El Debate de las Ideas
Conservatismo XII: parlamentos, representación y fiscalidad
La libertad política requiere de la distinción de representación y poder
La extrema izquierda revolucionaria encuentra su mayor delicia en la destrucción de las instituciones. Llevar reyes al cadalso, abolir la propiedad, declarar el fin de la familia «burguesa» o derogar las leyes fundamentales de la vida social forma parte de su ADN. El progresismo, en cambio, prefiere dejar nominalmente las instituciones, pues le basta con desvirtuarlas y dejarlas carentes de contenido. No suprimirá la monarquía, pero la dejará como simple ornamento sin más papel que la de mero trámite protocolario, sin capacidad de decisión alguna. No abolirá formalmente la familia, le bastará con declarar que todo es familia, de modo que sus rasgos más fundamentales queden desdibujados y diluidos por completo. Tampoco irá abiertamente contra la propiedad, pues le es suficiente con transmutarla de sólida a líquida, para convertirla, finalmente, en dinero meramente fiduciario, un dinero que tras la desaparición del papel moneda quedará sin restricciones en manos del Gobierno. Finalmente, no irá contra la institución parlamentaria, a la que pondrá formalmente en la cúspide de la pirámide, pero cambiará su naturaleza, al pasar el Parlamento de una Cámara de representación social a una Cámara, representativa sí, pero del Poder. A toda esta gama de adulteraciones y corrupciones de las instituciones es a lo que la izquierda llamará «progreso». Pero lo que interesa considerar ahora es que todas ellas han sido jalones necesarios en el tránsito hacia el Estado Fiscal que padecemos. Ahora bien, si hay una corrupción institucional que reviste una especial gravedad, esa es, a nuestro juicio, la corrupción sufrida por la institución parlamentaria. Para estar en condiciones de conocer todo su alcance se necesita hacer un poco de historia y remontarse a los albores del siglo XIII.
En los siglos medievales, el parlamento comparece ante el rey en representación de las diversas clases del reino con el fin de otorgarle, mediante pactos y compromisos, aquello que el rey no está en condiciones de realizar u obtener por sí sólo, como es la aprobación de leyes, la modificación de algún derecho o la imposición de nuevos tributos. En este modelo medieval, el rey aparece como representante de la justicia, que procede de Dios, pero no del pueblo, puesto que, y esto es fundamental, si el rey se declarase representante del pueblo, éste, eo ipso, carecería de representantes frente a ese mismo poder regio, con el resultado necesario de la inexistencia de libertad política. Porque la existencia de representantes frente al poder como su límite más efectivo es condición de la libertad, pues de lo contrario el poder fácilmente devendría absoluto y arbitrario. La identificación de poder y representación, en definitiva, entraña la reducción de la representación a la dualidad representante-representado con la preterición del tercero destinatario, lo que distorsiona la idea de representación al tiempo que deja expedito el paso a la tiranía. O mejor, abre el paso a la tiranía precisamente en cuanto distorsiona y altera sustancialmente la idea de representación, en una relación análoga a la de causa y efecto. Pero esto fue lo que sucedió exactamente con la Revolución francesa.
Fue, en efecto, la gran obra de la Revolución que los parlamentos se autoproclamaran soberanos o sedes de la soberanía, pero con ello dejaron de ser instancias representativas de la sociedad frente al poder, para constituirse ellos mismos en poder o fuente de poder. Pero una vez más la heterogénesis de los fines se cumple en la Historia, de modo que, al tiempo que nominalmente alcanzaban el máximo de poder (sede de la soberanía), en la práctica los parlamentos han terminado por convertirse en la estela que sigue fielmente al poder ejecutivo. ¿Cómo es eso posible? Fácil, obtenida la mayoría parlamentaria por parte del candidato de un partido político tras unas elecciones, en las que por otra parte no se sabe si se están eligiendo representantes o gobernantes, éste procederá a formar el Ejecutivo sobre la base de esa mayoría parlamentaria que, lógicamente, está puesta al servicio de su acción de gobierno; por lo que, de facto, el Parlamento quedará reducido a simple Cámara de ratificación de lo que habrán de ser sus iniciativas gubernamentales. Pero, como observa Bertrand de Jouvenel: «Si el Parlamento mejor es el que vota sin vacilación los créditos y las leyes que solicita el jefe del ejecutivo, el Parlamento no tiene razón de ser». Y así es. El parlamento actual se ha convertido a lo más en una Cámara representativa, sí, pero «representativa» en el sentido de representar al Poder y la mayoría del Gobierno de turno, no al pueblo. Y «representativa» también en cuanto que el parlamento ha quedado reducido al lugar donde los partidos representan unos debates ante la opinión pública que no pasan de ser una pantomima. Debates cuyo resultado está decidido de antemano y en los que, al margen del gran público, los políticos han realizado ya sus negociaciones oportunas en función de sus intereses de Partido. Negociaciones, por otro lado, que bien han podido realizarse, como de hecho suele suceder, en cualquier sitio distinto de la sede parlamentaria.
