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Fotograma de Whiplash

El Debate de las Ideas

'Whiplash' y los tiempos mediocres

La película no trata sobre el mundo del jazz, sino una contundente reflexión sobre los principios que rigen nuestra época, sobre hasta qué extremos prevalece en ella la obsesión por el éxito y los oscuros laberintos a los que puede conducir esa fijación

Se cumplen ahora diez años del estreno de Whiplash. Diez años. ¿Es posible que el tiempo pase así? ¿Es creíble que en un parpadeo se consuma un decenio completo? En la memoria no me cuesta ningún esfuerzo regresar a la sala del cine donde la vi por primera vez. Estoy allí, en la oscuridad del patio de butacas, una vez que la película ha terminado y todavía no se han encendido las luces de la sala. Sigo allí unos segundos. Es ese margen de tiempo que algunas creaciones reclaman para empezar a asimilar lo que te proponen. Por desgracia, se trata de una experiencia cada vez menos habitual. Pero hay ocasiones en que sucede. Estoy allí, una breve fracción de tiempo aún, con la música de los títulos de crédito percutiendo en mis oídos, mientras empiezo a entender que lo que aporta la secuencia final –un prodigio de la técnica de montaje– no es tan sólo un colofón estético impactante, sino la clave interpretativa que confiere sentido a la sucesión de hipérboles que acaban de desfilar ante mis ojos.

Porque Whiplash es hiperbólica. Es preciso empezar por ahí. Hiperbólica y un tanto efectista. Tras su estreno, un sector de la crítica la machacó. Alguien escribió en The New Yorker: «La idea misma de la película sobre el jazz es una caricatura grotesca y ridícula». Hay en esa descalificación una noción preconcebida de lo que debe ser una película sobre el jazz: una historia de nocturnidades y ambientes saturados de humo; una incursión en los vericuetos del genio; una narración acerca de los límites siempre brumosos entre el virtuosismo artístico y el fracaso personal. Pero en rigor, ¿es Whiplash una película sobre el jazz? Para despejar esa duda no hay más opción que adentrarnos en su trama.

Andrew Neiman es estudiante de primer año en un prestigioso conservatorio de la costa Oeste de los Estado Unidos. Retraído, indeciso en su vida personal (no se atreve a invitar a salir a la muchacha que le gusta), alberga sin embargo una pasión absorbente: convertirse en un batería de jazz a la altura de los mejores de la historia. Hasta ese momento, el personaje central en su vida ha sido su padre. Su padre es un hombre afable, ligeramente apocado, que sigue desplegando alrededor de Andrew una sutil malla de protección. Es evidente que no desea que su hijo sufra, si bien su actitud encubre un doble fracaso personal: por una parte, su mujer lo abandonó, dejándolo solo con Andrew cuando éste era todavía muy pequeño; por otra parte, se gana la vida como profesor de literatura porque no ha podido ver satisfecha su vocación de escritor. Encarna pues el ejemplo típico de esa clase culta norteamericana que se quedó a medio camino en su ascenso meritocrático hacia la cúspide de la pirámide social.

Entretanto, la vida del joven músico transcurre por unos cauces tan apacibles como anodinos. Ha alquilado un apartamento en lo que parece ser una residencia de estudiantes, pero no ha roto el vínculo de dependencia con su padre, quien sigue orbitando a su alrededor, vigilando que su nevera esté siempre abastecida y ejerciendo como confidente de su hijo durante los ratos semanales en que quedan para ir juntos al cine. Las clases a las que Neiman asiste en el conservatorio tampoco le permiten mostrar la que sin duda él considera que es la plenitud de su talento. Ensaya y se esfuerza sin descanso, pero hay un aire de desánimo que gravita todo el tiempo sobre él, como si en su imaginación ya empezara a difuminarse ese lugar en la gloria con el que tantas veces ha fantaseado, como si la imagen que se ha hecho de sí mismo, labrada con el perfil de los ídolos musicales cuya destreza aspira a emular, no tuviera más consistencia que el frágil sueño de un niño que lo ignora todo acerca de la vida y sus rigores.

Fotograma de WhiplashDaniel McFadden

Y entonces su vida cambia. Y lo hace en un instante, el día en que Terence Fletcher, uno de los profesores más pretigiosos del centro, y que dirige su propia orquesta dentro del conservatorio, lo insta a ponerse a sus órdenes. Neiman siente que ante él se abre la puerta que habrá de conducirle a la culminación de sus sueños. Sus ilusiones, que estaban a punto de desvanecerse, reverdecen. El suceso, además, tiene un efecto imprevisto sobre su carácter. Hace que aflore la esencia de un Andrew Neiman distinto, henchido de confianza en sus posibilidades, un chaval que al fin se decide a invitar a salir a la muchacha por la que se siente atraído o que, en el curso de una comida familiar, es capaz de reivindicar su propia valía cuando ve que son sus primos, dos promesas universitarias del fútbol americano, quienes acaparan los elogios.

Pero el joven Neiman todavía desconoce la entraña de la pesadilla a la que Fletcher acostumbra a arrastrar a sus músicos. Ahí se da entrada a la parte más controvertida de la historia. Los métodos de Fletcher lindan con el sadismo. Su ideal de perfeccionamiento resulta tan inusitadamente riguroso que no duda en empujar a los muchachos que tiene a su cargo al borde de su resistencia psicológica. Hay violencia verbal casi continua y, de manera puntual, también física. Algunas de las situaciones están llevadas hasta el límite de lo verosímil y por momentos el espectador puede estar tentado de concluir que antes que frente a la historia de las continuas rivalidades que se entablan entre los jóvenes de una orquesta a los que su director prepara para sobresalir en concursos de alto nivel, se halla ante la propuesta de una indagación acerca de cómo el ejercicio de una presión extrema aplicada a la enseñanza de una determinada especialidad es susceptible de influir –para bien o para mal– en las capacidades adaptativas de la naturaleza humana.

