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César Wonenburger
Historias de la música

El yerno de Gary Cooper que hizo llorar a los rusos

Con casi un siglo, hace apenas unos días, murió en Nueva York, Byron Janis, uno de los últimos grandes pianistas románticos, cuya fascinante vida ha interesado a Martin Scorsese para una película

Byron Janis

Hace ya casi una década, Martin Scorsese desveló su proyecto de propiciar el rodaje de una película sobre un célebre pianista, uno de los más importantes de la segunda mitad del siglo XX, en Estados Unidos. Desde entonces nada nuevo se ha sabido sobre esta iniciativa que, como tantas otras en el ámbito siempre azaroso de la creación comercial, posiblemente aún deba aguardar su momento. Quizá ahora que acabamos de conocer la noticia del fallecimiento, ya casi cerca de convertirse en centenario de Byron Janis, justamente reseñada en los principales periódicos de su país (The Washington Post y The New York Times le dedicaron artículos algo más interesantes que el mero obituario circunstancial), pudiera ocurrir que el filme le devolviese un poco más de inesperada vida.

Desde luego, Scorsese tiene a mano a un actor que casi encarnaría como ningún otro a Janis, aunque el encargo pudiera pillarle algo mayor. Repasando estos días fotografías del pianista estadounidense, de origen polaco, me ha venido a la mente un nombre, Joe Pesci. No solo guardan un cierto parecido en lo físico: el perfil aguileño, la finura de los labios, la intensidad de la mirada.

En esos furibundos raptos de pasión incontrolada con los que el actor se lanza al acuchillamiento de sus enemigos en filmes como Uno de los nuestros, hay algo de ese frenesí, a ratos violento, otros alucinatorio, con el que el mismo Janis se zambullía en los pasajes más turbulentos de las obras que mejor cuadraban a su personal estilo romántico, conciertos como el primero de Chaicovski, el segundo de Listz o el tercero de Rachmaninov (del que nos legó una soberbia versión, plena de energía y contrastes que muestran todas sus complejas aristas, el virtuosismo extremo y la vena más contemplativa, junto al seductor Charles Munch al frente de la Sinfónica de Boston).

Un inusual talento desvelado a los cuatro años

¿Pero qué puede haber de interés cinematográfico en la existencia de una figura del piano de otra época, cuando ser alguien en el ámbito de la música clásica aún contaba algo socialmente? Desde luego hay elementos de la biografía que, bien captados por la sensibilidad de un realizador inteligente, podrían captar el interés de la audiencia. Imagino, por ejemplo, la imagen del descubrimiento de su precoz talento, cuando a los cuatro años una profesora del colegio descubrió algo perpleja que aquel niño sin ninguna preparación previa se lanzaba a replicar en el xilófono las melodías que un minuto antes había escuchado tocar en el piano. Escena de un asombro casi mozartiano.

Los padres, una ama de casa y el propietario de una tienda de deportes, hicieron los sacrificios correspondientes y aquel infante nacido en McKeesport, Pensilvania, el 24 de marzo de 1928, con un oído y unas habilidades fuera de lo común para la música, pudo trasladarse a estudiar en Nueva York con dos de los mejores profesores de piano de la época, el matrimonio Lhèvinne. A los 15 años, Janis, que se había quitado de encima el auténtico apellido, Yankelevitch, ya se encontraba debutando con la Sinfónica de Pittsburgh con el número dos de Rachmaninov junto a un director, Lorin Maazel, que entonces tenía trece. Antes de cumplir los veinte, Janis ya había ofrecido más de cien actuaciones.

El único alumno del gran Vladimir Horowitz

Podría tratarse de otra secuencia con cierta miga, dos adolescentes norteamericanos en tiempos bélicos, llamados a ocupar cada cual puestos relevantes en el mundo musical (Maazel, por cierto, llegaría a ser director titular en Pittsburgh), sumergidos en la interpretación de uno de los conciertos con mayores posibilidades cinematográficas desde que David Lean lo convirtiese en el leitmotiv de los desdichados amantes en Breve Encuentro.

