El Debate de las Ideas
Un siglo después de la muerte de Lenin, el legado del comunismo sigue pesando sobre la conciencia del mundo
No se han aprendido las lecciones necesarias tras el colapso de la Unión Soviética en 1991
Cuando muere Lenin, el 21 de enero de 1924, ya se habían plantado todas las semillas del totalitarismo de tipo soviético. Tras el golpe de Estado bolchevique del 25 de octubre de 1917, Vladimir Illitch Ulianov, su verdadero nombre, forjó el modelo de dictadura que Stalin luego desplegaría coherentemente, seguido en esta tarea por todos los regímenes comunistas del mundo, llegando hasta nuestros días en China, Corea del Norte, Vietnam, Laos, Cuba y Eritrea, países todos que se siguen proclamando marxista-leninistas.
El marxismo y el leninismo se convirtieron en dos doctrinas indisociables desde principios del siglo XX. Lenin así lo quería para poder realizar su sueño de hacer la revolución. Marx confiaba en la lucha de clases para alcanzar el socialismo. Ese futuro ineluctable, según el pensador alemán, llegaría gracias a la voluntad del proletariado explotado de derrocar el sistema capitalista. No teniendo nada que perder, salvo sus cadenas, les correspondía a ellos dar a luz a un nuevo régimen en el que cada cual trabajaría «según sus capacidades» y recibiría «según sus necesidades», la consigna de Marx acuñada en 1875, la época de los sueños revolucionarios. Pero por duras que fueran las condiciones de la clase obrera en el siglo XIX, la realidad es que los trabajadores acabaron eligiendo la vía del reformismo, la de las reivindicaciones sindicales, en lugar de la revolución esperada. Esta aspiración a una vida mejor desesperaba a los extremistas que estaban a la espera del Gran Día, entre ellos Lenin.
El líder bolchevique decidió entonces darle la vuelta a las esperanzas marxistas. A falta de una revolución desde abajo, optó por emprenderla desde arriba. El libro de Lenin ¿Qué hacer?, publicado en 1902, proporcionó las instrucciones para hacerla realidad. En él, Lenin abogaba por la creación de un partido de revolucionarios profesionales para llevar a cabo la revolución en lugar de la fracasada clase obrera. Una vez conquistado el poder, la misión del partido sería aplicar la dictadura del proletariado en nombre y en el lugar del proletariado para así instaurar el socialismo. Es lo que Lenin puso en práctica a partir de octubre de 1917.
El período de terror que se inauguró a continuación no tiene nada de circunstancial. Se entiende dentro de la lógica de esta visión leninista. Las primeras medidas adoptadas por el régimen bolchevique –prohibición de la prensa libre, creación de la policía política, la célebre y siniestra Cheka, suspensión del parlamento, la Duma– fueron tomadas incluso antes de que estallara la guerra civil, decididas e implantadas para aniquilar tanto a los partidarios del antiguo régimen zarista como a los revolucionarios opuestos a la dictadura bolchevique. El nuevo régimen impuso su orden con puño de hierro, abriendo los primeros campos de concentración ya en 1919. Para el grupo de ideólogos pequeñoburgueses que seguían a Lenin -él mismo no había trabajado un solo día en toda su vida- se trataba de imponer por la fuerza sus ideas sobre la realidad rusa, incluso si esto implicaba de hecho ir en contra de lo que deseaba la mayoría del pueblo.
Este modelo será reproducido posteriormente en los 26 países que vivieron bajo regímenes totalitarios marxista-leninistas a lo largo del siglo XX. Nunca ha habido en el mundo una revolución comunista popular, en el sentido de una toma del poder por parte de los proletarios. Ocupaciones militares (Europa Central y Oriental después de 1945), guerras civiles (China en 1949), luchas anticoloniales (Sudeste asiático, África en los años 70 y 80), guerrillas (Cuba en 1959, Nicaragua en 1979)... todos estos acontecimientos fueron utilizados por ambiciosos militantes comunistas, siempre minoritarios, con el fin de tomar el poder.
Nacido con fórceps, el comunismo dio lugar, en todos aquellos lugares en los que se implantó, a regímenes mortíferos. Establecidos desde su nacimiento por la violencia, solo podían gobernar mediante el terror. También en este caso Lenin mostró con claridad cuál era el camino a seguir: los opositores políticos, los intelectuales, la burguesía, el clero, los campesinos, los obreros -en resumen, cualquiera que se interpusiera o pudiera interponerse en el camino del socialismo- eran arrestados, deportados, encerrados y liquidados. Discípulos de Marx, los bolcheviques estaban convencidos de que «la lucha de clases es la fuerza motriz de la historia». Para avanzar hacia el socialismo hasta llegar al paraíso comunista -la etapa suprema de un régimen sin clases y sin Estado- había que practicar sin descanso esta lucha de clases. Una vez puesta en marcha esta máquina infernal –la «rueda roja» a la que se referirá más tarde Solzhenitsyn–, los sacrificados por el régimen iban a servir para alimentarla, con independencia de la edad, el sexo, la condición social o las creencias de las víctimas. Incluso fueron muchos los propios comunistas que acabarían siendo aplastados por el sistema. Esto provocó decenas de millones de muertos, primero en la URSS y luego entre los epígonos del marxismo-leninismo, de los que el comunismo es el culpable de su aparición a lo largo y ancho del mundo.
A los ojos de la historia, Lenin es el inventor del totalitarismo que ha provocado las mayores tragedias que ha conocido la historia de la humanidad, al menos hasta la fecha. Su responsabilidad es tanto moral, a la vista del número de víctimas que ha causado, como intelectual: el marxismo-leninismo ha conseguido captar, mejor que ninguna otra doctrina, la esperanza en un mundo mejor y más igualitario, para luego promover, a fin de cuentas, un mundo de pesadilla.
En nuestros días todavía no se ha digerido adecuadamente la experiencia del comunismo, no se han aprendido las lecciones necesarias tras el colapso de la Unión Soviética en 1991. Esta mirar hacia otro lado generalizado puede explicarse por las pasadas complicidades, la culpabilidad, la mala conciencia o la indiferencia ante los sufrimientos. Sin olvidar la vergüenza causada por la acumulación de cadáveres en el armario. «El fantasma del comunismo recorre el mundo», escribió Marx al comienzo de su famoso Manifiesto Comunista de 1848. En este punto, el filósofo no se equivocaba, aunque su profecía se ha hecho realidad de un modo diferente al que él esperaba. Un siglo después de la muerte de su discípulo Lenin, el legado del comunismo pesa aún sobre la conciencia del mundo.
- Thierry Wolton, publicado originalmente en Le Figaro