El Debate de las Ideas
Francisco Javier Conde y un cuarto de siglo de oro del pensamiento político en España
El pensamiento político español durante el siglo XIX carece, en general, de originalidad. En él se acusan todas las influencias foráneas, particularmente francesas e inglesas, con la excepción alemana del extemporáneo Karl C. F. Krause
La liquidación de su potencia naval en Trafalgar (1805); la invasión napoleónica y la guerra de la Independencia (1807-1814); el «constitucionalismo» –una ideología jurídica típicamente decimonónica, como la «codificicación civil» o la «socialización del derecho»–; la expulsión del hemisferio occidental –consumada entre 1824 (Ayacucho) y 1898 (desastres navales de Cavite y Santiago de Cuba)–; la supeditación de los intereses nacionales a los de Inglaterra y Francia –España convertida en objeto de la política internacional–; la lacerante «cuestión marroquí» –desastre de Annual (1921)– y la guerra civil –«revolución de Asturias» (1934) y guerra abierta (1936-1939)– son algunos de los hitos del Finis Hispaniae o, dicho de otro modo, de la descomposición de la Monarquía Hispánica o la enervación de España. Sin embargo, el punzante sentimiento de decadencia nacional, hasta su destilación por la «generación del 98», no será tónico político, sino estupefaciente literario, evasión, derrotismo. La consigna nacional es que toda reacción es quijotismo estéril porque «la vida es sueño» y España está cansada de «ser» o, tal vez, según la ocurrencia de Friedrich Nietzsche, de «querer demasiado».
El pensamiento político español durante el siglo XIX carece, en general, de originalidad. En él se acusan todas las influencias foráneas, particularmente francesas e inglesas, con la excepción alemana del extemporáneo Karl C. F. Krause, un filósofo menor que accidentalmente se encuentra en el epicentro del krausismo español, doctrina políticamente inofensiva y hegemónica en España durante más de medio siglo, hasta 1936. Después de Diego Saavedra Fajardo, en cuyas Empresas políticas de 1640 epiloga el siglo de oro español, pululan durante casi tres siglos todo tipo de ingenios políticos menores: católicos de Estado, novatores, arbitristas, regalistas, afrancesados, krausistas y otras faunas heteróclitas de las que da cuenta en 1880 Marcelino Menéndez Pelayo con tirria, comprensión o afecto, incluso haciendo chacota de ellas, que eso depende del caso. Juan Donoso Cortés, probado por la revolución de 1848, a la que hace cara, es la excepción que confirma la regla: a casi todos, menos a él, se les escapa el sentido del Estado. A ley de antiestatista, acaso tiene también el sentido de la estatalidad Juan Vázquez de Mella.
Casualmente, o no, el reencuentro de las elites españolas con Donoso Cortés a finales de los años veinte, es propiciado por la exégesis alemana de Carl Schmitt (1930) y Edmund Schramm (1936), y la obsesión meridional por el «fermento rubio» invocado por Ortega y Gasset, «una palmera que quería ser abeto». Se trata del Germania semper docet que lleva a las universidades alemanas a lo mejor de la juventud española, condición no suficiente, pero necesaria, de la fecunda crisis «alemana» de la conciencia española, un sentimiento a flor de piel para la generación del 14 y para sus continuadores.
En el contexto político de una España invertebrada y carente de un genuino pensamiento político, aparece de pronto, casi se diría que por generación espontánea, pues sus maestros son habas contadas (Adolfo González Posada y Nicolás Pérez Serrano), una compacta promoción de juristas y pensadores políticos técnicamente y culturalmente bien formados. Educadora de esos jóvenes en el patriotismo de un «amor amargo» a España ha sido la «generación del 98», exista o no realmente, que eso es otro asunto. Uno de los aprendices aventajados, José Antonio Primo de Rivera, se atreve a decirlo: «Amamos a España porque no nos gusta».
