámbito político. Este legado implica, entre otras cosas, el reconocimiento político del adversario, la aparición del espacio público con la promoción de la palabra y la razón, el sentido del debate y el compromiso, en definitiva una metamorfosis de la religión que supone el respeto por la diferencia entre la esfera sagrada y la profana. La figura del enemigo absoluto que opera tras la causalidad diabólica de tipo antifascista impone, por el contrario, el típico modo de pensamiento conspiracionista, un avatar de la mentalidad mitológica. Un modo psicológico en estado de denuncia, sospecha y vigilancia permanentes que persigue incansablemente desvelar las supuestas máscaras tras las que disimula su pérfida acción invisible ese mal satánico y omnipresente a combatir. Al confundir la política con la moral esta configuración ideológica es profundamente impolítica y olvida, como recordaba Julien Freund, que «la paz es inevitablemente un compromiso o bien no es nada, salvo una utopía o una quimera».
Para completar la imagen de ese mal monstruoso que resume las fobias izquierdistas posmodernas hay que referirse al ensayo recientemente publicado por el siempre agudo y penetrante Pascal Bruckner. En él describe la construcción simbólica de lo que llama el «culpable casi perfecto», es decir, el hombre blanco tres veces culpable: del colonialismo, de la esclavitud y de la dominación de las mujeres. He aquí el chivo expiatorio ideal que reclamaba la era del discurso victimocrático pues toda víctima real o imaginada demanda su verdugo. El hombre blanco occidental queda así designado como el enemigo común de la humanidad, violador ontológico, racista y explotador: el nuevo Satán dibujado por el pincel de una americanización caricaturesca de Europa.
Un motor gripado
En resumidas cuentas, el motor sinistrógiro parece haberse gripado: aunque pretende seguir marcando, con la arrogancia secular de su incontestada dominación pretérita, el rumbo de los acontecimientos, sus revoluciones multicolores son, literalmente, puro humo. Mucho ruido y pocas nueces. Es significativo que este discurso adolescente y prerracional anime las siniestras imprecaciones y tenebrosas invectivas de niñas psicológicamente disfuncionales como Greta Thunberg, convertidas en sacerdotisas de la catástrofe planetaria. Tampoco debe extrañar que estos discursos entusiasmen a las elites planetarias de la plutocracia internacional antaño combatidas por la vulgata socialista decimonónica. Si Pareto escribió que la historia es un cementerio de aristocracias no cabe duda de que las revoluciones posmodernas representan una orgullosa excepción a la regla. La clase dirigente contemporánea, ya rija en el ámbito de la política, de la comunicación o de las finanzas, se alimenta y refuerza con los programas que promocionan las subversiones y transgresiones posmodernas.
El mayo francés anunciaba el principio del fin del sinistrismo pero con la caída del Muro de Berlín y el hundimiento del bloque soviético la progresión de las ideas y proyectos izquierdistas confirmó su esclerosis definitiva. Desde entonces, y tras la fase de indefinición de ese presunto fin de la historia heredero del teleologismo histórico hegeliano, se incoa tímidamente primero y resueltamente después un movimiento de signo contrario: el movimiento dextrógiro. Es lo que los chiens de garde de la intelligentsia progresista definen como «nueva ola reaccionaria», el surgimiento de derechas alternativas o extramuros del consenso. Lo no dicho o reprimido durante largo tiempo se libera súbitamente y regresan por fin los dioses fuertes. Como consecuencia, las doctrinas se deslizan de nuevo en el espectro político pero esta vez lo hacen en sentido contrario, de derecha a izquierda. Este será tema para otra reflexión aunque en ella nos sigan acompañando Albert Thibaudet y su teorema.