El Debate de las Ideas
Francisco Javier Conde: el realismo político de un jurista de Estado
Los «conceptos» no cambian. Son «eternos» para la escala humana
El pensamiento político es polémico de suyo, tal vez porque en él se mezclan y amontonan, sin jerarquía aparente, patrones o constantes históricas, confirmadas por la experiencia de los siglos, con opiniones sobrevenidas e interesadas, acertadas o demenciales y disparatadas según los casos. Se trata de una distinción, creo que poco atendida, que sugiere Carl Schmitt en su célebre antología de 1940 Posiciones y conceptos (Positionen und Begriffe im Kampf mit Weimar, Genf, Versailles 1923-1939), un libro que da a las prensas con una clara intención política, no palinódica, pero sí exculpatoria: desde finales de 1936 Schmitt se guarda de la banda de facinerosos que detenta el poder y que muy probablemente, de no mediar algún veto superior, le habrían despenado a la menor ocasión. Desde luego, el jurista alemán no es el único que registra esa sutil distinción. Si se espiga con atención la literatura política, la conciencia de esa dicotomía salta aquí y allá. Saavedra Fajardo, por ejemplo, no confunde «las cosas universales y perpetuas» con las «acciones singulares» (empresa 30).
Los «conceptos» no cambian. Son «eternos» para la escala humana. Gianfranco Miglio los llama regolarità o regularidades. Acuñarlos o, más exactamente, «revelarlos», pues se encuentran ahí ya dados en la historia de la naturaleza humana, en la trama de lo real, como datos asequibles a la consciencia, no debe ser fácil, pero una vez «descubiertos», hasta que otra vez se olviden, son como «momentos anímicos aislados que brillan a través de los siglos», en palabras del rumano Valeriu Marcu. Una inteligencia política superior sabe «llama[r] por su nombre a una realidad eterna». Así, la objetividad del «concepto» nunca se verá comprometida por las elecciones subjetivas o «posiciones» del escritor político, al menos a largo plazo. Bodin creía en las brujas y Hobbes que «Jesus is the Christ», Heller en la inexistencia de Dios y Schmitt en la «resurrectionem mortuorum», lo cual ni le da ni le quita a su entendimiento de lo político. Tampoco sus «posiciones ideológicas». Un escritor puede colaborar y comprometerse con los poderes o los intereses establecidos, con el partido del gobierno o con el de la oposición, «pero la teoría no queda en suspenso por esa razón. Teoría y práctica pueden contradecirse en el momento presente, pero la teoría es la práctica, tal vez no del día, pero sí de los años, de los decenios, los siglos y los milenios». Lo dice Carl Schmitt, opinión radiada nada menos que el primero de febrero de 1933.
De la misma estirpe intelectual que los grandes ingenios políticos mencionados, sus ángeles custodios, Francisco Javier Conde, realista político y jurista de Estado, aspira metódicamente al concepto teórico. Esto es lo que más le interesa. Aplicado a su campo de investigación, el «Derecho Político», busca la verdad efectiva de la cosa, «sin falsear la esencia de lo político». Se trata, pues, de «desnudar al concepto de lo puramente transitorio y ligado a una forma política concreta», pues, en el fondo, «sin principios de validez universal, no es posible sujetar a formas los rebeldes materiales humanos». Enfermo de objetividad, rige en su obra y su pensamiento, también, esta dicotomía: lo que pertenece al ser, la verdad y lo relativo al hacer, con su margen de error, condicionado por la lucha, medio o «camino para rescatar la verdad». Expresan de otro modo la misma tensión lo actual y lo inactual, lo que se salva y lo que inexorablemente se pierde en la historia.