La primera generación de ese porte desde la escuela de Salamanca. Juventud universitaria a la que hermanan ciertos rasgos comunes, pero sobre todo, vitalmente, como ha recordado Günter Maschke, la sugestión de la pérdida del imperio, acontecimiento todavía cercano para ellos en su mocedad, y la experiencia de la guerra civil. En realidad, de derechas o de izquierdas, los miembros de esa generación, la de los «juristas del 27», tienen una entrañada conciencia de las taras del «Estado español», acaso de la paraestalidad o no estatalidad de España, alfa y omega de la decadencia nacional. «¿Ha sido España alguna vez un Estado moderno?», se pregunta, desafiando una rutina secular, Francisco Javier Conde. Acaso solo el Estado puede enderezar el fuste torcido de la patria. Lo dice, a su modo grandilocuente, Ortega y Gasset: «¡Españoles, vuestro Estado no existe! ¡Reconstruidlo!». La identificación con ese gran proyecto nacional genera en ellos, siquiera en la mayoría, un realismo político inédito que les vincula con los juristas y tratadistas políticos de los siglos XVI y XVII, nuevamente actuales.
La obra de ese grupo generacional justifica que pueda hablarse de un cuarto de siglo oro del pensamiento político español (1935-1969). Dado el nivel abisal del pensamiento político actual registrado en España, no es extraño que no se reconozca la valía (damnatio memoriae) de una pléyade de escritores entre los que descuella, precisamente, Francisco Javier Conde. Desgraciadamente, ni su nombre ni, tal vez, el de Luis Díez del Corral, Manuel García-Pelayo, Jesús Fueyo, Gonzalo Fernández de la Mora o Álvaro d'Ors dice mucho a las novomaníacas promociones de politólogos, teóricos del Estado o historiadores políticos españoles. Pero todos, sin excepción, dejan detrás una obra imponente cuya magnitud espera ser reconocida cuando el tiempo, juez inapelable, haya filtrado lo esencial.
El jurista y escritor político Francisco Javier Conde (Burgos 1908-Bonn 1975), capitán de esa escuela de pensamiento, desarrolla toda su carrera universitaria, política y diplomática, bajo el signo del Estado. En su tesis doctoral (1935) identifica la filosofía de Jean Bodin con la «[doctrina] del Estado moderno [como] forma histórica», una afirmación capital de la historicidad de las formas políticas, «formas históricas concretas» en el sentido de Carl Schmitt. Del mismo modo, sus últimas lecciones universitarias (1971) constituyen los fragmentos de un libro in fieri sobre el Estado, su naturaleza y su historia.
Francisco Javier Conde, joven profesor de Derecho Político en la Universidad de Sevilla, socialista y traductor al español (1931) de Europa und der Fascismus, de Hermann Heller, magister ex lectione, estudia en la Universidad de Berlín (1933-1934) con Carl Schmitt, magister ex auditu. Funcionario del Ministerio de Instrucción Pública, es destinado a la embajada de España en Italia al comienzo de la guerra civil. De Roma pasa a Berlín vía París. Con los auxilios y recomendaciones de Carl Schmitt se disipan sus dudas y entra en la España Nacional por Portugal (1937). Acusado de socialista y masón, sin duda por quienes conocen su pasado en el campo marxista, se somete a un proceso de depuración política, del que sale indemne, exonerado por el testimonio de Carl Schmitt, para incorporarse en Burgos a tareas doctrinales y de propaganda en la órbita falangista.
Consejero de príncipes o Kronjurist (1939-1945) es redactor de las primeras leyes fundamentales o «constitucionales» de la dictadura del general Francisco Franco: la primera, el Fuero del Trabajo (1938), y la tercera, el Fuero de los Españoles (1945). Este periodo de consejero o, en sus propias palabras, de «facultativo de la política», coincide con el de una operosidad máxima, pues en apenas un lustro publica casi todos sus ensayos políticos importantes, con los que pretende captar el perfil del nuevo régimen español, la «silueta del Estado nacional en gestación»: «La idea nacional-sindicalista de nación» (1939), Contribución a la doctrina del caudillaje (1942), «El Estado totalitario, forma de organización de las grandes potencias» (1942) y Representación política y régimen español (1945). También sendos libros sobre la historia de las ideas jurídicas políticas y las formas políticas: Introducción al derecho político actual (1942) y Teoría y sistema de las formas políticas (1944). Escritor de una prosa diáfana de estilo inconfundible, en los años cuarenta traduce a destajo a Carl Schmitt, de quien es uno de los lectores e intérpretes españoles más agudos.
