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Rafael Alvira, en una imagen de archivoWikipedia

El Debate de las Ideas

Rafael Alvira, «un chocolate caliente en un día de lluvia» y «un caballero» cuyo «buen humor resultaba contagioso»

Una decena de testimonios de quienes más trataron a un maestro hijo de santos y que ha vivido ocho décadas repletas de simpatía y, valga la redundancia, sabiduría

Hace una semana fallecía en Madrid, su ciudad natal, Rafael Alvira. Tenía 81 años y era catedrático emérito de Filosofía de la Universidad de Navarra. Se han publicado algunos obituarios estos días, como el de Montserrat Herrero, catedrática de Filosofía en la misma universidad, que ha aparecido en El Debate. En esta colaboración, Herrero resume la larga etapa docente de Alvira, que comenzó en la Universidad Complutense y, tras doce años, prosiguió en 1980 en Navarra hasta su jubilación. Cabe añadirse que, tras el final de su extenso periodo como docente universitario, continuó en Madrid su labor por medio de actividades vinculadas, por ejemplo, al Instituto Empresa y Humanismo. Herrero ha resaltado su «cercanía» y amistad con intelectuales como Pieper, Spaemann o Brague —cabe añadir que Alvira fue colega de Leonardo Polo, Jacinto Choza, Alejandro Llano, Álvaro d’Ors, Antonio Millán–Puelles, entre otros muchos gigantes intelectuales—. Y, junto con estos rasgos, la catedrática también permite columbrar algo más: quién era de verdad Alvira. Ella lo define como un «servidor» que trataba con igual mimo a todo el mundo; algunos de sus alumnos llegaron a ser presidentes de República o consejeros delegados de formidables empresas internacionales. Al mismo tiempo, era hombre de ideas claras; Herrero alude a su «antimodernidad» y asegura que su legado, más que «estudios de filosofía», constituye una «posición filosófica».

Por su parte, Marcela Duque —fue alumna suya y en 2018 ganó el certamen de poesía Adonáis— explica: «La palabra que se me viene a la cabeza, siempre que pienso en Alvira, es caballero, con ese toque de finura y elegancia, una sonrisa que creaba un ambiente inmediatamente cálido a su alrededor». La voz de Alvira era «más bien suave y pausada, creaba también un ambiente de cierta intimidad, de estar hablando con amigos». Por eso, sus clases eran «reflexiones en voz alta», repletas de «comentarios sabios, saboreados y por saborear». Duque, que reside en Estados Unidos, repasa sus apuntes de la carrera y localiza anotaciones de este tipo: «Hay que saber sacarles a las personas lo que de verdad pueden decir; eso es ser un maestro». Las lecciones con textos de Platón daban mucho de sí: «Aquello que es puramente pasajero no merece ser tomado en serio. Para tomarse en serio, hay que tener espíritu atento. Amar es tomarse en serio». A lo largo de las glosas en los cuadernos se desborda la pasión, los párrafos de los grandes filósofos adquieren mayor profundidad y también actualidad: «El político, con frecuencia, busca demonizar al adversario; el adversario es el malo por excelencia».

Javier Aranguren, profesor de la Universidad Francisco de Vitoria y fundador de la asociación Karibu Sana, fue alumno de Alvira a finales de los años 80. Aranguren y un compañero de aula eran candidatos para una única matrícula de honor. Alvira entendió que, aunque sólo podía conceder una, eso iba a significar un ahorro en la matrícula del curso siguiente; de modo que, dice Aranguren, «acabamos echándola a suertes con una moneda; yo gané, el otro ahora es obispo». Asegura que sus clases eran «siempre maravillosas, con un librito cerrado en alemán en la mano (los fragmentos presocráticos) que no abrió jamás». Alvira fue el presidente del tribunal de tesis doctoral de Aranguren: «su sonrisa acogedora daba toda la tranquilidad». La última vez que se vieron fue en la Clínica Universidad de Navarra que hay en Madrid: «Yo acababa de sobrevivir al COVID; él empezaría su enfermedad tres semanas más tarde».