Pero se engaña quien pone demasiada confianza en el uso de la razón por el «animal ladino». Su entendimiento es limitado, tanto como voluble e inconstante su voluntad. Es el mundo para Saavedra Fajardo «un golfo de sucesos, agitado de diversas y impenetrables causas» (empresa 29). Por otro lado, como sospecha David Hume, «el mundo es todavía demasiado joven para que se establezcan en política muchas verdades generales que sigan siendo verdad hasta la posterioridad más remota. Aún no tenemos tres mil años de experiencia, por lo que no sólo es todavía imperfecto el arte de razonar en esta ciencia, como en todas las demás, sino que carecemos de suficientes materiales sobre los que razonar». Tres mil años, pongamos nosotros ocho o diez mil, no le parecían, ni de lejos, un término suficiente que permitiera establecer un catálogo mínimo de verdades inconcusas sobre lo político. La verdad política, inaccesible en su integridad, se nos muestra de modo fragmentario: la lucha por la hegemonía, la persistencia del ciclo político, la inexorable estratificación política (gobernantes-gobernados), dinámicas consenso-disenso, movimiento-institución, amigo-enemigo, etc. No parecen muchas estas sencillas verdades parciales, trozos aislados de una realidad que nos envuelve y que, si acertamos a leer bien en ella, nos sostiene, pero si erramos nos devora. Recuerda Saavedra Fajardo que la ciencia política no es don de la naturaleza, sino de la especulación y la experiencia, y que «con el hombre nació y morirá con él sin haberse entendido perfectamente» (empresa 5). La historia es irreversible y no se repiten los casos singulares, de modo que «poco espacio de tiempo con la variedad de los accidentes [borra las huellas] y las que se da de nuevo son diferentes» (empresa 29).
Aunque todo concepto político sea realidad política objetivada, no lo hay que no tenga un «sentido polémico», presuponiendo su (re)descubrimiento un antagonismo y una situación concreta, como subraya Carl Schmitt en El concepto de lo político. Nunca es fácil, más bien resulta imposible, separar el pensar del ser. Precisamente, quien escribe un libro como el citado sobre la noción de lo político no puede esperar seguir con una vida privada o de eremita. El caso de Gabriel Naudé es una rareza constatada inmediatamente por Jacques Bouchard, maravillado por el hecho de que su amigo, conocedor de príncipes y ministros y de sus máximas y golpes, «haya llevado tanto tiempo una vida inocente y privada» después de haber escrito y divulgado las Consideraciones políticas sobre los golpes de Estado.
Cada regularidad política desvelada, tiene también una dimensión utilitaria, pues aunque los conceptos trascendentales no tienen patria, sí la tienen los escritores políticos, que no pueden elegir a capricho el régimen ni la constitución ni la constelación de fuerzas, internas (facciones, poderes indirectos) y externas (enemigos, neutrales y aliados) que condicionan su existencia. No en vano dice Ortega que «la política es la piel de todo lo demás». La gobernación es un accidente que se hace necesidad y con el que un jurista político ha de contar siempre, pues no puede sustraerse al «peligro de lo político». A juicio de Francisco Javier Conde, también un constitucionalista y un juspublicista necesitan de «conceptos rectores» que se proyecten sobre las situaciones cambiantes concretas, iluminando su signo. En una situación excepcional, como la de la posguerra civil española, Conde reivindica el saber político de Carl Schmitt, un auténtico «pensador de la acción política», pues ha sabido decantar «la substancia» que hay dentro de los conceptos políticos y filosóficos jurídicos, «conceptos en los cuales ha sido comprendida la situación histórica tal como es». De ellos echa mano para la ingente tarea de reconstrucción nacional. Esta pasa por el repudio del positivismo y el normativismo, por la edificación de un Estado, forma política sin raíces en España, y por el discernimiento de quién es amigo y quién enemigo.