Eclipsada su estrella política, desempeña la docencia en su cátedra de Derecho Político de la Universidad de Madrid y dirige el Instituto de Estudios Políticos, asilo de la inteligencia política bajo el franquismo y foco uno años del llamado «falangismo liberal». Antes de abrir un paréntesis vital que le lleva, como embajador, a las legaciones españolas de Filipinas, Taiwán, Uruguay, Canadá y Alemania, impulsa la institucionalización de la sociología en España y apadrina a juristas, politólogos y sociólogos de todas las tendencias políticas, jóvenes y menos jóvenes (Enrique Tierno Galván, Rodrigo Fernández-Carvajal, Juan José Linz o Manuel García Pelayo, este último de su misma generación). Individuo de número de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, lee un discurso de ingreso titulado El hombre, animal político (1957), el fragmento de una ontología política de primer nivel que es, a la vez, una preciosa nota al pie de página de la Política de Aristóteles. Un apunte como «el hombre es de facto animal político, pero lo decisivo no es que lo sea, es que tiene que serlo», pensamiento de una simplicidad proverbial, no está, desde luego, al alcance de cualquiera.
La muerte le sorprende en Bonn, su último destino diplomático, poco después de ver editadas sus obras selectas, antologadas por él mismo y que fungen como genuino testamento espiritual de una pródiga inteligencia, dividida entre tres amores que él creía sucesivos y compatibles: la política, la cátedra y la diplomacia. Francisco Javier Conde ha sido siempre, desde su juventud, bandera discutida. Y lo sigue siendo, como demuestra el espeso silencio que todavía, a pesar de algunas reediciones de las que me cabe el honor de haber curado, vela su obra. Mas no es ese un destino que pueda extrañar a un genuino realista político, escarmentado por la fortuna o por una falta de prudencia de la que no es responsable sino él mismo, pues como escribe de Don Quijote en su críptico ensayo político sobre la ínsula Barataria, «desatinó sin ocasión».
Explica Julien Freund en La esencia de lo político que «actuar políticamente es actuar en función de lo peor posible», pues «solo aquellos que se anticipan a lo peor tienen alguna posibilidad de exorcizar el mal y conseguir el éxito, porque los demás sucumben». Este resistente lorenés ha sido un hombre baqueteado por el infortunio familiar y la pobreza, por la guerra y aun por el inextinguible rencor ideológico de sus enemigos. La pulsión utópica de su activismo político socialista, del que reniega apenas terminada la Segunda Guerra Mundial, resulta incompatible con la visión metapolítica del hombre maduro, actitud olímpica que contempla con familiaridad «la experiencia milenaria de los hombres». In politicis no se saca provecho nunca ni de la fantasía ni del ensueño, sino de la aventura y la mundología. Como cantara Luiz de Camões en Os Lusiadas, la política, de alguna manera, «no se aprende, señor, de fantasía, soñando, imaginando o estudiando, sino viendo, tratando y peleando» (canto décimo, 153).
Julien Freund conoce, pues, y reivindica el extraordinario valor formativo de la experiencia, sobre todo cuando esta tiene que pasar, a rastras, por el crisol de la decepción. Tal vez solo el fracaso, pero quién podría asegurarlo, mueve la conversión del espíritu político a la conciencia de lo peor. Se diría que esto sucede siempre extemporáneamente, post festum, pues el saber político es un saber de postrimerías. A toro pasado: no encuentro título mejor para una antología de confidencias y desengaños políticos. Por otro lado, concluye Freund, «lo que se conoce como realismo político se resumen en pocas palabras: saber utilizar los medios apropiados y estar a la altura de las circunstancias». Contemplar fríamente la situación y sopesar la relación de fuerzas es como la regla número uno de toda preceptiva política. No se trata de hacer la política de lo peor (la politique du pire), sino de espantar los peligros y, astutamente, sembrar la discordia en la morada del enemigo.