Rafael Domingo Oslé es también catedrático en la Universidad de Navarra, y hace pocos meses ha editado en Oxford University Press el libro colectivo Handbook of Christianity and Law. Comenta: «Conocí a Rafael Alvira hace más de cuarenta años. Era un hombre entrañable, sabio, sencillo, acogedor. Le encantaba enseñar a sus alumnos a pensar a ser críticos, a no dejarse llevar por modas pasajeras. Sabio y culto, con Alvira siempre lo pasabas bien». Asimismo, Alvira poseía «una habilidad especial para rodearse de personas con talento y de conectar las más variadas ramas del saber». Además, era capaz de hablar «en alemán, inglés, francés, italiano, con una naturalidad pasmosa». Alvira «sabía ganarse los auditorios con sus elocuentes silencios, sus sencillos gestos, su ingenioso humor, su fina ironía, y su anécdota que elevaba a categoría».

Otra persona que mantuvo mucho trato con Alvira es Alfonso Sánchez–Tabernero, que ha sido rector de la Universidad de Navarra hasta hace dos años. De él resalta que «siempre hacía disfrutar a quienes se encontraba en su camino». Dice Sánchez–Tabernero: «Yo leo veía con frecuencia en la Biblioteca de la Universidad y, como ambos éramos grandes forofos del Real Madrid, charlábamos sobre el último partido o los rumores referidos a posibles fichajes». Coincide en el testimonio de muchos: «No recuerdo en él ningún comentario o análisis negativo o desesperanzado; su buen humor resultaba contagioso».

La escritora Lucía Martínez Alcalde, que vive en Oxford, es otra antigua alumna de Alvira. Dice: «ha sido una de las personas que más me ha hecho amar la filosofía». Según Martínez, «un maestro no es solo un sabio (que lo era, y muchísimo), es alguien que vive lo que enseña y se vuelca, y lo transmite con cada palabra y cada gesto, y te acompaña en ese camino del saber, sin apabullar, sin altiveces, siempre ayudándote a llegar más lejos». Recuerda Martínez que Alvira se preocupaba por sus alumnos: «nos hacía sentir que éramos algo así como sus sobrinos de adopción». Se dio la ocasión en que tuvo que impartir unas clases en sustitución de otro profesor; al entrar al aula dijo: «Es la primera vez que doy esta asignatura, les pido perdón de antemano por mis fallos y ayuda para mejorar». Por eso, opina Martínez Alcalde que «en un mundo lleno de egos, su humildad era como una manta y un chocolate caliente en un día de lluvia». Aquella asignatura la logró impartir «de una manera magistral». Con sus compañeros de promoción mantiene contacto por medio de un grupo de WhatsApp: «Estamos totalmente dispersos por el mundo y necesitamos juntarnos de alguna manera en un momento así, necesitamos el calor del recordar en conjunto a un maestro al que queremos tanto y con quien tanto aprendimos», afirma.

Esta escritora cuenta que el examen de Filosofía de la Historia se componía de una sola pregunta: «Relacionar la libertad humana y la historia». Comenta Martínez: «yo recuerdo rellenar folios, mientras disfrutaba y me sentía muy afortunada». Su amiga Marcela Duque le ha traído a la memoria otra anécdota similar que comienza con pregunta de Rafael Alvira: «Lucía, ¿podrías hacerme un favor?». «Sí, claro, profesor», contestó ella. «¿Podrías sugerirme algún tema que os pueda preguntar en el examen?», dijo Alvira. La alumna se quedó estupefacta, sin saber cómo concretar la cuestión. «No, no te preocupes, estoy toda la mañana en el despacho, ven cuando quieras», la tranquilizó Alvira.