Por su parte, los alumnos de Fletcher se resisten a abandonar. El motivo por el que acceden a someterse al duro trato que les dispensa el personaje interpretado de manera magistral por J.K. Simmons queda a criterio del espectador. No obstante, el director y guionista de la película, Damien Chazelle, podría muy bien estar proponiendo en este punto una reflexión sobre cómo el ansia desmedida por el triunfo y la caída en una ciega espiral de ambición competitiva pueden empujarnos a una pérdida del reconocimiento de nuestra propia dignidad y, por añadidura, del respeto que les debemos a quienes tenemos más cerca. Es decir, pueden introducirnos en un proceso de deshumanización de índole muy similar a los que tantas veces acontecen en las circunstancias más extremas de la existencia.

Sea como fuere, los muchachos reconocen en Fletcher el medio más idóneo para conseguir lo que desean. Han crecido en un ambiente de despiadada competencia, donde el éxito lo es todo, y no están dispuestos a desperdiciar esta oportunidad. Pero ¿y Fletcher? Si se tratara de un déspota brutal que disfruta humillando a sus alumnos, la película no sería otra cosa que un panfleto moralista cuajado de personajes planos. Una caricatura grotesca y ridícula, como apuntaba el crítico del New Yorker. El problema es que Chazelle acierta a dotar a su personaje de una entidad más compleja. Detrás de sus métodos, validándolos en cierto modo, hay una idea del arte. Por supuesto, puede tratarse de una idea desvirtuada o errática, y, en ese sentido, el director permite que nos formemos nuestra propia opinión. Pero es una idea a la que ha decidido permanecer fiel hasta sus últimas consecuencias.

Esa idea encuentra su sustento biográfico en una anécdota que Fletcher suele referir a sus alumnos. Se trata de cuando Charlie Parker, probablemente el mejor saxofonista de la historia del jazz, acudió, siendo todavía casi un principiante, a tocar al Reno Club de Kansas City con la Orquesta Count Basie, un grupo de músicos consagrados. En un momento de la actuación, Jo Jones, el batería de la orquesta, le lanzó a Parker uno de los platos de su instrumento en señal de que su interpretación se estaba desarrollando a un nivel más bajo de lo requerido. Charlie Parker abandonó el escenario entre las risas del público y esa noche fue sin duda una de las más amargas de su vida. Pero al día siguiente –continúa narrando Fletcher– en lugar de seguir compadeciéndose de sí mismo, se puso a ensayar otra vez, y así perseveró durante todo un año, un día tras otro, y entonces volvió al mismo lugar en el que había sido humillado y ejecutó uno de los solos más impresionantes que hayan registrado los anales del jazz.

En la búsqueda de un nuevo Charlie Parker es en lo que Fletcher ha cifrado el sentido de su vocación. Pero ya casi al final de la película, en el transcurso de una relajada conversación con Neiman, le confiesa que ha perdido la esperanza de encontrarlo. Y la ha perdido –añade– porque ha descubierto que, hoy en día, las dos palabras que toda persona que se dedica con intensidad a una tarea está deseando oír son «buen trabajo». Y «buen trabajo», en opinión de Fletcher, es el salvoconducto a un mundo de complacencia y autosatisfacción, un mundo de mediocridad donde la gente que ansía el aplauso no está dispuesta a exigirse a sí misma el sacrifico necesario para llegar hasta el límite de sus capacidades.

Es entonces cuando el personaje de Terence Fletcher se nos revela como lo que es: alguien que no encaja en la realidad de ahora mismo, un espécimen de otro tiempo. Y también es en ese momento cuando comprendemos que Whiplash no es una película sobre el mundo del jazz, sino una contundente reflexión sobre los principios que rigen nuestra época, sobre hasta qué extremos prevalece en ella la obsesión por el éxito y los oscuros laberintos a los que puede conducir esa fijación.

He llegado a este punto de mi texto y compruebo que he conseguido no destripar el final. Un final, en mi opinión, portentoso, porque son unos pocos minutos de metraje en los que el director de la cinta, como si de un solo golpe de guion le diera la vuelta a la totalidad de la trama, consigue añadirle una capa de significado imprevisible. Lo que sucede en esos minutos, el duelo final entre los dos personajes, las miradas que se cruzan, los gestos minuciosamente fotografiados simbolizan un retorno a la raíz primigenia de la relación entre discípulo y maestro, que los excesos de uno y de otro habían enturbiado hasta entonces. Hay en esas últimas secuencias una grandeza intemporal, un mensaje de contornos punzantes que trasciende las circunstancias del momento. Por descontado, al acabar de ver la película cada cual es libre de detestar a Terence Fletcher o de dictaminar que Andrew Neiman no es más que un niñato narcisista y engreído. Pero ese instante de éxtasis sublime, la tremenda ascesis que ha hecho posible el alarde de su ejecución es el verdadero legado de una obra cuyo valor más profundo y cuya enseñanza más melancólica estriban, me temo, en no pertenecer a esta época.