Fundado en 1910

La carga de los tres reyes, durante esta batalla conocida como las Navas de Tolosa se puso fin al dominio musulmánFerrer Dalmau

El linaje del Cid

Dos reyes vencedores en las Navas, Alfonso VIII de Castilla y Sancho VII el Fuerte de Navarra, eran tataranietos de Rodrigo Díaz de Vivar

La fuerza del Cantar de mío Cid es tanta, y merecida, por su potencia literaria y su enorme carga emocional, que el común de las gentes españolas sabe responder, a pesar del sistema educativo, que el Cid tuvo dos hijas y que se llamaban Elvira y Sol. Poquísimos, sin embargo, saben, que ciertamente tuvo dos hijas y un hijo varón, el primogénito, pero se llamaban María y Cristina, que el hijo, Diego, murió en combate mandando ya la mesnada de su padre, y que los descendientes de una de esas hijas reales no solo fueron reyes, sino que dos de ellos fueron protagonistas en la decisiva y trascendental batalla de las Navas de Tolosa.

El impacto del Cantar es tal que lo que ha quedado en el imaginario colectivo es el ficticio y desdichado matrimonio con los ignotos infantes de Carrión, nobles de máximo rango en León, que las afrentaron en el Robledal de Corpes. La historia dice que no hubo tales infantes ni tal brutal ofensa a las hijas del Campeador.

El poema es una gran obra literaria, pero también la más eficaz propaganda y llamada al combate y la revancha contra los infieles tras la terrible derrota castellana en Alarcos (1195). Tras ella, el rey de León, aun siendo su primo hermano, estableció pactos con los vencedores almohades y atacó a Castilla contando con la poderosa familia Castro, enemistada con Alfonso VIII y perdida la influencia en su corte tras haberle sido arrebatada por sus rivales, los todavía más poderosos Lara, la custodia del rey castellano cuando este era un niño. De hecho, su cabeza, Pedro Fernández de Castro, formó en Alarcos al lado del califa almohade Al-Mansur. León era entonces visto por Castilla como enemigo y el Cantar adquiere todo su sentido político y con más énfasis se difundió atendiendo al momento en que más acosada y débil se encontraba Castilla.

Al indagar en ello me encontré con que quizás su primera lectura completa tuvo lugar en el emblemático monasterio cisterciense de Santa María de Huerta, en Soria, en el año 1199, justo en el centenario de la muerte del Cid y en presencia del rey castellano y del cabeza de los Lara, Pedro Manrique de Lara, cuya primera mujer, doña Sancha Garcés había compartido con el rey el linaje cidiano.

¿Y cómo se conformó tan desconocido linaje? Pues todo él proviene de esa hija de Rodrigo, Cristina Rodríguez, que casó con un infante navarro, entonces sin corona, pues la de Navarra estaba en manos de Alfonso I de Aragón, el Batallador. La otra hermana, María, había contraído matrimonio con el conde de Barcelona, Ramón Berenguer III, y muerto en el parto al dar a luz a una hija, que se sabe sería condesa de Besalú. Y por ese lado, la pista de la sangre cidiana se perdió. El conde volvió a casarse y su hijo, Ramón Berenguer IV, al casarse con Petronila de Aragón, unificaría en su persona coronas real y condal. Las bodas de ambas hijas del Cid con testas coronadas asoman al final del Cantar de mío Cid señalando a Aragón y Navarra, aunque el barcelonés aun no la tenía ni el pamplonés todavía tampoco. El cantar refundido a finales del siglo XII se «adelanta» a lo sucedido casi un siglo después.

Linaje del Cid

Fue el hijo de Cristina y Ramiro, García Ramírez, quien restauraría la corona navarra, siendo elegido para tal cometido tras la muerte sin descendencia del Batallador. Por ello fue apodado el Restaurador, y en verdad lo fue, llevando a su reino a una nueva época de esplendor y emparentando con vástagos de su mismo rango, primordialmente de los reinos, ora unidos, ora separados, de León y de Castilla.

García Ramírez tuvo un hijo de su primer matrimonio con Margarita L’Aigle, que sería Sancho VI el Sabio y que casó con la infanta Sancha de Castilla, lo que no le impidió enfrentarse e invadir en algún momento el territorio del vecino. En cierta ocasión su incursión le llevó a las mismas puertas de Burgos y nada menos que a San Pedro de Cardeña, donde reposaban los restos de sus bisabuelos, don Rodrigo y Doña Jimena. Fue entonces cuando el abad de Cardeña, enarbolando el pendón del Cid, salió a su encuentro y le afeó su proceder. El rey Sabio hizo entonces honor a su linaje y a su apodo y se retiró. Poco después firmó paces con Castilla. Tenía muchas razones para hacerlo así. Una de ellas era que él estaba casado con una castellana y tenido con ella un hijo, llamado Sancho también, que desde niño tuvo gran corpulencia y vigor y llegó a ser apodado Sancho VII el Fuerte. Tuvo también una hija, hermana del grandón, doña Blanca, que sería la esposa de Sancho, heredero de Alfonso VII el Emperador, que volvió a separar Castilla, la cual dio a este Sancho, el mayor, y León, que entregó a Fernando, su hijo menor.