El auténtico pensamiento político está cosido a la realidad. Por eso, en la Eneida, pone Virgilio en boca de Dido que «la dureza de la situación y la novedad del régimen [la] fuerzan a tales cavilaciones [políticas]» (res dura et regni novitas me talia cogunt moliri). Apunto un ejemplo entre cientos. Es sabido que la tribulación de Alemania después de la Primera Guerra Mundial –Estado-nación que se resiste a ser, como fulmina Oswald Spengler en 1924, una «India europea» (ein europäisches Indien), «una colonia pagadora de reparaciones de guerra» (Reparationskolonie)– y la descomposición del sistema constitucional de Weimar operan detrás del pensamiento político de Carl Schmitt: tanto de sus conceptos («criterio» de lo político, estado de excepción, orden concreto, Estado, gran espacio) como de sus posiciones (nacionalismo irredento, conservadurismo). Renania, objeto de la política internacional, es su res dura. Y el pluralismo enfermo de la República de Weimar, que la transforma en un sistema político que no ha previsto la constitución, su regni novitas. Como reza precisamente al final del prefacio de El custodio de la constitución, Carl Schmitt no escribe ni por placer ni para hacerse el ingenioso, sino empujado por la necesidad. Es un escritor de las situaciones concretas. Lo recuerda de mil formas distintas, de modo que cada una de sus páginas es «el apunte de un cuaderno de bitácora escrito por marineros en una travesía sin escalas». Servata distantia, Francisco Javier Conde también escribe con el pie forzado de la guerra civil española (res dura) y los dolores de parto del régimen de caudillaje (regni novitas).
Los estudios condeanos sobre el caudillaje, la nación, la representación política y el Estado total no solo le dan forma al nuevo régimen, sino que también incluyen, como premisa, una interpretación de alto bordo de la historia moderna de España, condicionada, como la de Inglaterra, porque no prenden en ella la cosa «Estado», lo que desemboca en «la dramática coyuntura presente». En realidad, si algo caracteriza al pensamiento político español desde el Siglo de Oro es la lucha contra el Estado: «Magno sueño de la española estirpe [es] vencer al Leviatán moderno», según la opinión lapidaria registrada en Contribución a la doctrina del caudillaje. En esa gigantomaquia se desviven los grandes tratadistas políticos, rumor que el carlismo continúa y renueva en el siglo XX. En todo el siglo XIX no hay nadie capaz de alumbrar un Estado en España. Hay tentativas vanas desde 1834 –Estatuto Real– a 1876 –restauración borbónica–, pero de nada sirven cuando en España cursa el morbo de la despersonalización del mando, «tendencia obscurantista» –palabras de Hermann Heller– consecuencia feroz de la revolución de 1848. Esa dimensión del constitucionalismo, que marca, por cierto, el giro hacia lo que Guglielmo Ferrero ha llamado la «cuasi legitimidad» de las monarquías constitucionales, la ilumina el mencionado Heller en su libro sobre La soberanía. Lección aprendida por Francisco Javier Conde y trasladada a la historia política y constitucional española.
De despersonalización y legalismo (la «lepra de la legalidad») están infectadas, de un modo u otro, todas las constituciones españolas del siglo XIX, todas galiparlas y dadas, en consecuencia, a las pseudomorfosis políticas y, como diría el general Miguel Alonso Baquer, al severo correctivo del pronunciamiento. Sin embargo, la invasión napoleónica será la palanca que, con una energía insólita, proyecte hacia el futuro a la nación política, el país real, tan alejado del país oficial. En cualquier caso, la concurrencia de esas fuerzas da vida a un Estado exangüe, el llamado «Estado integral» de la segunda república española, caracterizado por Conde como un Estado «demoliberal, socializante y de signo pluralista». El año 1931 es el apogeo de la despersonalización del mando. En el pródromo de la guerra española campan a sus anchas los antagonismos infinitos de la lucha de clases y del separatismo nacionalista, es decir, la insolidaridad y el particularismo de los que se habla en España invertebrada, «demonios familiares» que ponen en riesgo la continuidad de la nación ya no política, sino histórica, y contra los que nada puede una democracia formal y abstracta convertida en una nomocracia despersonalizada. Esa fase terminal, concluye Conde en Representación política y régimen español, aboca al estado de guerra.
