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progresismo

Paula Andrade

Conservatismo XI: el derecho frente al progresismo

Todo grupo social se edifica armónicamente sobre una justicia consistente en la pacífica posesión de lo que es de cada uno, erigida en principio y fundamento de la vida social

El conservador es un pensamiento juscéntrico. Es decir, que pone el derecho en el centro de la vida social, pero no el derecho entendido como un «conjunto de normas», sino como aquello que es «de cada uno». Lo «suyo» de cada uno se convierte en objeto de respeto por parte de los miembros de un grupo social y de éste en su conjunto, si es que se quiere practicar la virtud de la justicia, dado que ésta consiste precisamente en eso, en dar a cada uno lo suyo. En consecuencia, todo grupo social se edifica armónicamente sobre una justicia consistente en la pacífica posesión de lo que es de cada uno, erigida en principio y fundamento de la vida social. Fuera de la justicia sólo restan la violencia y el robo.

Ahora bien, ¿cómo se determina lo qué es cada uno? La respuesta conservadora a esta pregunta es sencilla. Es una determinación que ya está dada, puesto que no habría sociedad si, de hecho, no existiese esa previa determinación de lo justo. Basta considerar que la sociedad existe en tanto en cuanto las cosas están asignadas y poseen un titular, y que la sociedad misma no es otra cosa que un ordenamiento con el fin de proteger la vida y los bienes de los miembros que la integran. Por lo que la determinación de lo que es de cada uno, con los medios correspondientes para su preservación y defensa, es la condición necesaria para la constitución de un orden social. Sin esta certeza y claridad respecto a lo suyo de cada uno la paz social sería imposible, todo sería conflicto (omnia bellum). Pero un estado de cosas semejante equivaldría a decir que no hay sociedad. Con ello se llega a una conclusión que, en principio, puede parecer sorprendente, y es esta: que el derecho antecede a la justicia y la fundamenta. Lógico, pues si ésta consiste en dar a cada uno lo suyo o su derecho, según reza el Derecho romano, deberá existir previamente lo «suyo» o su derecho para que éste pueda ser dado en justicia. Por lo que, el derecho, en latín jus, es la raíz de la justicia, como, por otra parte, bien pone de manifiesto la propia etimología de la palabra.

El reverso de esta posición conservadora propia del realismo jurídico, según la cual el orden social se articula sobre la previa determinación de los derechos (de cada uno), de modo que la razón de ser de la sociedad viene dada por su custodia y conservación, se encuentra en la política progresista, consistente en dar prioridad a una idea de justicia sobre los derechos ya existentes. La consecuencia es la mutación constante de los derechos con el fin de adaptarse a la idea de justicia adoptada por el legislador, que se convierte de este modo en un demiurgo permanente, como si la sociedad no estuviera ya constituida sobre derechos previamente establecidos. Los derechos serán de este modo el resultado de una ideología, es decir, de la «lógica de una idea» puesta en marcha mediante el poder legislativo inherente al Estado. Este Derecho «creado» dependerá de la idea de justicia del Legislador y podrá variar, como es obvio, según la posición ideológica adoptada. Si un legislador, por ejemplo, considera que las cosas deberían estar asignadas según criterio de igualdad material en una sociedad para que ésta sea justa, el derecho de cada uno será el resultado de la concreta aplicación de ese criterio igualitario. Lo «mismo» o lo «igual» será el derecho de todos y cada uno de los miembros de esa sociedad. Dará a todos «lo mismo». La igualdad aquí no está ya en el trato debido –a todos se les debe igualmente lo suyo– sino en el resultado. Cierto es que Marx no planteó de un modo tan burdamente igualitario su ideal de justicia, sino que inspirándose en principios presentes en el Evangelio propuso una fórmula según la cual había que exigir de cada uno según su capacidad y dar a cada uno según su necesidad. Fórmula que, llevada a pequeñas comunidades de carácter voluntario, como es el caso de las comunidades monásticas y conventuales, funciona con admirable naturalidad. Todo se pone en común y todo es de todos, distribuyéndose lo necesario en función de las necesidades de cada uno. La dificultad viene cuando se trata de aplicar esta fórmula a poblaciones numerosas a las que se pertenece por nacimiento y no por elección. En este caso, su realización práctica requiere de una instancia de poder omnisciente y omnipotente para que se halle en disposición de determinar lo que cada uno puede aportar y lo que cada uno puede necesitar, y proceder además eficazmente a su realización. Eso sin tener en cuenta que, para ser justo, ese poder debería entrar también a considerar la dimensión moralmente culpable o no culpable de la capacidad y necesidad de cada uno. No hace falta decir que un poder así, proyectado sobre poblaciones de millones de seres humanos, se torna por necesidad en un poder monstruoso y terrible, por divinizado. Además de ineficiente porque, sencillamente, no es posible que funcione. Por fortuna, la fase de experimentación de tan terrible idea de justicia, cuando ésta es desgajada de su ámbito más propio, ha pasado a mejor vida, por lo menos en Europa. Pero ¿ha pasado del todo?