En un precioso texto maquiaveliano, pórtico del volumen que contiene, vertidas al francés, las obras completas del ilustre vecino de San Casciano, Jean Giono ha desvelado con gran naturalidad la óptica realista del autor de El príncipe: la «la aceptación tranquila del horror». En la correspondencia de su amigo Maquiavelo, Guicciardini, que sabe también de primera mano que en política no hay más cera que la que arde, lee y rumia: «Esta es la única forma de alcanzar el Paraíso: conocer bien el camino del Infierno para escapar de él». Solo puede evitar el infierno quien conoce su senda, el camino de la perdición, de antemano. Otro ingenio político escarmentado, español, pero de la misma pasta que los italianos, ha registrado también, según su humor, una fórmula análoga, cláusula de conciencia del linaje de Kautilya, Tucídides y Abenjaldún, de Michels, Pareto y Mosca. En sus Empresas políticas, monumento barroco del realismo, escribe Saavedra Fajardo: «A quien pensó lo peor no le hallan desprevenido los casos, ni le sobreviene impensadamente la confusión de sus intentos frustrados» (empresa 29). Solo un romántico se extrañaría de la sólita coincidencia de criterio que sobrevuela los siglos y federa a los escritores más dispares, pues nadie es, dicho sea de paso, ni el primero ni el último en acuñar estos «trascendentales del pensamiento», «verdades parciales» de lo político, como las llama Raymond Aron, sin derechos de autor. Esa punta de banalidades superiores y olvidadas (banalités supérieures et oubliés), según Julien Freund, constituye el núcleo del genuino pensamiento político. Misión de la inteligencia política es hacer periódicamente capítulo de ese depósito de la experiencia milenaria del género humano.
Desde luego, quien sabe ponerse en lo peor tiene la imaginación del desastre, definición «atómica», por decirlo así, del realismo político. Valdrían aquí también expresiones como «liberalismo triste» y «liberalismo árquico» (liberalismo archico), sinónimos casi perfectos suyos acuñados por Carlo Gambescia. Tocados por ese don, que tal vez se puede cultivar, como las virtudes, viven o quizás malviven los realistas políticos. Qué ingrato resulta, según la fórmula acuñada por Julien Freund, «anticiparse a lo peor», pues atrae la desgracia y el desprecio de la gente y nos hace reos del desencanto. «No pende la verdad de la opinión» (empresa 32), lo que la vuelve, tan altiva y constante, insoportable para la mayoría. La verdad es un puro incordio. Pues «flaqueza es de nuestra naturaleza depravada [agradarse] más de la mentira que de la verdad, [con que vemos mantenerse mucho tiempo los embusteros]» (empresa 46).
Para decirlo todo, el meliorismo («nada puede fallar», «todo terminará bien») seca la inteligencia; pero la razón política tampoco puede ser Casandra (peyorismo: «la decadencia nos aflige»), papel no menos estéril si se desempeña en todo tiempo y sin acepción de circunstancias, ya que gobernar consiste también en «hacer creer». Tirando de las hebras de la propaganda contemporánea («Yes, we can», «Wir schaffen das», «Podemos»), se descubre el otro hemisferio del oficio político: aliviar la angustia, mitigar el miedo, en suma, compensar la amargura. He ahí, tal vez, una explicación elemental de la irrupción cíclica o periodomorfa de lo que Alain de Benoist llama «momentos populistas», un tiempo político reacio a la consigna «There is no alternative», directriz vieja como el mundo. ¿Acaso no remata El príncipe, cuyas páginas trasmina la indisimulada desazón por la patria sojuzgada, con una exhortación para liberar Italia de los bárbaros? Maquiavelo ni desespera ni se indigna y barrunta tiempos mejores. La fortuna es propicia a quien anticipa lo peor, pero no hay político virtuoso, insiste Julien Freund, que no posea «[el secreto de la] asociación de lo peor con lo mejor». Tiene por ello razón Carlo Gambescia cuando, en la horma de las dos éticas weberianas, la de responsabilidad y la de convicción (Verantwortungsethik, Gesinnungsethik), atempera el pesar de la «imaginación del desastre» («realismo político a quo») con la vislumbre de un «acontecimiento auspicioso» («realismo político ad quem»).