Acucioso como Carl Schmitt, adicto a sus propios remedios políticos para Alemania (la «dictadura» del presidente del Reich del artículo 48.2 de la constitución, el Estado total cualitativo o el gran espacio), Francisco Javier Conde descarta una dictadura comisaria que restaure una constitución... conculcada por sus propios defensores. El caudillaje, institución modelada sobre la dictadura constituyente, pero con las notas de la legitimidad carismática de Max Weber, tiene como misión erigir un «Estado Nuevo», pues raído por la guerra el desfalleciente Estado demoliberal español –remedo de un auténtico Estado nacional–, ha quedado a la vista una inmensa oquedad, el hueco que ha dejado la Monarquía Hispánica, forma política inadaptada a la estatalidad (Staatlichkeit).
El caudillaje, «mando legítimo, carismático y personal», se distingue, a su juicio, del «Führertum» y de la dictadura del «Duce». En un primer momento, el elemento carismático predomina sobre la legitimidad tradicional y la racional, pero el régimen del general Franco evoluciona en el sentido de la racionalización del poder, como se pone de manifiesto en la segunda parte de Representación política y régimen español. Esto lo puede entender cualquiera, salvo un neoconstitucionalista ayuno de política y ajeno a las nociones jurídicas políticas de Hermann Heller y Carl Schmitt, gemelos rivales separados al nacer. A partir de las mismas premisas, un discípulo de Conde, Rodrigo Fernández-Carvajal, ha abarcado todo el proceso constituyente «franquista» bajo la denominación técnica de «dictadura constituyente de desarrollo», subrayando la autolimitación del poder constituyente de la Jefatura del Estado para fortalecer las instituciones. Francisco Javier Conde, enfrentado a una nueva realidad política, surgida del hecho político del 18 de julio (Alzamiento Nacional, sublevación contra el gobierno del Frente Popular), denuncia los peligros del pseudomorfismo constitucional (imitación de modelos foráneos, sean estos demoliberales o totalitarios) y reivindica la anafilaxia, es decir, la autonomía y la originalidad de los procesos constitucionales de cada nación, refractarios al mimetismo político. Puede darse por buena la generalización de Mariano García Canales: «La originalidad en la solución constitucional es una aspiración constante de la derecha española».
En Introducción al derecho político actual explica Francisco Javier Conde que «de antiguo me unen a Schmitt vínculos de amistad, y para mí su obra no está solo en los libros, sino también en el recuerdo, engarzada y enriquecida en la memoria viva del coloquio y de la lección». Se refiere a su experiencia berlinesa como alumno suyo muy cercano, como amigo y aun comensal en sus casas de Berlin-Steglitz, Berlin-Dahlem y Berlin-Schlachtensee. Por tradición oral sé que durante su embajada en Alemania Conde le visita una vez en Plettenberg-Pasel. Conde, al comienzo de su cursus honorum, había hecho de Hermann Heller su gurú político y jurídico. Así es como lo recuerda Álvaro d’Ors, al menos hasta su jornada de estudios en Alemania, que comienza en el otoño de 1933. No en vano, la incitación originaria de su tesis doctoral sobre Bodin procede de La soberanía de Hermann Heller y su desafío preliminar: «¿Qué significa para nosotros [la] doctrina [de Bodino]?». Pero en Berlín se coloca bajo el patrocinio intelectual de Schmitt, sin que pueda precisar en qué circunstancias ni cuándo exactamente se despierta su interés por el «decisionismo» schmittiano. De hecho, Conde obtiene una pensión para estudiar en Colonia, pero advertido del traslado de Schmitt a Berlín, cambia Renania por Brandeburgo. Inequívocamente, lo que le interesa no es la Universidad de Colonia, sino Carl Schmitt. En cualquier caso, antes de la guerra civil Conde ha concebido ya la idea una traducción de la edición de 1933 El concepto de lo político y que solo llevará a término en 1941. Su traducción de la versión de 1933, cuyo título vierte equívocamente al español como El concepto de la política, ha tenido un impacto incalculable sobre la recepción del criterio de lo político en el mundo hispánico. Ese texto, puesto en un español a la altura estilística del original alemán, ha sido la referencia schmittiana inexcusable en todos los países de habla española hasta principios de los años noventa.