Algo debió llamar la atención de Vladimir Horowitz sobre aquella cita porque, en contra de sus principios, decidió tomar inmediatamente bajo su cargo la tutela de aquel juvenil prodigio del teclado. De hecho, Janis se convirtió durante un tiempo en el único alumno del pianista más conocido de su tiempo, aquel que cautivaba a los asistentes que habían tenido que dormir delante de la taquilla de Carnegie Hall para hacerse con una localidad, el más audaz entre los hechiceros.

La popularidad de Horowitz era tal que incluso Woody Allen se permitía citarlo en varias de sus películas como sinónimo del extraordinario intérprete de su época (reconociendo que el público sabría inmediatamente de quién estaba hablando). Byron Janis se sometió a la severidad de sus juicios durante un tiempo, hasta que un día se desplomó durante una clase, víctima de un ataque de nervios. El dramatismo de la escena, adecuadamente administrado, podría también cosechar buenos réditos cinematográficos.

Horowitz jamás tocó una sola nota para su discípulo durante aquellas sesiones (solo se permitía hacerlo cuando habían terminado), en las que este debía captar al vuelo algunos de esos «trucos» infalibles con los que el maestro solía impresionar a sus auditorios, e intentar recrearlos más tarde pero de acuerdo con su propia personalidad.

Siempre le animó a buscar un estilo personal, algo que el pupilo supo captar, comprender y asimilar. Incluso entre sus detractores, siempre ha prevalecido la idea de que Janis no era un pianista común, esa mezcla de fuego alucinatorio y contención contemplativa, su apuesta por un cierto subjetivismo que a veces transformaba las obras interpretadas dotándolas de nuevas luces (y alguna sombra) lo convirtió en un intérprete siempre original, nunca indiferente, a ratos caprichoso.

Su segunda esposa, la hija de Gary Cooper

Hasta dónde habría de llegar la influencia del profesor, cuáles recónditos pasajes interiores se permitió excavar, es una cuestión que solo debía concernirle a él. Pero lo cierto es que se observa entre ambos alguna casualidad curiosa. Como su profesor, también se casó con la hija de un famoso, y no cualquiera. La esposa de Horowitz era Wanda Toscanini, vástago del reconocido director italiano Arturo Toscanini. Janis convivió hasta el final mismo de sus días, en su estupendo ático de Park Avenue, junto a Maria Cooper Janis, una belleza de la época, hija del actor Gary Cooper, del que había heredado (seguramente la noble vivienda en Manhattan) y unos impresionantes ojos claros.

Desde entonces, el ambiente hollywoodiense no le fue del todo extraño. Tanto que incluso él mismo compuso, en otro tiempo, la banda sonora para un documental sobre las colaboraciones y amistad entre su suegro y Ernest Hemingway.

Pero el episodio definitivamente épico que podría darle sentido y emoción a uno de los momentos estelares de la factible ficción tuvo lugar en la Unión Soviética. En 1960, la Guerra Fría clamaba por una cierta distensión que atemperara los ánimos belicistas de unos y otros. Para ello se apostó por explorar ciertos cauces esperanzadores de comunicación entre los pueblos enfrentados, a través de los dominios del Arte.

Como máximos protagonistas de aquel desencuentro, Estados Unidos y la Unión Soviética decidieron dar ejemplo con la primera de varias embajadas culturales para propiciar el mutuo conocimiento de sus habitantes a través de destacados representantes. En gesto de buena voluntad, los norteamericanos enviaron a Byron Janis a actuar en Moscú; mientras los rusos hacían lo propio con Sviatoslav Richter, el pianista favorito de la hija de Stalin, Svetlana Alilúyeva, un auténtico coloso y poeta de su instrumento, en Washington.

El recibimiento que el enviado yanqui, cuyos antepasados habían vivido en Rusia, se encontró al aterrizar en la capital de la entonces URSS no fue el esperado. En el interior del Conservatorio de Moscú aún flotaban dos fantasmas recientes. El abatimiento de un UB40 supuestamente pilotado por un espía norteamericano parecía oponerse a aquel impuesto clima de concordia.

Además, el público moscovita sentía adoración hacia otro estadounidense, el joven Van Cliburn, que dos años antes se había proclamado ganador, allí mismo, del prestigioso Concurso Chaicovski, convirtiéndose en una inesperada celebridad en ambos países. Nada más aparecer en la sala, Janis escuchó algunas muestras de desaprobación, expresiones nada sutiles que recordaban tanto el incidente con la nave derribada como el triunfo de su adorado Cliburn, al que esperaban volver a ver, en lugar de aquel otro.