Lucía Martínez aporta una anécdota muy personal: «Su despacho no estaba solo abierto para consultas académicas y filosóficas; le interesaba cualquier tema que lleváramos sus alumnos en la cabeza y en el corazón». Y de esto mismo empezaron a charlar un día: «No recuerdo muy bien cómo, en una de esas visitas, le acabé hablando de mi último desengaño amoroso», explica. Lucía asume que Alvira le estaba preguntando qué tal estaba, pero con sincero interés «y no como mera cortesía». El tema de conversación se fue repitiendo en distintas veces, porque el corazón de Lucía no mejoraba. «Por aquella época debíamos de ser varias amigas en situaciones parecidas, así que le pedí estampas de sus padres, Tomás Alvira y Paquita, que estaban ya entonces en proceso de beatificación, y a los que yo había rezado bastante y había recomendado a mis amigas rezar». Alvira le dio un par de estampas normales y le dijo: «Y para ti, una especial». Se trataba de una estampa con reliquias de Tomás y Paquita. En otra ocasión, Alvira le dijo: «Yo también les sigo pidiendo a mis padres que todo te vaya de maravilla». Y comenta Martínez: «con semejante enchufe, finalmente me fue muy, muy, muy bien».

Este es otro de los aspectos relevantes de Alvira: su madre y su padre son sujetos de causa de canonización desde hace más de diez años. Tomás Alvira (1906–1992) fue investigador del CSIC, catedrático de instituto e impulsor de varias organizaciones educativas. Paquita Domínguez (1912–1994) era maestra. Se casaron en 1939 y tuvieron nueve hijos; el primogénito, José María, murió con cinco años.

A Rafael Alvira también lo trató mucho Juan Jose García–Noblejas, profesor emérito de la Università della Santa Croce (Roma). Comenzó a dar clases de la Universidad de Navarra en 1970, de modo que su relación con Alvira es más que dilatada. Y continuada durante los últimos años, pues ambos fijaron su residencia en Madrid tras concluir sendas etapas docentes. Dice García–Noblejas: «Somos de la misma quinta, y nos conocimos en Madrid, cuando estudiábamos en la Complutense. Siempre admiré su penetrante inteligencia, que con naturalidad dejaba asomar pocas veces como algo excepcional, porque de ordinario quedaba en evidencia su campechanía madrileña, su suave y divertida auto-ironía y su gran corazón».

Los dos solían coincidir en coloquios y mesas redondas, y en bastantes ocasiones Alvira ejercía de moderador. En estos casos, «horas antes de la mesa redonda, nos invitaba a comer a un par de participantes, más o menos conocidos por tener opiniones discrepantes en algún asunto, y nos pedía que pensáramos en esa comida en qué podríamos discrepar ante el auditorio, mientras él nos escuchaba hablar», narra García–Noblejas. Aquello redundaba en un coloquio más fluido e interesante. «Siempre he entendido aquello como una especie de ‘toque socrático’ que Rafa ponía de modo natural en las cosas académicas, que siempre preparaba y trabajaba para que luego saliera a relucir lo admirable de asuntos que, sin su intervención, podrían quedar como cosas corrientes y molientes», añade este profesor emérito.

Óscar Pintado es profesor de Filosofía en un instituto de Madrid y autor del libro La nueva ideología (Rialp). Fue alumno de Alvira entre 1995 y 1996, y asegura: «Como todo el mundo, tengo que destacar su caballerosidad». Y explica: «Digo ‘todo el mundo’ pensando en un profesor de una universidad en Madrid, que solía tener la manía de hablar mal de todo aquel al que se refería. Sin embargo, me sorprendió que un buen día, al referirse a don Rafael, me dijo: ‘es un caballero’. Quedé completamente sorprendido, pues estaba acostumbrado a que, nombre que surgía, persona descuartizada».

Pintado recuerda un día que Alvira invitó a los alumnos al Faustino, un bar de madera y piedra, con chimenea y amplios ventanales que dan al claustro de césped del Edificio Central. «No seríamos más de quince en total, y observamos admirados cómo se levantaba a cada momento para ir a la barra a por los cafés y servirle a cada uno el suyo», dice. «Aquella reunión, en la que nos invitó a café, tenía la única intención de que hablásemos de filosofía en otro contexto que no fuera el de la clase; este tipo de cosas las hacía unidas a la seriedad con la que cumplía con sus deberes», añade. En todo caso, dentro del aula, «era un apasionado», pues «la filosofía le corría por las venas como su admiración y su amor por su padre, que era para Alvira el ejemplo de profesor». En opinión de Pintado, Alvira «tenía un humor finísimo» y «con sus ocurrencias uno se partía de risa». Lo considera «un verdadero discípulo de Sócrates», dado que su intención era la de «hacer filosofía en diálogo entre amigos». Su sabiduría abarcaba desde las disputas entre Aristóteles y Platón hasta Kierkegaard y Nietzsche.