El parlamento queda convertido de este modo en mera instancia procedimental, en simple mecanismo de ratificación de leyes dictadas desde el Gobierno según criterios de puras mayorías numéricas. Se inserta, así, como una pieza más en el engranaje de un Estado configurado como una gigantesca empresa de servicios –el «Estado máquina» en expresión de Humboldt–, donde rigen con poder despótico la organización y la burocracia. Es lógico que, después de todo lo dicho, a Montesquieu se le declare «muerto y enterrado», y su separación de poderes con él. Y si bien esto ya había sucedido con anterioridad, lo nuevo y decisivo ahora es que el Poder político ha conseguido su más preciado y secular sueño, la libertad absoluta impositiva. Lo que se ha enterrado ahora es algo más que a Montesquieu, con ser eso mucho. Lo que se ha enterrado ahora es la realidad misma de la representación, y con ella la del viejo principio, tan indisolublemente unido a nuestra tradición política de la libertad, según el cual no puede haber impuesto sin representación –no taxation without representation. Cuando el Gobierno se siente con poder suficiente para decirle a la sociedad, con palabras de Marx: «Haced lo que queráis. Pagad lo que debéis», sin más límite que su propia conveniencia, se puede tener por cierto que la tiranía ha sustituido a la libertad, no importa con qué ropaje democrático se vista. Porque, como observó Burke «con su sabiduría política»: «La Constitución depende, a fin de cuentas, del sistema tributario, y variará con arreglo a las variaciones que ocurran en el sistema».
La idea es, pues, recurrente. Si la representación se convierte en poder, ¿quién representará a los ciudadanos frente al poder? ¿quién defenderá sus intereses y derechos cuando al poder le interese abrogarlos? La libertad política requiere de la distinción de representación y poder. Y requiere, sobre todo, de la distinción de quien tiene la ejecución del gasto público respecto de quienes deben otorgarlo. «El de otorgar subsidios a la Corona de que está en posesión el pueblo inglés –observa de Lolme-, es la salvaguardia de todas las demás libertades religiosas y civiles». La cosa no admite dudas, pues ¿qué libertad real tendría nadie si su patrimonio estuviese sometido a la voluntad arbitraria del gobernante? Como con toda naturalidad recuerda este mismo autor: «Uno de los principales efectos del derecho de propiedad es que el rey (vale decir ahora el Gobierno) no puede quitar a sus vasallos nada de lo que poseen: tiene que esperar a que ellos mismos se lo concedan». Se trata de un respeto de la propiedad que, a su juicio, es «el baluarte que defiende todos los demás» y «produce también el efecto inmediato de precaver una de las principales causas de opresión». Y esto es lo que ha quedado sin efecto con el advenimiento del parlamentarismo de raíz revolucionaria.
Porque es aquí, y no en otro sitio, donde se encuentra la diferencia radical entre el parlamento tradicional y el progresista surgido de las tesis revolucionarias. Pues como certeramente señala una vez más Bertrand de Jouvenel: «Es un error común, pero enorme, confundir una asamblea convocada con el fin de conceder subsidios, con un Parlamento moderno, y decir que se trata en uno y otro caso de un consentimiento popular al impuesto. Actualmente, el Parlamento no tiene, en absoluto, el carácter de una asamblea de contribuyentes. Tiene el carácter de un soberano que cobra impuestos a su gusto». Y este es el factor decisivo porque, en palabras de Burke, «las grandes batallas por la libertad se produjeron, principalmente, por causa de la cuestión de impuestos». Así ha sido en el pasado, y si el espíritu de libertad, tan característico de nuestra civilización, retorna a Europa, con seguridad será así en un futuro, que Dios quiera que sea próximo.