Tres poemas de José Zorrilla, el sonámbulo que se acostaba sin afeitar y se levantaba afeitado
El autor de Don Juan Tenorio fue en parte de su vida real un remedo de su gran personaje por sus numerosos amoríos
José Zorrilla empezó a leer de niño por inclinación natural y rebeldía juvenil como quien empieza a fumar a escondidas. Walter Scott o James Fenimore Cooper eran las compañías que frecuentaba a solas en reacción al autoritarismo de un padre que duró y le influyó toda la vida. Los vicios contestatarios del joven Zorrilla eran la literatura y el teatro, de los que su progenitor intentó apartarle enviándole a Toledo (desde su natal Valladolid) para estudiar Derecho.
No hubo forma precisamente de «ponerle derecho» cuando por la edad a sus gustos literarios se le sumó el gusto por las mujeres. Con Pedro de Madrazo, compañero de estudios y colega de calle en Madrid (muchos colegas de calle posteriores fueron sus amigos, como Espronceda, Bretón de los Herreros o Eugenio Hartzenbusch) fue del brazo hasta el desistimiento del padre en los estudios escogidos para el hijo, al que mandó a trabajar al campo adonde nunca llegó sino a Madrid para hacerse bohemio.
Comenzó a pasar hambre y miseria antes de escribir y a publicar poemas y antes de empezar a escribir en los periódicos. En El Español sustituyó al desesperado y muerto Mariano José de Larra. La fama ya estaba agarrada y también la fortuna como escritor. Luego llegó el teatro y la popularidad se multiplicó. También llegaron los reconocimientos. De joven bohemio a señor literato apenas habían pasado unos pocos años, pero mucho exitoso trabajo en el ínterin.
Al principio de aquel proceso se había casado con una mujer mayor, a la con sus progresos literarios y mundanos le fue infiel con profusión. Don Juan Tenorio lo escribió en unas semanas al final de esta etapa entre la culpa y el ensueño, justo antes de abandonarla. Francia fue su destino donde formó parte de su particular Parnasillo parisino al lado de Victor Hugo, Dumas o De Musset. Zorrilla había recorrido todos los mundos literarios de la época y en todos ellos había sido alguien, hasta de forma casi fantástica, cuando supo que era sonámbulo y que escribía poemas o incluso se afeitaba en los momentos nocturnos de inconsciencia.
TRES poemas de José zorrilla:
- A MI HIJA
Por cima de la montaña
que nos sirve de frontera,
te envía un alma sincera
un beso y una canción;
tómalos; que desde España
han de ir a dar, vida mía,
en tu alma mi poesía,
mi beso en tu corazón.
Tu padre, tras la montaña
que para ambos no es frontera,
lleva la amistad sincera
del autor de esta canción.
Recibe, pues, desde España
beso y cantar, vida mía,
en tu alma la poesía
y el beso en el corazón.
Si un día de esa montaña
paso o pasas la frontera,
verás el alma sincera
de quien te hace esta canción,
que la hidalguía de España
es quien sabe, vida mía,
dar al alma poesía
y besos al corazón. - CON EL HIRVIENTE RESOPLIDO MOJA
Con el hirviente resoplido moja
el ronco toro la tostada arena,
la vista en el jinete ata y serena,
ancho espacio buscando el asta roja.
Su arranque audaz a recibir se arroja,
pálida de valor la faz morena,
e hincha en la frente la robusta vena
el picador, a quien el tiempo enoja.
Duda la fiera, el español la llama;
sacude el toro la enastada frente,
la tierra escarba, sopla y desparrama;
le obliga el hombre, parte de repente,
y herido en la cerviz, húyele y brama,
y en grito universal rompe la gente. - ¡AY DEL TRISTE!
¡Ay del triste que consume
su existencia en esperar!
¡Ay del triste que presume
que el duelo con que él se abrume
al ausente ha de pesar!
La esperanza es de los cielos
precioso y funesto don,
pues los amantes desvelos
cambian la esperanza en celos.
que abrasan el corazón.
Si es cierto lo que se espera,
es un consuelo en verdad;
pero siendo una quimera,
en tan frágil realidad
quien espera desespera.
Su mujer despechada le persiguió toda su vida como un espectro, del mismo modo que su padre. Este murió sin haberle perdonado por sus desobediencias a pesar de su éxito. La esposa obsesionada fue como el Javert de su amigo Victor Hugo, de la que tuvo que alejarse hasta México, donde vivió bajo la protección del emperador Maximiliano, quién más tarde, tras un período en Cuba como traficante de esclavos (las dificultades económicas del autor inmortal llegaron hasta el extremo de este emprendimiento) le convirtió en el poeta de su régimen.
La muerte de su esposa le permitió volver a España a disfrutar de su gloria y a sufrir por los apuros económicos a los que sobrevivió mayormente gracias a las ayudas de los muchos amigos y mecenas, incluida la reina María Cristina, quien le concedió una pensión demasiado tarde, cuando ya estaba enfermo a causa de un tumor cerebral que finalmente le causó la muerte a los 76 años. Las amantes y los dispendios se habían sucedido a lo largo de los años sin maldad alguna, como salida a la cerrazón íntima que le produjeron la figura paterna y marital, casi se podría decir que una figura unitaria.
El hombre inocente, bueno y talentoso a quien solo estas dos personas no quisieron, ni reconocieron, al contrario que todo el pueblo español, presente en su multitudinario entierro con la pena equiparable a la alegría de sus estrenos.