Javier Fernández Aguado, uno de los conferenciantes y consultores de empresa más conocidos en España, conoció a Rafael Alvira en 1979. «Fue el mejor profesor universitario que he tenido», afirma. Impartía sus sesiones sin necesidad de apoyo: «Lo sorprendente y admirable era que el hilo conductor era perfecto», explica Fernández Aguado, quien admite que debe a Alvira su pasión por Aristóteles. Alvira y Fernández Aguado han estado coincidiendo a lo largo de estas cuatro décadas. La última ocasión ha sido al impartir los dos la misma asignatura «en un programa para altos directivos del ministerio de Economía y Hacienda, promovido por el Instituto de Estudios Fiscales». Destaca de Alvira «su sonrisa, la profundidad de su pensamiento y su increíble dominio de diversos idiomas». Otro detalle que recuerda: «alguna vez coincidíamos en misa en una capilla de la universidad, y él se aprestaba a servir como monaguillo sin caérsele los anillos por ser un prestigioso catedrático».

Higinio Marín, quien hoy es rector en la Universidad CEU Cardenal Herrera (Valencia), también pasó muchos años en la Universidad de Navarra —como estudiante primero, y luego como docente— y conserva un delicado afecto por Alvira. Por eso, en su blog «Mundus una arqueología» le ha dedicado un largo texto. Asegura que, durante el primer curso, le escuchó en alguna conferencia y en seminarios: «Seguramente no entendí mucho, pero el contraste de su personalidad y de sus posiciones filosóficas con las de Alejandro Llano daban luz no solo a aquellos seminarios, sino al clima de expectación e interés que reinaba entre los estudiantes, deslumbrados por el brillo de uno y otro profesor y de sus disputas, amistosas pero intensas».

Recuerda Marín que la asignatura de Alvira de Historia de la Filosofía Antigua «resultó fascinante». «Mis ojos estaban abiertos de par en par desde que Alvira entraba hasta que salía por la puerta y se dirigía por el pasillo hasta donde podía seguirle con la mirada», dice. Y continúa: «Cuando llegaba, casi siempre sin nada en las manos y sin saludar, estaba en silencio apenas un minuto paseando de un lado al otro de la tarima, concentrado». Según Marín, «parecía como si viniera de hablar con alguien y estuviera ordenando las ideas de lo que nos iba a exponer; en seguida empezaba, y su voz inaudible conseguía un silencio unánime, sostenido y expectante, porque todos intentábamos aguzar el oído para poderle escuchar a la espera de lo mejor». Asevera que «la inteligencia de Alvira era penetrante, afiladamente profunda —elemental, en el mejor sentido—, original y genial pero meditada, y no se engalanaba de erudición ni de precauciones críticas». Admite Marín: «ninguna influencia ha sido tan grande para mí como la de Rafael Alvira y Jacinto Choza».

Por otro lado, Marín ha querido aprovechar el momento para agradecer el apoyo, cercanía, y respaldo —«auxilio gratuito, libérrimo y sostenido»— que, al terminar su etapa docente en la Universidad de Navarra, recibió de Rafael Alvira. Pues «don Rafael Alvira era hombre de honor, además de cristiano y filósofo, pero también por eso mismo». Lo cual cobra mayor sentido, cuando Marín relata la última vez que se vieron, «a mediados de noviembre». «Me pidió que diera una conferencia que sería seguida de una suya en el mismo foro», dice Marín. Reconoce que, a pesar de las dificultades que le supuso, ahora es motivo de alegría, porque le permitió, a fin de cuentas, una «despedida entrañable», entre abrazos y finalizada con un «hasta pronto, Rafael».