Acercarse al Flamenco y al compás del Espíritu del primer amanecer
Acérquense al Flamenco. Seguramente vibre en su alma algún compás perdido de ese Espíritu que sobrevolaba el primer amanecer del mundo, alumbrando un nuevo canto
Qué difícil es meter en la exigua horma de la palabra, todas las palmas y silencios del Arte Jondo. ¿Cómo canalizar todo este torrente para que los indiferentes, o ignorantes de esa sed, beban?
Podríamos aludir a un estrato popular como «verdad musicalizada de la experiencia», pero ciertamente, una descripción así no llevaría a nadie al Sacromonte o a un tablao de madrugada. Por eso, es mejor partir del contenido emotivo, humano, por tanto universal, del cante jondo.
El escalofrío y la alegría
Para ir haciendo boca, y polarizando al máximo el ejemplo, imaginemos a un hombre que sufre ese escalofrío mortal que nos atraviesa a nosotros, tarde o temprano. Pero su creatividad y su sensibilidad, en este contexto de fatiguita doble, sublimó su escalofrío en tercios y coplas acompasadas, aprendidas de otros, quién sabe cuándo y desde cuándo fueron cantadas. Al ver pasar un carro hacia la morgue reconoció una mano; quizá de su hija. Quizá de su madre, o de su amada:
ayer pasó por aquí,
yebaba la mano fuera...
por eya la conosí»
Esto es el Arte Jondo. Pellizco, picotazo y gañafón de un drama incomprensible. De nuestro mismo drama por antonomasia. Un drama a compás de nudillo y palmas donde descargar el peso de la jornada o ensalzar un fugaz e inesperado gozo.
El Flamenco es como un árbol del que cuelga la trágica seguiriya, la solemne Soleá y los Fandangos arracimados en centenares de Tarantas, Granaínas, y Malagueñas, pero su raíz nace de una herida sin anestesiar de sufrimiento y belleza indescriptible, excepto para el cantaor, el tocaor y el bailaor que se convierte, de este modo, en voz rumiante y profética de nuestra experiencia humana.
Todavía cae la sombra sobre el origen y formación de nuestro arte. Ahí tienen trabajo de sobra filólogos y musicólogos. Sí podemos decir que el Mediterráneo esparció hasta nuestra costa el milenario canto de Tartessos, el lamento judío y el musulmán; cómo no, también el cristiano; incluso vinieron sones del Nuevo Mundo para desembocar como riachuelos en el aljibe profundo de un hombre andaluz, que recoge en su memoria todo ese flujo milenario.
Desde el romance de Castilla hasta el cancionero de Demófilo, padre de los Machado, la literatura cede, –o el Flamenco toma–un torrente de imágenes y contenido. También los cantaores, analfabetos de cuna, pero doctores de vivencias, crean infinitos tercios sobre el amor y los celos, la vida y la muerte, el vino y el hambre. Porque la creatividad no distingue clase social ni pajaritas blancas para ser culta. No hay más que recordar a Manuel Santos Pastor «Agujetas», flamenco salvaje, paradigma gitano, desentendido de la servidumbre educativa y selectiva del payo, que abandona su fragua e inventa mil estrofas sembradas de noche y paridas al alba de su memoria sin fondo, como si la ausencia de letras y números hubiera dejado el espacio necesario donde desbocar su poética rabia. Y yo me pregunto si eso no es cultura ¿No hacen lo mismo el compositor o el poeta? Entonces, ¿Por qué el Flamenco es mirado con desdén? ¿Quién decide la altura cultural de una expresión? ¿Quién sabe…?
Los desprecios
El hecho es que el Flamenco ha sufrido dos grandes desprecios:
El desprecio clasista de cierta intelectualidad que lo desterró al limbo de lo «folclórico», y la ignorancia supina de las españolitos, acomplejados de sí mismos, y religiosamente entregados a colonizadores divertimentos foráneos, «porque eso sí que es moderno…» Pero el Flamenco, –no lo olvidemos–, es la celebración poética y musical de la vida, sin censuras melindrosas, cuyo nacimiento no está en conservatorios o pentagramas, sino alrededor de las fogatas de las gañanías, los patios de vecinos, las fraguas, las barberías, los bares y burdeles con un mismo fuego: el fuego del hombre hecho Cante y Baile como profecía sedienta de otro mundo.
Su génesis está circunscrita a las familias, a los amigos, a las comidas y las cenas, a las tareas diarias que conforman lo humano, cuando el hombre no sufría la injerencia abusiva de la tecnología, y necesitaba encontrarse y divertirse con los otros. De hecho, y como muestra de este triste botón desgastado, ya no nacen artes como el nuestro: único y misterioso. Es más, casi parece que ya no nace nada realmente bello, desde que nos abrazamos a un eterno presente que desdeña la tradición, el encuentro fraterno y el pasado.
El espíritu del hombre
En cualquier caso, el Flamenco no necesita defensa, porque se defiende solo. Le basta ser visto y escuchado,-en vivo a ser posible-, y dejarle respirar: que respire un poco en su silencio. Porque el Flamenco fetén, «el que sabe a sangre» en la boca de la Piriñaca –no el de radiofórmulas de hora punta–, es un acontecimiento de humanidad tal que la televisión o la radio no logran reproducir. Hace falta estar encima, escuchar el aliento cantaor y el golpe de los dedos en la guitarra, como llamadas en la puerta de una vida que no ha cumplido su palabra. Entonces sí comprenderemos aquel temblor remoto, primigenio y anterior a todo, incluso al dinero y al prejuicio, para ver la fragua, la mina, el corredor carcelario, la flor silvestre, los amores, el agua clara, el verde oliva de unos ojos que ronean, y los tragos de asombro que se vuelcan en las grietas de esta voz centenaria.
Quiero terminar recordando el eco jerezano de mi amigo José Duende, cantaor de las Cavas del Madrid calé, que en noches insomnes invocaba al espíritu melancólico de la Soleá para aligerar el peso de nuestras penas entrelazadas «como la morera por los vallaos», y el corazón, entonces, soñaba en sueños un no sé qué de horizonte atardecido, donde liberarnos por fin del peso de las duquelas y sus bajonazos.
Acérquense al Flamenco. Háganse el favor. Seguramente vibre en su alma algún compás perdido de ese Espíritu que sobrevolaba el primer amanecer del mundo, alumbrando un nuevo canto.