Por desgracia, la utopía igualitaria, tan temida por Alexis de Tocqueville y por el conjunto de los pensadores conservadores, sigue muy presente entre nosotros por causa del progresismo hegemónico hoy en Occidente. El progresismo es la ideología consciente de que el igualitarismo llevado a su extremo es imposible, como lo es igualmente el advenimiento de una sociedad sin Estado. Frente a las ensoñaciones de Marx y Engels acerca de una futura desaparición del Estado con el advenimiento de una sociedad sin clases, y en condiciones de perfecta igualdad social, el progresismo sabe que no sólo la desaparición del Estado es impensable, además de imposible, sino que ni siquiera es deseable. Pues el progresismo es consciente de que el igualitarismo es tan antinatural, tan forzado que, sin un aparato de poder con capacidad coactiva a gran escala, es decir, el Estado, no podría llevarse ni siquiera mínimamente a cabo. Y de ahí su estadolatría, porque sabe que el Estado es la máquina de guerra revolucionaria por excelencia. Nada resiste a su poder. Armado con el monopolio de la fuerza, la legislación y el fisco moldea y recrea la sociedad a su gusto. No absolutamente, cierto, pero casi. Convertido el Estado en el Gran Legislador, el Derecho deja de ser un límite a su poder para convertirse en su instrumento más poderoso. Transmutado el Derecho en legislación por obra del positivismo jurídico, el Estado se convierte en un nuevo rey Midas, y al igual que todo lo que tocaba se convertía en oro, ahora todo lo que toca el legislador se convierte en Derecho. Imagen ésta, por cierto, que es propuesta por el gran pensador positivista del siglo XX, Hans Kelsen, cuyo pensamiento, por desgracia, es todavía hegemónico en nuestras Facultades de Derecho. Pero con ello queda desnaturalizado el tan proclamado Estado de Derecho, por cuanto ahora significa, sobre todo, no que el Estado esté sometido al Derecho cuanto que el Derecho es creado por Estado. Pero incluso aun cuando se admita que el Estado debe estar sometido al Derecho, ¿qué significa ese sometimiento cuando se trata de un Derecho que el mismo Estado crea, deroga y cambia a voluntad?

Por lo demás, el progresismo sabe que, a diferencia del comunismo, hay que dejar un sector productivo suficiente para sostener la enorme y costosísima masa burocrática del aparato estatal. El Estado social-progresista de nuestros días necesita de quien extraer los recursos necesarios para sus políticas redistributivas. Y al igual que el apicultor debe preservar a las laboriosas abejitas para extraer de ellas su miel, el progresista sabe que debe dejar un segmento de sociedad civil laborioso y productivo del que extraer sus recursos. Pero incluso la comparación del apicultor con sus colmenas resulta

insuficiente para hablar del Estado fiscal de nuestro tiempo, de modo que podría establecerse una comparación mejor con la película Matrix. Recuérdese cómo, en esta película, los seres humanos están conectados a una enorme máquina que, para mantenerles vivos y sometidos al mismo tiempo, les proporciona un mínimo de alimento junto a mundo de sensaciones y experiencias meramente virtuales, pero parcialmente satisfactorias, a cambio de succionar su energía. Con seguridad a Matrix le gustaría eliminarles, porque esa humanidad es potencialmente extraña y refractaria a su poder, pero sabe que no puede. Matrix es un organismo parasitario que requiere de huéspedes humanos de los que poder vivir. Les necesita. De igual modo, el poder progresista mantiene a un sector relativamente libre, pero sometido a una carga fiscal extraordinariamente alta y progresiva. Esta carga fiscal posee de este modo una triple finalidad. La primera, y más fundamental, es mantener con vida al propio organismo parasitario estatal; la segunda, tener una gran parte de la sociedad civil subsidiada y dependiente de las ayudas estatales; y la tercera, tener al sector de la sociedad civil más productivo e independiente en necesidad constante de dedicar un tiempo y una energía extraordinarios al trabajo para que éste le sea mínimamente rentable en términos de economía y bienestar familiares. Lo que tiene una consecuencia política de gran calado y que, por lo habitual, se suele pasar por alto, y es la neutralización política de este sector social. Basta considerar, en efecto, que quien pasa casi todo el tiempo de su vida en la fatigosa búsqueda de ingresos suficientes para adquirir una vivienda, pagar a Hacienda y procurar un mínimo de confort para él y los suyos, difícilmente tendrá tiempo para una actividad o compromiso político. O, si se prefiere, difícilmente estará en condiciones vitales de rebelarse. De este modo, el sector de la sociedad que virtualmente le podría ser menos propicio a la ideología y al poder progresista queda políticamente neutralizado. Pues este contribuyente neto, con trabajar, pagar y buscar algunas satisfacciones con las que compensar su esfuerzo, ya tiene bastante. Ahora bien, ¿este modelo social y político progresista es sostenible en el tiempo o, al igual que el comunismo, tiene fecha de caducidad? Dejemos, por ahora, abierta la pregunta.

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