El triunfal concierto en un Moscú hostil

En un clímax de imágenes simultáneas podrían oponerse, en paralelo, la apasionada entrega del artista, en estado de febril agitación, y la expresión cambiante dibujada en el rostro de los espectadores dando paso a la ira, la excitación, el asombro y el éxtasis… Como la mayor de las hazañas, una conquista aún más rotunda ante las adversidades que debió superar, se cuenta que ese día los asistentes al inesperado evento, curtidos por las interpretaciones de su gloriosa legión de dioses del teclado, de Prokofiev a Sofronitski, Vedernikov o los más jóvenes Gilels y Richter, derramaron cálidas lágrimas de emoción. Realmente el Arte había logrado imponerse por encima de cualquier miseria. «Aquellas lágrimas no se debían a la música, si no a otra cosa. Cuando salí al escenario, era literalmente el enemigo, pero se habían dado cuenta de que yo era solo un ser humano, como ellos, y de que podía satisfacer su profundo interés por la música», declaró el protagonista.

Durante buena parte de su carrera, Janis tuvo que luchar contra la enfermedad, otro obstáculo que sin duda también encierra nada desdeñables posibilidades dramáticas. Mientras era muy bien recibido por las audiencias internacionales (también actuó varias veces en España), a menudo debía presentarse antes sus seguidores en medio de insoportables dolores, sin revelárselos más que a sus próximos. Padecía de una artritis psoriásica que ocultó hasta que un día Nancy Reagan, en la Casa Blanca, casi le obligó a que aceptara convertirse en Embajador de la Fundación contra la Artritis.

Su mermada salud le fue alejando progresivamente de los escenarios, pero su espíritu inquieto buscó acomodo entre libros y artículos, clases magistrales (fue profesor de la prestigiosa Manhattan School of Music) y la composición de canciones y hasta un musical basado en El jorobado de Notre Dame. En otro episodio tremendo, buscando ayuda médica para sus quebrantos, le operaron de las articulaciones con tan mala fortuna que acabaron rebanándole una parte de uno sus pulgares. Cuando por fin le quitaron el vendaje y pudo comprobar el estropicio, se desmayó. Durante meses vivió sumido en una profunda depresión, pero con el tiempo se rehizo y hasta volvió a ofrecer algunos recitales, razón de su vida.

Chopin y las experiencias paranormales

Ni Janis ni su cónyuge ocultaban su pasión compartida por lo paranormal. Y de hecho, tanto él como Maria Cooper escribieron unas memorias del intérprete tituladas Chopin and Beyond: my extraordinary life in music and the paranormal. Ciertamente, el episodio reflejado en Chopin daría qué pensar al respecto, introduciendo una variante de inquietud, fantasía o suspense en el posible, futuro filme.

En 1967, la pareja se encontraba de visita en el fabuloso castillo francés del conde La Panouse. Al entrar en una de las estancias, el aristócrata abrió una caja rotulada como «viejos vestidos» de donde salieron despedidos varios legajos. Un par de estos parecían partituras. «Seguramente serán cosas de mi abuela, a la que le gustaba componer», se explicó el hombre. Tras un rápido vistazo, el pianista certificó su primer gran hallazgo, aquello era el desconocido manuscrito original de dos valses de Chopin, el Opus 70, número uno, y el Op.18.

Como si hubiera vuelto a tocarle la lotería, y con idéntico número, solo seis años más tarde, buceando entre otras antiguas partituras en la biblioteca de la Universidad de Yale, Janis descubrió una nueva variante de los mismos valses. Al parecer, se trataba de otro manuscrito atribuido a Chopin con algunas modificaciones realizadas sobre ambas obras. Asombrado por sus inusuales primicias, en los 70 se animó a rodar él mismo un telefilme sobre la vida del compositor polaco. Pero lo que resulta sin duda claro es que si algún día Scorsese termina de decidirse (o encuentra financiación), Byron Janis, quizá el último representante de los grandes pianistas románticos, tiene su propia película, y mucho más interesante que aquella del lunático australiano obsesionado con el tercero de Rachmaninov. Aunque Joe Pesci se halle ya retirado. Para este reto, de DiCaprio mejor ni hablamos.