Don Sancho y doña Blanca murieron ambos muy jóvenes. Él solo alcanzó a reinar un año y ya era viudo al coronarse al haber muerto ella de sobreparto –era un trance muy peligroso por aquel entonces– al dar a luz su hijo Alfonso, quien sería el VIII de ese nombre de Castilla. Este hubo de superar una dura peripecia en su orfandad, las luchas de los Lara y Castro por su custodia y el poder que ella confería, y al llegar a su mayoría de edad, establecida al cumplir los catorce años, casó con la hija de la muy mentada Leonor de Aquitania, que había sido reina de Francia y luego de Inglaterra, de la que tomó el nombre y que era la hermana de quien luego sería el muy enaltecido, hasta por el cine actual, Ricardo Corazón de León, aunque su ejecutoria como rey dejara muy mucho que desear. La reina Leonor sí debería serlo mucho más en España, aunque solo hubiera sido por fundar el monasterio de las Huelgas y hacer construir la catedral gótico-normanda, ella lo era, de Cuenca. Su esposo Alfonso VIII, unidos desde que eran niños o poco más (ella tenía diez años al casarse), protagonizó un impetuoso y reconquistador reinado que pareció quebrarse del todo en Alarcos. Pero supo primero resistir y luego, tras preparar su contraofensiva a conciencia y conseguir convertirla en cruzada, pasar por la puerta grande a la historia con su carga, la de los tres reyes, y su victoria, que determinó el futuro de España y de Europa, en Las Navas de Tolosa.

En la batalla, su primo y también tataranieto de Rodrigo, Sancho VII el Fuerte, estuvo a punto de no participar. De hecho, y tras haber andado en cabildeos con los almohades, le «convenció» la amenaza del Papa Inocencio III de excomunión. Pero una vez unido al ejército, donde desde el inicio estuvo como más leal aliado, el joven rey aragonés Pedro II, levantó con su llegada los ánimos algo alicaídos de la tropa cristiana tras la decisión de la gran mayoría del contingente cruzado de los ultramontanos francos de darse la vuelta tras tomar Calatrava la Vieja. El hombrón de más de dos metros de envergadura fue después protagonista en la lid con su recordado asalto al palenque del Miramamo-lín, el califa Al-Nasir. Hoy aquellas cadenas son parte esencial del escudo navarro. Pero con todo y más allá de aquello (otras fuentes afirman que el salto primero al palenque lo dio el alférez real de Castilla, Álvaro Núñez de Lara, hijo de quien fuera ayo del rey niño), la responsabilidad y mando de la batalla estuvo sobre los hombros del monarca castellano, y por ello la mayor parte de su gloria también. Para la posteridad ha quedado como «el de las Navas».

Con ellos dos pareciera ya completo el linaje del Cid, pero un tercer personaje iba a pedir paso y exigir su presencia. Y tiene mucho derecho para hacerlo. Era una mujer. Se llamó doña Sancha Garcés y era también descendiente e hija del Restaurador, García Ramírez. Este, muerta su primera esposa y ya cercano a la senectud volvió a casarse. Y lo hizo con una hija del gran rey de León y Castilla, Alfonso VII el Emperador, como reconocido por varios monarcas hispanos, incluso algún musulmán y algunos poderosos señores de la Occitania, entre ellos su fabuloso primo, Alfonso Jordán, conde de Toulouse, que le rindieron vasallaje. La novia era conocida como Urraca la Asturiana y había sido criada con todos los honores y rango de infanta, aun habiendo sido concebida fuera del matrimonio en quien fuera el primer y gran amor del rey, doña Gontrodo de Tineo. Su padre acabó por conseguir que llegara a reina y siéndolo, le dio tiempo, antes de que falleciera el navarro, a procrear una postrera hija del Restaurador, doña Blanca Garcés.

Doña Blanca emerge como el más importante cabo suelto que le falta a la historia del Cantar. Casada con Pedro Manrique de Lara, ambos se convirtieron en los grandes benefactores del monasterio de Santa María de Huerta, donde ella fue llevada a enterrar, y los impulsores de la conclusión, copia y difusión del romance del Campeador. Ella no llegó a poderlo oír al completo, ni tener el libro en sus manos ni verlo convertido en grito de guerra y clamor por plazas y mercados, pero el día que al fin se recitó por entero en Santa María de Huerta fue muda testigo, desde el mausoleo donde estaba enterrada y donde años después lo estaría también don Pedro de Lara, de que su sueño se había cumplido. Y a mí me cabe la duda de si pudo haber estado presente el pequeño de los dos hijos que dejó, Aimeric, pues el mayor, llamado García, en honor del abuelo navarro (era esa la costumbre medieval), había muerto niño algunos años antes. No he podido comprobarlo y puede que ya por entonces Aimeric pudiera haber dejado los fríos molineses y marchado a Narbona, a la dulce Occitania, donde sería señor y vizconde y por allí dejaría de oír hablar de su tatarabuelo, un tal Rodrigo Díaz de Vivar.