Maestro y discípulo nunca han perdido el contacto desde que Conde abandona Berlín a finales de enero de 1937. Se reencontrarán en Madrid con motivo de los viajes de Schmitt a España y Portugal de 1943 y 1944. El catedrático español le acompaña en sus conferencias, que traduce, cuando buenamente puede, pero muy bien, y le ayuda a desentumecer su español hablado. Agradecido, Schmitt escribe en uno de los informes de su jornada ibérica que Francisco Javier Conde, como traductor, no solo domina a la perfección el alemán, «sino que también es un buen jurista muy versado en mi pensamiento, así como un magnífico estilista de la lengua española». La alabanza remunera sus pulidas versiones españolas: La época de la neutralidad, Teología política y El concepto de la política (1941); El Leviatán en la teoría del Estado de Thomas Hobbes (1941); «El concepto de imperio en el derecho internacional» (1941); «Cambio de estructura del derecho internacional» (1943); «Francisco de Vitoria y la historia de su fama» (1944); «La situación actual de la ciencia jurídica europea» (1944); «Donoso Cortés en interpretación europea» (1944). A las que habría que añadir, después de la guerra, «Historiographia in nuce. Alexis de Tocqueville» (1949) y Los tres modos del pensamiento jurídico, edición anunciada en 1954 pero nunca publicada, aunque seguramente anduvo trabajando en ella.
Con todo ese bagaje de lecturas no debe extrañar su familiaridad con la parte sustancial de la obra de Schmitt publicada hasta mediados de los años cuarenta. Una familiaridad que se convierte en identificación casi total con el maestro cuando vierte fragmentos schmittianos completos es sus propios libros. No es menos cierto que Schmitt también ha seguido con interés el desarrollo del pensamiento condeano desde 1935. Además de los elogiosos comentarios que en 1936 le dedica a El pensamiento político de Bodino, Schmitt ha ponderado su deuda con la «fructuosa doctrina de F. J. Conde, concretada en su teoría política de las tres determinaciones del concepto de realidad política (plan, espacio y derecho) y desarrollada en Teoría y sistema de las formas políticas a propósito de las grandes formas políticas históricas: la polis griega, el imperium romanorum, la civitas christiana y el Estado moderno».
Conde aspira a ser el reintroductor de Schmitt en España, cancelado a partir de 1935 su ascendiente intelectual sobre los «liberales de izquierda» de la segunda república, de pronto desafectos, siguiendo el modelo de Francisco Ayala, el traductor «arrepentido» de la Teoría de la constitución. Que los juristas y constitucionalista orgánicos de la Segunda República le dan la espalda a la doctrina schmittiana es un hecho cuyas causas no han sido dilucidadas. A mí se me ocurren algunas en las notas que acompañan la publicación de tres cartas de Pedro Salinas a Carl Schmitt (Contra el mito Carl Schmitt).
Aunque no hay en la obra schmittiana una sistematicidad bien trabada, su indiscutible unidad le viene dada por la propia realidad política que aspira a dominar. Su hilo de Ariadna, afirma Conde, sin revelar las circunstancias de la confidencia, es la opinión del propio Carl Schmitt: «El Leviathan es mi testamento». La referencia nos traslada a 1938 y al estudio sobre la teoría del Estado de Thomas Hobbes, a la vez «cierre» de su pensamiento y obra el «más entrañable» de sus libros, en que «se halla reflejado el sentido de la propia vida». Espíritu congenial de lo español, hay razones de peso que justifican la difusión del magisterio schmittiano, revulsivo de una nueva generación de juspublicistas. Conde, que así lo entiende, menciona las «altas razones del ingenio, del corazón y del estilo» y «algo más profundo aún, la religión», para justificar la recepción de su realismo político. Se trata, con él, de «aguzar la mirada» y «desenmascarar» lo político, «encubierto en el inocente disfraz de la neutralidad política». Todo ello al servicio de la edificación de un Estado.