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El drama del humanismo ateo

Henri de Lubac: 'El drama del humanismo ateo'

Lo fundamental del humanismo ateo que nos aqueja desde hace varios siglos –especialmente ahora– consiste en que es una herejía total en la que el hombre da voluntariamente la espalda a Dios

Resulta paradójico pensar cómo una parte importante de la sociedad nos considera a los católicos como un fenómeno curioso destinado a desaparecer, como gente irracional que se come a su Dios en sus ritos litúrgicos o, peor, como una serie de fanáticos carentes de toda capacidad de raciocinio. Lo más curioso es que suelen asociar racionalidad con ciencia positiva, demostrando así que lo desconocen todo sobre el funcionamiento de la ciencia, de la teoría del conocimiento y, en general, sobre los distintos ámbitos en los que trabaja la razón humana. Resulta desconcertante que nos consideren fruto del último remanente de un producto histórico en vías de extinción, mientras ellos se consideran asépticos, objetivos y completamente racionales (suelen usar más bien la palabra «científico», «empírico» y derivados).

Algunos, cuando descubren que soy católica y doctora en filosofía se apresuran a tratar de refutar mi condición primera con argumentos tan endebles que me dan ganas de responderles «A ver, muchacho, por el tiempo que he dedicado a estudiar seriamente el tema tengo mayor capacidad que tú para refutar la existencia de Dios. Y, por supuesto, sé refutar las refutaciones.» ¿A alguien se le ocurriría intentar explicar a un ingeniero de caminos cómo diseñar un puente? No. Porque ese saber parte de una ciencia empírica. ¡Ah, cómo adoran esas dos palabras! «Ciencia» y «empírico». Si de nosotros los cristianos opinan que estamos abducidos por el curso de las ideas en la historia, a ellos no se les ocurre pensar que quizá a ellos pueda parecerles algo parecido: son fruto de la historia en general, y de la historia de las ideas en particular. Pero no, para ellos su idea rectriz no es un mito, sino el pilar firme de todo lo que se puede conocer. No les hace falta siquiera ahondar en los orígenes de aquello que orienta sus vidas (¡La ciencia! ¡Lo empírico!), ni siquiera comprenderlo. Por eso les sorprende que haya filósofos o científicos católicos.

Están tan seguros de sí mismos que ni siquiera caen en la cuenta de que regir su comprensión del mundo por estos parámetros es, en sí mismo, una religión (entendida en un mal sentido de la palabra). Por eso muchos de ellos observan atónitos el surgimiento de otros -ismos; abandonado el cristianismo, desesperan ante la militancia radical de muchas personas en distintos movimientos: ecologismo, feminismo, activismo LGTB+, pacifismo y pluralismo mal entendidos, antiespecismo, neomoralismo, etc. Lamentan que el ser humano caiga de nuevo en mitos que den sentido a sus vidas, cargando las tintas contra la naturaleza humana sin tener en cuenta que han sido ellos mismos quienes han preparado el caldo de cultivo en donde florecen este tipo de fenómenos. No puedo evitar pensar en estos versos de Sor Juana Inés de la Cruz cuando los veo arremeter contra la remoralización del mundo:

Hombres necios que acusáis
a la mujer sin razón
sin ver que sois la ocasión
de lo mismo que culpáis.

El jesuita Henry de Lubac (1896-1991) estaría de acuerdo con estas últimas afirmaciones. Fue profesor de Teología Fundamental en Lyon y miembro del Instituto Católico de París. Fue perito en la Comisión Teológica para la preparación del Concilio Vaticano II. Miembro de la Comisión Teológica Internacional y consejero del Secretariado para los no cristianos y los no creyentes. En 1983 fue nombrado cardenal por Juan Pablo II. Su biografía intelectual muestra que sus intereses teológicos y filosóficos fueron variados. Ante las circunstancias que vivimos ahora, su obra El drama del humanismo ateo (Encuentro, 2012) es la que más puede interesar a quienes les preocupa la deriva de la sociedad occidental. No en vano, esta traducción en castellano alcanzó la cuarta edición en tan sólo cuatro años: es una obra de completa actualidad.