En Santa María de Huerta hasta los silenciosos muros quieren volver a evocar tantos siglos después al Cid, al rey Alfonso, a doña Blanca Garcés, al señor de Molina y a unos y otros ilustres invitados enterrados allí. Hay uno, en especial, que me sorprendió encontrar allí. ¿Cuál es la razón por la que el arzobispo de Toledo, propulsor de la cruzada y primer consejero del rey castellano, a su diestra en la batalla de las Navas, don Rodrigo Jiménez de Rada, quiso hacerse sepultar en el monasterio soriano en un magnífico y bien conservado sepulcro? ¿Por qué allí y no en su catedral de Toledo? Alguna poderosa razón hubo de tener.

A mí, en Santa María de Huerta, cuando completaba recorridos para concluir mi novela El juglar ésta y las anteriores sorpresas históricas me vinieron a buscar y exigieron paso debido en la trama y recorrido de la narración. Pero es obligado decir que El juglar es, ante todo y sobre todo, una novela, es ficción. Lo son sus personajes principales, pero eso también, viven rozándose con quienes protagonizaron la historia y en unos escenarios históricos y sucesos decisivos para el propio ser de España. Es aventura, es emoción, es amor y pasión. Y es desamor y rencor. Hay batalla, honor, ambición, supervivencia y traición. Es una Edad Media donde existe no solo la espada, la sangre y la muerte, sino la vida, el color y la música, donde moran las gentes de a caballo y los de a pie, los reyes, los condes y los labriegos, los siervos y los mezquinos. Viaja por la historia y por los lugares donde se escribió, por los reinos cristianos, por los caminos de Santiago, por las cortes occitanas y por las taifas moras

La voz que la cuenta es la de los juglares y la de uno que los funde a todas en un cantar. La novela es una ficción, sí, pero incuba una probabilidad y hace una apuesta de quién pudo ser el gran y desconocido autor, dónde nació, por dónde viajó y por qué y por quiénes escribió el más famoso y recitado cantar, el de Mío Cid, y lo convirtió en el himno para dirigirse a la batalla más trascendental. La que no se podía perder. Pero todo esto ya tendrán que leerlo no aquí sino en El juglar.

El Juglar

'El Juglar'

El juglar es ante todo, una novela, la más novela de las últimas que he escrito, donde los personajes de ficción son los grandes protagonistas, quienes sustentan la trama y le dan vida al relato, aunque enmarcados con hechos, escenarios y grandes personajes históricos. Pero es, antes que nada, ficción. Es aventura, drama y risa, amor y pasión y desamor, y rencor, batallas, victorias, derrotas, ambición, desesperación y traición.

Recrea una Edad Media donde existen no solo la espada, la sangre y la muerte, sino también la vida, el color y la música. Un fresco por el que transitan las gentes de a caballo y los de a pie, los reyes y los condes, los labriegos, los siervos y los mezquinos. Viaja por la historia y por los lugares donde se escribió, por los reinos cristianos, por los caminos de Santiago, por las cortes occitanas y por las taifas moras.

La voz que la cuenta es la de los juglares y la de uno que las funde a todas en un cantar. Pero la novela, siendo ficción, incuba una probabilidad y hace una apuesta de quién pudo ser el gran y desconocido autor, dónde nació y dónde escribió. Y por qué y por quiénes se escribió el más famoso y recitado cantar, el de Mío Cid.

Pero al autor de El juglar, que soy yo, le ha sucedido que, al ir por los senderos y lugares y descender en el tiempo, y escudriñar a los personajes reales por los archivos, las tumbas, los linajes y las crónicas, que la historia le salió al encuentro. Empezó a asaltarle y a descubrirle lo que sí fue y acaeció, y hasta estuvo y está escrito, pero hoy permanece oculto y desconocido.

El juglar son tres voces de tres personajes en tiempos históricos concatenados de muy diferentes estatus y situaciones, desde la del humilde cazurro de plazas y mercados, a tener entrada en castillos y hasta llegar a la corte del rey. Abuelo, padre e hijo inician cada cual su andadura, saliendo el uno de Cardeña con la mesnada cidiana hacia el destierro, llegando el otro a la corte occitana de Alfonso del Jordán y terminando el tercero siendo monje y fundiendo todas las voces y acabar por dar a luz al gran poema con el que las huestes castellanas armaban su corazón para acudir a la más crucial batalla contra el infiel: la de Las Navas de Tolosa.