Cinco frases de Juan Belmonte, el mito del toreo herido que no podía dejar de leer
El Pasmo de Triana llegó a las plazas y se quedó quieto. No fue lo único que hizo, pero puede decirse que de aquella quietud surgió todo lo demás, desde su impronta hasta su leyenda perfiladas con mil detalles
El padre de Juan Belmonte tenía una tienda de quincalla, baratijas de metal, en el barrio de Triana. Nada indicaba que a aquel niño le iban a llamar El Pasmo de su barrio natal. Lo de El Pasmo fue después por si uno se lo perdía: había que mirarle siempre para descubrir el momento en el que quedarse pasmado, como pasmados se quedaron la mayoría de los intelectuales de la época por su arte y por su personalidad.
Belmonte fue ese «varón pleno», «impávido y sereno» como le cantó Gerardo Diego. Manuel Chaves Nogales escribió la biografía de las biografías en Belmonte, matador de toros. El periodista (al que no le gustaban los toros) y el torero míticos se fundieron en un libro para contar la historia extraordinaria del torero al que todos los que le conocieron quisieron. Belmonte se abrió a Chaves Nogales y de esa indefensión surgió una obra de arte absoluta de gran interés humano:
«Juan es un niño atónito, que cuando asoma por las tardes al portal de su casa con el babadero recosido y limpio, llevando en las manecitas la onza de chocolate y el canto de pan moreno que le han dado para merendar y contempla el abigarrado aspecto de la calle desde la penumbra del zaguán, se siente sobrecogido por el espectáculo del mundo, y se queda allí un momento asustado, sin decidirse a saltar al arroyo. Cuando, al fin, se lanza a la aventura de la calle, lo hace tímidamente, pegándose a las paredes, con la cabeza gacha, la mirada al sesgo, callado, paradito, atónito...».
Cinco frases de belmonte:
- «Se torea como se es».
- «Existe una identidad entre el amor y el arte, en ninguno de los dos cabe la voluntad».
- «Don Ramón del Valle Inclán era para mí un ser casi sobrenatural. Se me quedaba mirando mientras se peinaba con las púas de sus dedos afilados su barba descomunal, y me decía con gran énfasis:
- ¡Juanito, no te falta más que morir en la plaza!
- Se hará lo que se pueda, Don Ramón- contestaba yo modestamente». - «¿Pero qué se han creído esos señores? ¿Qué para ser torero es preciso andar a cuatro patas?» (cuando le criticaban por su amistad con los intelectuales)
- «Don Juan, ¿es verdad que este señor gobernador ha sido banderillero suyo?». Belmonte respondió que sí y aquel volvió a preguntar: «Don Juan, ¿y cómo se puede llegar de banderillero de Belmonte a gobernador?». A lo que el torero respondió: «¿Po… po… po cómo va a sé? De… de… degenerando…».
Así empieza la historia del héroe fantástico y tartamudo escrita por el autor fantástico. No fue el único, aunque puede que sí el mejor, que observó y admiró su fantasía. Quizá la reflejó como nadie porque la contó desde el desapasionamento que se convirtió en la pasión incontenible, pero contenida, a la que se asiste in crescendo con el discurrir de las páginas quietas como el nuevo arte que inventó el trianero glorioso.
Belmonte llegó a las plazas y se quedó quieto. No fue lo único que hizo, pero puede decirse que de aquella quietud surgió todo lo demás, desde su impronta hasta su leyenda perfiladas con mil detalles. Su rivalidad con Joselito el Gallo, «el rey de los toreros», compuso la Edad de Oro del toreo. Joselito murió en la plaza en la cumbre y su amigo le lloró. Fue pasando el tiempo de la gloria entre gloria lentamente, el mismo que le llevó, por ejemplo, hasta a la portada extranjera de la revista Time.
Fue celebrado como un dios por el pueblo, por los ricos, por los empresarios y por los intelectuales. Se desprendió de la coleta natural y hasta del oro del vestido llegando a vestir de negro y plata. Esa negritud estaba en el fondo de su espíritu atrayente y cada vez subiría más a la superficie ocultando a la argentina. Era aquella oscuridad la causante de sus malas rachas, visibles en el ruedo, que el público achacaba a lo posible y no a lo imposible de imaginar.
La lectura fue siempre la cura de su estado de ánimo herido. En ella se refugió hasta el punto de decidir no torear en Madrid, ya vestido, para terminar de leer El Sr. Bergeret, de Anatole France. Fuera de la lectura, el ídolo estaba indefenso. Y más que lo estuvo pues las lecturas, como en don Quijote, ahondaron en su mal del alma, en su constante deseo, cada vez más presente, de quitarse de un mundo sin alicientes ya para él. Es lo que terminó haciendo a punto de cumplir los 70.