A través del libro encontramos un análisis histórico y esencial del abandono de Dios por parte de Occidente, y las consecuencias trágicas que de esto se derivan. No es un ensayo sistemático, es la reunión de diferentes trabajos que tienen en común el hilo conductor del humanismo ateo. Éste se resume en que el ateísmo que padece nuestra sociedad es muy distinto del paganismo de prácticas pre-cristianas. Lo fundamental del humanismo ateo que nos aqueja desde hace varios siglos –especialmente ahora– consiste en que es una herejía total en la que el hombre da voluntariamente la espalda a Dios. No es un error teológico, sino un problema espiritual cuyo principal perjudicado es el ser humano; Dios ha creado al hombre a su imagen y semejanza y ha enviado a su Hijo para elevarnos por encima de nuestra condición. Nos otorga la mayor dignidad, la libertad, la fe y la esperanza de que todo lo que nos acontece no es fruto de la fatalidad cruel e inhumana. Cuando el ser humano le da de forma consciente la espalda a esta realidad cree estar liberado, pero sucede más bien lo contrario: pasa del reino del destino bueno al de la vida sin sentido, sometida al azar.

El ateísmo occidental, fruto de muchas y diferentes causas, trata de sustituir a Dios por el hombre. Si Dios nos libera de nuestra naturaleza caída, no sólo imperfecta sino tendente al mal y la iniquidad, las consecuencias del abandono del Creador son fáciles de entrever. No nos hace falta siquiera haber estudiado antropología: si algo abunda en occidente son los manuales de autoayuda, los antidepresivos y ansiolíticos, el índice de suicidios y toda clase de aberraciones que apenas nos inmutan ya (como la eutanasia o la pandemia del aborto).

El mismo Lubac observó en los totalitarismos del siglo XX las consecuencias más brutales de este intento suicida de sustituir a Dios por el ser humano. La primera parte del libro fue, de hecho, publicada en 1944 y es fruto en parte de conferencias semi-clandestinas antinazis. En ella analiza a Feurbach, Nietzsche y Kierkegaard. Del primero nos muestra cómo es precursor de Karl Marx: la idea de Dios hace olvidar al hombre sus humanas aspiraciones, poniéndolas en el más allá. Para Feurbach, el cristianismo, como religión más perfecta, es la más adecuada para alienar a las personas. Marx recoge esta idea posteriormente con la intención de transformar la sociedad de forma radical. Ya sabemos cómo acaba esta historia.

Lubac nos muestra que Nietzsche no se dedica tanto a argumentar como a querer expulsar la idea de Dios como un pensamiento nocivo en sí mismo. La idea de la voluntad de poder del filósofo alemán busca activamente olvidar al Dios cristiano con el objetivo de recuperar por completo la libertad. Entiende al primero como Alguien a quien someterse, en lugar de descubrir que la libertad auténtica proviene de Él. Ahí radica el drama del humanismo ateo según Lubac: la criatura, sin su creador, se desvanece. Donde no hay Dios, no hay ser humano propiamente dicho. Por esto, el ateísmo no es una anti-teología sino un anti-humanismo. El jesuita resulta completamente profético respecto a cómo combatir el anti-humanismo ateo: si Nietzsche y sus descendientes pueden burlarse de los creyentes es porque desde hace tiempo nos hemos aburguesado: no queda apenas nada del espíritu vivaz de los primeros cristianos.

Aparece entonces Kierkegaard, en el que descubre Lubac ciertas similitudes con Nietzsche: ambos reaccionan ante el exceso de racionalismo de la filosofía de su tiempo, defienden la irreductibilidad de la experiencia humana que no puede ser encajonada en moldes conceptuales. Aquí acaba el parecido: el jesuita encuentra en el carácter trascendente del existencialismo del filósofo danés una de las formas de combatir el anti-humanismo ateo, caracterizado por el racionalismo exacerbado que reduce todo lo que existe a lo que puede medirse y cuantificarse.

Esto último nos lleva a la segunda parte, al análisis que hace del filósofo francés August Comte. Lubac señala que éste último y Nietzche comparten una misma idea: para acabar con el cristianismo es necesario sustituirlo por otra entidad. En el caso del alemán, la figura del super-hombre. Para Comte, la idea es llegar a un estadio de cosas en el que lo único relevante sea lo científico y demostrable. ¿Les suena de algo?

Finalmente, de Lubac queda fascinado con el genio y sensibilidad de Dostoievski, quien supo profetizar todas las consecuencias del intento de abandono de Dios por parte del hombre. Es en «Los demonios» donde el autor ruso supo plasmarlo con mayor maestría. La idea de Dios, su negación o su abandono en Él recorre toda la obra de Dostoievski. Suele destacarse a Borges como el escritor-filósofo, cuando el título pertenece de lejos al gran maestro ruso.

Ante este panorama, Lubac propone como solución una vuelta al evangelio, a ser fieles a él y retomar la olvidada idea del combate espiritual. El jesuita nos anima a no desesperar pues, aunque seamos pocos, y no los más fuertes ni los más listos, si perseveramos se pondrá de manifiesto la fuerza más grande de todas: el amor.