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Padre e hijo

Padre e hijo

El Debate de las Ideas

Honra y nombre, o la alegría de vivir a la sombra de mi padre

Quién soy, en el caso del varón resulta muy patente, pasa por saber de quién soy, en recordarme hijo de mi padre

Príamo ha visto morir a muchos de sus hijos. Sospecha, y con razón, que Licaón y Polidoro han muerto también a manos de Aquiles. Viendo a su hijo Héctor quedarse a las puertas de Troya sin entrar cuando todos los troyanos lo han hecho ya, suplica desesperado a su hijo para que se ponga a resguardo de las murallas. Contempla desde lo alto cómo la muerte se aproxima veloz, a cegar la vida del valiente Héctor. Pero las súplicas que dirige a este no bastan, y Héctor espera tembloroso a quien sabe que le quitará la vida. La respuesta que da Héctor a su padre reluce imperecedera:

«Pero ahora que por mis inconsciencias he hecho perecer a tanta gente, siento vergüenza ante los troyanos y las troyanas que arrastran el peplo, no vaya a ser que un día diga alguien, un individuo inferior a mí: «Héctor, confiado en su propia fuerza, a sus huestes perdió». Así dirán, y entonces para mí mucho más provechoso me sería, cara a cara enfrentándome, o a Aquiles haber matado y luego regresar, o perecer yo mismo a manos suyas, honrosamente, ante la ciudad».

La honra adquiere un sentido distinto cuando no se proyecta hacia adelante

En este breve pasaje se evidencia el carácter del héroe troyano. No busca excusas, ni culpa a otros de la situación en la que se encuentra. Antes bien, él, el héroe que ya ha dado continuas muestras de coraje y generosidad, que ha hecho más que nadie por proteger a los suyos, olvidándose de sí mismo, se muestra aquí, en el trance final de su vida como alguien que se reconoce deudor. Su mirada sobre sí es la de quien habiendo dado mucho sigue sabiéndose en deuda.

Cuando leemos historias del pasado, historias épicas como la Ilíada, podemos encontrar valores que gozan de alta estima y que hoy nos dejan algo perplejos, o confundidos. ¿Cómo es posible que el honor haya pesado tanto en Occidente? Puede parecer desproporcionado en nuestra cultura estar dispuesto a morir por el buen nombre, exponerse a la muerte con tal de salvar la honra. Cuando intentamos comprender esto, enseguida leemos aquello de la fama imperecedera. Los héroes de la Guerra de Troya actúan así porque buscan inmortalizarse a través de las hazañas. Es la forma en que el hombre antiguo intentaba capar la angustia de la muerte: o teniendo cuantiosa descendencia, o realizando hazañas que lo encumbren, que lo eleven hasta el panteón de aquellos héroes a salvo del tiempo que todo lo olvida.

Podríamos pensar que, dos mil años después de cristianismo, aquella inmortalidad del nombre nos resulte vaga, pobre e insuficiente. Al fin y al cabo, ¿qué es un nombre recordado frente una existencia plena, completa y eterna junto a Dios? Pero no es por esto, por esta idea de vida eterna por lo que la honra antigua nos confunde. Porque aún abrazando la Buena Noticia, el ejemplo de Héctor nos conmueve, y no entendemos del todo por qué.

La clave está en ese reconocerse siempre en deuda que constituye el carácter de Héctor. La honra adquiere un sentido distinto cuando no se proyecta hacia adelante (fama, gloria) si no hacia atrás, reafirmándose en la pregunta quién soy, quién es mi padre. Entonces lo que empuja al héroe no es la fama, sino la deuda. Vivir del mejor modo posible, incluso heroicamente es una forma de reconocimiento del hijo al padre. Pero no hay que entender esto en sentido freudiano, del padre represor y frío al que el hijo busca ansiosamente agradar, para compensar una falta. Si no más bien como una respuesta agradecida a quien nos introdujo en el mundo, sosteniéndonos en el vértigo de lo que somos, a través de su confianza, de un amoroso «tú puedes, hijo».

La honra entonces es sobre todo reconocimiento del legado recibido. Y en el caso del varón, es la forma en que su identidad masculina recibe su confirmación.

Quién soy, en el caso del varón resulta muy patente, pasa por recordarme hijo de mi padre

Hablando de masculinidad herida, los terapeutas Bob Schuchts y Jake Khym señalan que una herida muy común en el varón, y sobre la que no se presta suficiente atención, es la que genera no una paternidad vociferante sino una paternidad silenciosa. El padre que observa distante al hijo, y calla, puede herir profundamente su identidad en formación. Pues es precisamente en ese proceso identitario que se forja en un movimiento de salida confiada hacia el mundo, donde el hijo depende radicalmente de la mirada y la palabra paterna, que lo confirman. Dicho silencio deja al corazón del hijo con una duda radical: ¿puedo hacerlo? ¿tengo lo que hay que tener? ¿está bien lo que estoy haciendo? ¿es así como se hace?

Quién soy, en el caso del varón resulta muy patente, pasa por saber de quién soy, en recordarme hijo de mi padre, de su mano poderosa que soltó un día el manillar de la bicicleta, esa misma mano que tantas veces se apoyó en mi hombro, que a la vez me sostenía como me impulsaba hacia delante. Su reconocimiento liberador, su confianza y su aliento hicieron posible para mí asumir el riesgo que es la vida. Y cuando el hijo se hace padre, entiende mejor que nunca, que él y su padre, y el padre de su padre, no son sino mediadores de una Paternidad plena, de las que no son sino sombras.

Inmediatamente después de la muerte de Héctor, Aquiles se hunde en su humanidad rota, y poseído por la violencia, «como un léon en su alma alberga feroces sentimientos», arrastra el cuerpo del enemigo vencido, profanando la posibilidad sagrada de la tumba, del recuerdo. Príamo entonces en un gesto que sólo se entiende como divino, rompe el ciclo imparable de venganza, de justicia nunca satisfecha a lo largo de toda la Ilíada. Aquellos intercambios entre aqueos y troyanos, aquellos gestos recíprocos de violencia sólo habían servido para escalar más el conflicto y ensanchar la insatisfacción y el abismo de la sangre. Sin embargo, ahora Príamo en un gesto de masculinidad radical, se lanza hacia delante asumiendo el mayor de los riesgos. Se presenta sin armas en la tienda del enemigo, y ante un atónito Aquiles, bésale las manos «las espantosas y asesinas manos» y se expone en una vulnerabilidad radical. Queda a su merced.

Pero Príamo no está por completo desarmado. Tiene un arma, una sola, pero es decisiva: recuerda a tu padre, Aquiles. Es en este recuerdo de su padre como Aquiles, que se había perdido en su dolor, se recupera a sí mismo, vuelve a ser quien es.

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